LITERATURA › EDUARDO SACHERI, LOS HéROES Y ANTIHéROES DE ARáOZ Y LA VERDAD
Aunque el escritor pone a su protagonista en una situación de vida “desértica”, se resistió a condenarlo: en ese diálogo entre Aráoz, el viejo Lépori y el invisible Perlassi se dibuja, al cabo, algo parecido a una redención.
› Por Silvina Friera
Un hombre se baja de un tren en la estación O’Connor, un pueblo pampeano que se cayó del mapa en los noventa. El también se desploma, pero intenta salvarse, aferrarse a algo. Lo primero que hace es cerciorarse de que los relojes –el de la estación y el que lleva en su muñeca– estén en hora. Acaban de dar las nueve. Y miente. Dice que es ingeniero de Agua y Energía, la empresa del gobierno que no sabe si sigue existiendo o si fue privatizada, y que van a construir una represa hidroeléctrica. El pueblo está lejos, tiene más de seis o siete kilómetros; alguien se ofrece a llevarlo y le mencionan un apellido, Perlassi, ocho letras que le confirman que ha llegado finalmente a destino. En el camino, como si al desplazarse el pasado le mordiera los talones, comienza a recordar un partido decisivo, Lanús y el Deportivo Wilde, equipo que supo jugar en primera. Si gana Lanús, el Deportivo se va al descenso. Fue una catástrofe, el principio de la agonía de un club y de once jugadores destinados a morir en el olvido, “como esas hojas secas del otoño que hay que barrer y quemar antes de que llueva y se pudran en la vereda”. Nadie querrá recordar a esos infames que se fueron al descenso. Excepto a uno. El número cinco, Fermín Perlassi, entonces el ídolo, quedará en la memoria de los hinchas como un traidor, un vendido. Sospechosamente, jugó como si fuera un ocho y no un cinco; corrió sin pegarle al Tanque Villar, el delantero de Lanús, en la jugada agónica del gol. “¿Qué espera para hacharle las pantorrillas?”, se preguntan los hinchas. El grito de los rivales se desbarranca como un alud de piedras –el Deportivo se hundirá poco a poco de la B a la C, llegará a la D y terminará desapareciendo–, y ese niño de ocho años que fue, tieso de impresión y de frío sobre los tablones de la tribuna, lagrimea. Es la partida de defunción de un sueño: ya no podrá ser el número cinco titular del Deportivo Wilde.
En su segunda novela, Aráoz y la verdad (Alfaguara), Eduardo Sacheri construye y proyecta una potente historia desde un pueblo imaginario, que empieza un lunes 5 de octubre y termina el sábado 10, seis días en los que Aráoz, mientras va evocando hilachas de su pasado, espera la aparición de Perlassi, como Vladimir y Estragon esperan a Godot. Aráoz, a diferencia de los protagonistas de la obra de Beckett, no tiene una cita, pero encuentra un “emisario” en Lépori, ese viejo taimado que salta de un tema a otro y se la pasa tomando mate –por momentos tiene un aire de familia con el viejo Andrada del uruguayo Juan José Morosoli– y que supuestamente trabaja para Perlassi, dueño de la estación de servicio del pueblo. Perlassi puede aparecer en cuatro, cinco días, una semana lo máximo. El viejo no tiene manera de ubicarlo, pero sabe mucho más de lo que dice. Y no cree que Aráoz sea un periodista de El Gráfico que quiere entrevistar a ese ex jugador de fútbol.
Profesor y licenciado en Historia, el escritor, hincha de Independiente, cuenta en la entrevista con PáginaI12 que inventó al Deportivo Wilde porque necesitaba para la historia un equipo en estado terminal. “Perlassi es el tipo de jugador que a mí me deslumbraba. El cinco que me maravilló en los ochenta era Claudio Marangoni. Al momento de imaginar físicamente a Perlassi, lo pienso como el ‘Chivo’ Pavoni, un gran tres de Independiente, un tipo melenudo, de bigotes, de patilla, que era el look de esa época”, señala el autor de la novela La pregunta de sus ojos, que Juan José Campanella comenzará a filmar a fines de septiembre, protagonizada por Ricardo Darín y Soledad Villamil. “Después de terminar mi primera novela, pensé que en la perra vida se me iba a ocurrir nada nuevo. Es una sensación bastante angustiante”, confiesa el escritor. “La novela anterior había sido largamente pensada y eso me había permitido eslabonarla muy cuidadosamente. Antes de ponerme a escribir, sabía qué iba a pasar. Con esta novela quise hacer algo diferente”, compara Sacheri. “Lo único que tenía en mente era un tipo que se baja de un tren y que busca a alguien, pero no sabía qué tipo de ajuste de cuenta tenía con el pasado.”
A Sacheri le gusta mezclar sus estados de ánimo cuando escribe. “Yo estaba atravesando un duelo y me gustó que Aráoz esté padeciendo su peculiar infierno. En general, hay ciertos tics personales que se imponen al momento de escribir: padres amorosos, que tiene que ver con mi propio viejo, con mi propia pérdida, entonces dije: ‘Este padre va a ser distinto’; infancias felices, ‘este pibe no fue feliz’; hombres muy enamorados de mujeres que tarde o temprano le devuelven una mirada, éste no. Que Aráoz estuviera tan privado de todo me servía también para que el ajuste de cuentas fuera más fuerte emocionalmente en el medio del desierto de esa vida”, explica el escritor. “A lo mejor Aráoz es en extremo lo que a mí me pasaría si lo perdiera todo.”
–Buena parte de la novela está construida a partir del diálogo entre el viejo Lépori y Aráoz. Hay un arte muy peculiar en conocerse, medirse y modificarse a través de esas conversaciones. ¿Fue deliberado que el viejo termine siendo más astuto que Aráoz, que se creía “superior”?
–Sí, ese era el desafío: que el lector y ellos mismos se fueran desayunando lentamente con la verdad. Porque terminás de entender qué le pasa a Aráoz el viernes, prácticamente al final de esa semana de seis días. Aráoz miente sobre lo que va recordando y el viejo, desde esa mayor astucia, no cuenta mucho de sí mismo y no se sabe bien quién es. Para algunos lectores trabaja para Perlassi, pero puede ser el mismo Perlassi. No se sabe. Si hay algo que me fascina de las novelas de Soriano, más que las tramas, que a veces se vuelven muy caóticas para mi gusto, es la manera en que los personajes se construyen desde lo que dicen, que es, en definitiva, lo que hacemos todos. Lo que decimos y hacemos es lo que nos construye. El ámbito y que tengan todo el tiempo del mundo, que Aráoz pueda esperar a Perlassi y que el viejo espere que Aráoz se las tome, favorece esa construcción. Lo que les sobra a los dos es tiempo. Hay un esfuerzo voluntario en esos diálogos y me alegro que se note.
–Perlassi es un héroe cuestionado por lo que no hizo en ese partido en que Deportivo Wilde descendió. ¿Por qué se necesitan tanto este tipo de figuras heroicas?
–No estoy seguro, pero creo que vivimos idealizando lo que hemos perdido o lo que deseamos. Los héroes son como escudos que nos protegen de la finitud de la muerte, en el ámbito que sea, con todo lo ilógico o irracional que tiene investir a alguien con el carácter de héroe. En definitiva, lo que va a hacer Aráoz a ese pueblo es comprobar si su héroe merece o no seguir siendo su héroe. La verdad es que no tuve corazón para aniquilarlo, que era otra posibilidad. En mi literatura siempre hay redención, los personajes se redimen a través de lo que hacen. De este tic no me pude escapar. A veces me planteo si no es un facilismo de mi parte que me seduzcan más las historias que terminan bien.
–¿A qué se refiere con ese facilismo?
–Facilismo en el sentido de darle al lector una historia más simpática. Cuando escribo, no puedo evitar tener emociones parecidas a las que tengo cuando leo. Me gusta que las cosas terminen bien. Me hace daño si terminan muy mal, y también me hace daño escribirlas. En un cuento te lo bancás de otra manera, pero tener a alguien doscientas y pico de páginas para decirle: “Viste que todo era una mierda”... no suelo tener corazón. Cuando empecé la historia, no estaba seguro de cómo iba a terminarla. Pero después de cuatro meses de estar escribiendo la novela, estaba absolutamente encariñado con Aráoz y no podía evitar esa pequeña redención. Me consolé pensando que en definitiva no es para tanto.
–¿Concibe la literatura como una espacio para la redención?
–Sí, para mí toda manifestación artística permite la redención. Es demasiado esquemático, no refleja la realidad... y bueno, sí, pienso eso. Para tragedias irremediables tenemos lo que nos pasa en la vida, por eso terminé sucumbiendo a la idea de que Aráoz se redimiera.
–Aráoz recuerda un libro de Cortázar que robó en una librería de la calle Corrientes. ¿La literatura le permitió darse el gusto de robarse un libro, el sueño de muchos lectores y escritores?
–Sí, nunca me hubiera animado a afanar un libro (risas). En realidad, ese libro de Cortázar se lo afané a un amigo, y se lo negué durante mucho tiempo. Es una antología de cuentos que salió meses después de la muerte de Cortázar, un escritor que fue decisivo en mi formación como lector. En determinado momento y casi como un paso lógico de mi vida como lector, empecé a escribir. No había leído nada de Cortázar, y comenzar con sus cuentos me partió la cabeza con esa posibilidad de capturarte desde un universo absolutamente cotidiano para conducirte a cosas fantásticas, como gente que vomita conejitos. Ese cuento (“Carta a una señorita en París”) está por encima de todo, por eso hay un reconocimiento personal a Cortázar en esta novela.
–¿Cómo trabajó el habla de los personajes?
–Me interesa mucho que el registro sea verosímil y que se note el contraste en el modo de hablar del viejo y Aráoz. El viejo no puede hablar igual que una persona criada en Buenos Aires, y menos siendo un tipo grande; el localismo tiene que estar más marcado. En eso trato de ser muy cuidadoso, del mismo modo que cuando el que habla es el narrador, busco que se note que es un registro más urbano y erudito que el de los protagonistas. Durante el proceso de escritura me voy metiendo tanto con los personajes que llega un momento en que estoy más con ellos que con mi mujer y mis hijos. Una novela es una excelente excusa para no levantar la ropa del piso (risas). Lo cual es cierto, estás en otro mundo... es un coqueteo permanente con la locura. Pero es un coqueteo bien visto socialmente, divertidísimo y legítimo. Escribo porque me da mucho placer, es un placer que tiene que ver con jugar con las cosas malas que te pasan. Escribir ficción es muy catártico. En ese enorme torrente de mentiras podés colar tus verdades sin que nadie esté demasiado seguro de cuáles son. No te liberás de tus fantasmas, pero los sacás a ventilar un poco (risas).
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