LITERATURA › HOMENAJE A LUISA MERCEDES LEVINSON EN LA BIBLIOTECA NACIONAL
Así define Luisa Valenzuela a su madre, la autora de “El abra” y única mujer que compartió la autoría de un cuento con Borges, a la que se ha emparentado con Silvina Ocampo y César Aira.
› Por Silvina Friera
A veces la memoria literaria se comporta como los agujeros negros, esos cuerpos con un campo gravitatorio extraordinariamente grande, rodeados de una frontera esférica que permite que la luz entre pero no salga. Las radiaciones luminosas de Luisa Mercedes Levinson (1909-1988) ingresaron con una potencia extraordinaria a la literatura argentina, pero por una compleja constelación de omisiones y de equívocos su obra ha sido poco frecuentada. El personaje que inventó, la escritora argentina más excéntrica, que pasaba buena parte del tiempo en su cama, rodeada de libros y papeles, leyendo o escribiendo y que hizo de su casa en el barrio de Belgrano un salón literario al que Fernando Alegría llamó el Bloomsbury porteño, la única que tuvo el privilegio de escribir un relato con Borges, “La hermana de Eloísa”, parece haber eclipsado los cuentos y novelas de una autora que, según Roger Caillois, “merecen ser traducidos a todos los idiomas y formar parte de las más exigentes antologías del mundo”.
Leopoldo Brizuela, en el prólogo a los Cuentos completos de Levinson, publicados en 2005 por Corregidor, aproxima la prosa de LML a la de Marosa di Giorgio, Silvina Ocampo, y hasta autores más recientes como César Aira. La notable y exquisita Luisa Valenzuela participará de un merecidísimo homenaje a su madre, acompañada por Laura Nicastro y Ezequiel Grimson, que se realizará hoy a las 19 en la Biblioteca Nacional (Agüero 2502), donde se proyectará un video de trece minutos dirigido por Gaspar Correa Marjak. Cuando Valenzuela habla de su madre, la llama Lisa, como le decían los amigos, Borges y Bioy Casares. “Era una visionaria en más de un sentido. Y trabajó mucho con el tema del tiempo, hasta en los títulos, su libro de cuentos El estigma del tiempo, su relato ‘El pesador de tiempo’, que apareció en un libro de arte con dibujos de Pérez Celis”, dice la escritora a PáginaI12.
Cuando la autora de “El abra” murió, el 4 de marzo de 1988, Marco Denevi dijo: “La obra maestra de Luisa Mercedes Levinson fue ella misma”. Se refería, claro, al personaje, a esa mujer de capelinas y chales vaporosos, de gestos con una teatralidad divertida y sugerente, acompañada siempre por un clan de gatos clarividentes. “La frase de Denevi es bella y muy aguda, pero me da cierto escalofrío”, admite Valenzuela. “Su máscara ganó la partida en la memoria de la gente, pero detrás de esa máscara había tanto más, había y hay toda una obra muy importante. Tantas cosas me llaman y siempre me llamaron la atención: su erotismo, por cierto, tan adelantado a la época; su pasión por la vida y al mismo tiempo esa comprensión íntima y profunda de la muerte, de un más allá extraño, de mundos que se superponen y se imbrican; su sentido del humor agudísimo que juega con el lenguaje y rompe las escenas más patéticas.” Valenzuela recuerda que “El abra”, considerado el mejor cuento de LML, o el más antologado, fue escrito después de su trabajo en colaboración con Borges. “Lisa siempre dijo que con él había aprendido rigor literario. Y yo sigo sosteniendo, lo cual me resulta más fácil al hablar de mi propia madre, que si bien hay una sola fue múltiple en personalidad y obra”, plantea su hija.
La Biblioteca Nacional publicó este año, en su serie Libros del Bicentenario, El abra y otros cuentos, una antología de relatos de LML con introducción crítica de Carlos Bernatek. “Levinson produjo un extrañamiento en la literatura argentina, algo que estaba más allá de las excentricidades sociales en las que incurría, y que alimentaban cierta prensa banal que apenas atisbaba ese ademán superficial, sin reparar en el artefacto experimental que estaba desarrollando con su obra”, advierte Bernatek. “El peculiar periplo que describe la obra de Levinson muestra un crescendo y un simultáneo despojamiento. Desde la narrativa de las costumbres sociales urbanas, destacando su gran destreza en el manejo de las densas escenas rurales, los textos avanzan progresivamente sobre la metafísica bajo la impronta de lo fantástico.” El ilustre hispanista francés Jean Cassou se preguntó: “¿De dónde le viene a Luisa Mercedes Levinson esa intuición para percibir las cosas oníricas y su sabiduría de lo secreto, por terrible que sea, para descubrir lo que queda detrás de las cosas?”. Tal vez en la propia vida de LML se encuentre, en parte, algunas respuestas al interrogante que lanzó Cassou.
Antes de cumplir los diez años, LML inventó una pieza de teatro, escribió versos, transcribió sueños y tomó clases de arpa; una multiplicidad de tempranos estímulos que nutrieron su universo onírico. En el teatro Colón, esa niña precoz observaba un incesante desfile de personajes e imágenes, escenarios griegos, romanos, medievales, el Gran Siglo francés, la Contrarreforma española; mundos que acicateaban su imaginación. “Pienso que pesó cierto pudor ante la familia, claro, cuando empezó a publicar. Pero también había textos que no quería firmar con su propio nombre, como las colaboraciones en la revista Idilio. Secreteando con Lisa Lenson suena mejor que con Luisa Mercedes Levinson, para no hablar del bochorno de ser una Miss Lonelyhearts porteña”, ironiza Valenzuela. LML escribió, entre otros, La casa de los Felipe (1951), su primera novela, a las que seguirían Concierto en mi (1956), el consagratorio libro de relatos La pálida rosa del Soho (1959), con el que obtuvo el Premio Municipal de Literatura y el Premio Provincia de Buenos Aires; La isla de los organilleros (novela, 1964), Las tejedoras sin nombre (cuentos, 1967), A la sombra del búho (novela, 1972), El estigma del tiempo (cuentos, 1977), Ursula y el ahorcado (cuentos, 1982) y El último zenofonte (novela, 1984). Parece que tanto Borges como Levinson no le dieron mucha importancia a “La hermana de Eloísa” (1954), relato que escribieron juntos. “Solían ir a caminar por los barrios que Borges amaba y volvían muertos de risa recitando versitos pícaros de esos que menciona Bioy y que a mí, de preadolescente, me parecían de un infantilismo bochornoso”, recuerda Valenzuela. “Rieron mucho y disfrutaron la escritura del cuento. Recuerdo que Borges al terminar una sesión decía muy orgulloso: “Hoy hemos trabajado mucho, completamos toda una línea”. Pero después ninguno de los dos le dio demasiada importancia a ese producto, sintieron que se les había ido la mano con el ridículo. Ni figura en la Obra en colaboración de Borges, aunque un par de años atrás apareció en Francia una pequeña y elegante edición comentada, de la que me enteré por pura casualidad”.
“Escribir en la cama me hace pensar en una pasividad no del todo saludable, ¡pobre cuello!, pero Lisa era una persona muy sociable a partir de las 19 y los domingos a la hora del té –cuenta Valenzuela–. Ni aun cuando estaba de verdad enferma, con dos vértebras rotas, dejó de ir a un homenaje que se le hizo en una biblioteca municipal; prometió permanecer sentada todo el tiempo pero no pudo con su genio y se puso de pie para dar una de sus más sentidas alocuciones. Era alguien que se entregaba de lleno a su público. Era una escritora y su doble, como en el cuento de Henry James, pero en el caso de ella el personaje mundano era sumamente seductor y fascinante. Demasiado, al punto de opacar a la que escribía en la cama esos textos tan bellos.”
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