Lunes, 27 de octubre de 2008 | Hoy
LITERATURA › ANTONIO SKáRMETA, EN EL CIERRE DEL V ENCUENTRO DE ESCRITORES IBEROAMERICANOS
El escritor chileno y su par boliviano Wolfango Montes compartieron con el público sus vivencias como escritores, en una jugosa charla que sirvió para repasar sus lecturas tempranas y hasta el rol de la filosofía a la hora de influir escrituras.
Por Silvina Friera
Desde Cochabamba
Cuando al escritor Wolfango Montes le preguntan por qué lee, él responde: “La lectura de los buenos libros es una conversación con los hombres más inteligentes que han existido”. Esta frase la leyó en Proust, que a su vez la encontró en un ensayo de Ruskin, que repitió palabras de Descartes. “¿Han visto? Con una frase recorremos siglos de escritores y de pensadores, cada libro nos remite a otro y a otro en una cadena, gracias al destino, interminable”, dijo el autor de Jonás y la ballena rosada. Montes, de a pie, recorriendo los infinitos caminos que le abrieron los libros, y el chileno Antonio Skármeta, pedaleando en bicicleta con San Juan de la Cruz, compartieron sus vivencias literarias con el público durante el cierre del V Encuentro de Escritores Iberoamericanos, organizado por la Fundación Simón I. Patiño en el Palacio Portales. El primer aguijón que estimuló a Montes fue la lectura de Dr. Zhivago, de Boris Pasternak, durante su adolescencia, cuando no albergaba ningún proyecto de escribir. Gracias a esa novela percibió que la narrativa es “la forma más excelsa de expresión, que cuando contamos una vida, estamos haciendo filosofía, historia, poesía, todas las artes se juntan para la descripción de una existencia”.
Entre los escritores que después de haberlos leído continuaron viviendo en Montes en forma de pensamientos, creaciones o sencillamente entusiasmos, recordó a Robert Musil, El hombre sin atributos; a Robert Graves, La diosa blanca, un ensayo “difícil, por momentos incomprensible; su complejidad desanima, pero es una obra extraordinaria”; y J. P. Eckermann y su Conversaciones con Goethe. “En estas páginas están contenidas fórmulas que hasta hoy son válidas –advirtió Montes–. La especulación filosófica perjudica en general a los escritores. Cuanto más se acercan los escritores a alguna escuela filosófica, tanto peor escriben... Esto lo hemos visto en todas las épocas; cuando escribimos empujados o por ideologías o por religiones o por filosofías nuestras obras se vuelven pequeñas, sectarias, de vida corta.” El escritor boliviano mencionó también la importancia que tuvo en su vida En busca del tiempo perdido, de Proust, “un antídoto para los males de nuestro siglo XXI. Es como si nos dijera: ‘no vayan tan rápido’ –sugirió Montes–. Proust, según Citati, es un artista en el arte de la fondue, es decir, los temas pierden sus límites y se funden unos a los otros, como materia derretida. No existen partes sino un todo, en que un color espontáneamente se transforma en el otro y del pensamiento se pasa al paisaje.”
Con Hannah Arendt, el escritor boliviano aprendió a pensar. “No podría haber entendido bien el mundo moderno sin los diagnósticos políticos y los comentarios literarios de Arendt –admitió Montes–. Pensar para ella era un tobogán por el cual se deslizaba por la vida.” Cautivando sobre todo a las mujeres cochabambinas que lo escuchaban, el escritor boliviano reconoció que lee asiduamente a las mujeres y que cada día descubre a una nueva gran escritora. “Ya me enamoré de Simone de Beauvoir, de Isaac Dinesen, de Mary McCarthy y últimamente ando flirteando con Simone Weil. Frente a ellas experimento aquel espanto ante la vivencia del mundo que es el comienzo de la filosofía y cuya correcta expresión sólo puede ser dada por la narrativa y la poesía.”
La pasión inicial de Skármeta por la literatura empezó con la poesía. El autor de El baile de la victoria recordó que sus padres emigraron de Chile a Buenos Aires cuando él tenía nueve años, y sin que mediara un “proceso de aclimatación” lo inscribieron en una escuela pública del barrio de Belgrano. Con su cantito trasandino, pronto los chicos del barrio no tardaron en apodarlo el chileno. “En el momento en que se definían los equipos rivales para los partidos de fútbol en sitios baldíos o sobre el pasto de las Barrancas de Belgrano, sufría la humillación de ser colocado por el capitán de mi equipo en el puesto de arquero. Los otros en cambio se adjudicaban posiciones que les permitían lucir dotes de futuros Maradonas”, comparó el escritor. Sus primeras lecturas, Pinocho, de Collodi, y Corazón, de Edmundo De Amicis, le hicieron sentir que aquellos personajes eran “tan reales como los pasajeros que venían desde Retiro a la parada de ferrocarriles Belgrano C.” Skármeta confesó que siempre sintió que cuando creía establecerse en un territorio algún ventarrón fuerte lo arrancaba de cuajo y le proponía nuevas precariedades. “Argentina fue un destino especialmente apto para transitar de manera fluida entre la calle y la literatura.”
En la pensión de la calle Mendoza donde vivió Skármeta había decenas de emigrantes de Santiago del Estero, que perfeccionaban la nostalgia por sus pagos entrañables ensayando zambas, vidalitas y chacareras. “Esas tristezas no me eran ajenas y tampoco sus formulaciones –reconoció el escritor chileno–. Al poco tiempo había retenido los textos y podía cantar junto a ellos.” Gracias a una composición que escribió en la escuela sobre la amistad entre Chile y Argentina, Skármeta recibió un premio: un ejemplar de Martín Fierro. “Las peripecias del gaucho Martín Fierro ordenadas en esos melodiosos sextetos de José Hernández arrullaron mi oído y se impregnaron en mi corazón –confesó–. Leí y releí las estrofas hasta pulirlas en mi memoria y retenerlas con tal fidelidad que llegué a recitar el libro casi entero sin ayuda de ningún tipo.” Ese hábito de leer poesía y conservarla llamó la atención de los maestros de Skármeta, que le dieron tribuna para recitar algunos versos en ciertas fechas patrias como el Día de la Bandera. “Me alegré, pero no me envanecí. En aquel momento hubiera deseado tener el dribbling endemoniado de mi amigo Carlos Enrique en el ataque, o el patadón de mulo del Tucho Méndez para los tiros penales. Hubiera cambiado feliz mi canasta de poemas por unos pocos goles”, ironizó el escritor.
Su fama de recitador pasó del ámbito de la escuela a los arrabales del barrio. “Las madres de mis amigos consideraban divino o ‘muy mono’ que un atorrante de rodillas sucias y guardapolvo manchado de tinta fuera capaz de espetar versos a diestra y siniestra y comenzaron literalmente a contratarme para decir poemas en las fiestas de cumpleaños de mis amigos.” Una antología de Rubén Darío, que le obsequió su maestra Cecilia para que aprendiera “Margarita, está linda la mar”, fue capital para el futuro escritor. “A los once años me aprendí ‘Lo fatal’, logrando marcar con ritmo fúnebre y voz cavernosa sus versos desesperanzados –repasó Skármeta–. Yo nací como escritor diciéndole un texto a alguien. Por lo tanto debo confesar que siempre ha habido en mi literatura un gesto histriónico, una dinámica de relación, una táctica de mostrar la acción con un ojo atento al lenguaje.” A su regreso a Chile ingresó en la Universidad y estudió a los filósofos presocráticos. “En los ojos fulgurantes de esos griegos brotaba el pensamiento. Pensar el Ser era una forma de poetizar –subrayó el escritor–. Y estaba Neruda ahí a mano: era la certeza de que la expansión de la palabra podría expresarlo todo, hasta lo más misterioso y espeso. Pero esos textos que me encandilaban, que me quitaban el aliento, convivían con otras actitudes de muy diferente valencia e intención”, explicó Skármeta, como Esperando a Godot, de Beckett, las obras de Eugène Ionesco o la “antipoesía” de Nicanor Parra. “La poesía es un gesto de comprensión y amplificación de la realidad. Es una propuesta para que se le dedique la energía necesaria que despeje la sensibilidad abotagada hacia la posibilidad de infinitas experiencias.” De su libro Desnudo en el tejado (1969, premio Casa de las Américas), Skármeta hizo hincapié en el relato “El ciclista del San Cristóbal”, que el autor definió como “una peripecia juvenil deportiva”. Es la historia de un joven estudiante que compite en una carrera de bicicletas cuyo trayecto contempla subir el cerro de Santiago, el San Cristóbal, hasta la altura de la Virgen que domina la ciudad y luego descender hasta los bordes del río Mapocho. “A medida que el muchacho va golpeando los pedales, comienza a crecer en él la certidumbre de que esta carrera no es una mera pugna deportiva contra un grupo de ciclistas, sino una lucha contra la muerte de su madre –explicó Skármeta–. Este es el imperativo ético de la carrera de la vida: vencer a la muerte con imágenes.” Después de responder las preguntas del público, Montes y Skármeta, un tanto agotados por los trajines del encuentro, decretaron: “Es hora de tomar un vino”. Y se acabó el asunto.
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