LITERATURA › AL RESCATE DEL POETA MEXICANO MARIO SANTIAGO
Las editoriales cartoneras latinoamericanas están lanzando conjuntamente Respiración del laberinto, un inédito de Santiago. En cada país sale con un prólogo distinto. La edición argentina cuenta con un texto de Diana Bellessi.
› Por Silvina Friera
El movimiento infrarrealista, que desde su manifiesto se propuso “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, tuvo dos grandes columnas de choque: una encabezada por Roberto Bolaño; la otra, por el “adelantado” y provocador Mario Santiago Papasquiaro (1953-1998), el entrañable Ulises Lima de Los detectives salvajes, cuya obra poética ha sido ninguneada o silenciada por el establishment de la poesía mexicana. Pocos reconocen la calidad y la originalidad de su insólita poesía. Cuando murió, a los 45 años, era un autor de culto para unos cuantos iniciados. Aunque con el arrebato del grafómano había escrito más de dos mil poemas en los márgenes de libros ajenos, servilletas y otros papeles, sólo había publicado un libro, Aullido de cisne (1996), y la plaqueta Beso eterno (1995), ambos de escasa circulación.
Su leyenda de “loco literario” deambula por los desagües de la infrarrealidad. La oficialidad aún no lo redime ni tolera su conducta provocadora, petardista. Era demasiado intransigente, excesivamente radical para los estómagos de los “custodios” del canon, que siempre se reservan el derecho de admisión. A Santiago se le escamoteó su condición de artista, de poeta. Ese cóctel de alcohol, drogas y máximo riesgo que formó parte inesperable de su experiencia estética conspiró en contra de que pudiera ser digerido. Afortunadamente, las editoriales cartoneras latinoamericanas están lanzando conjuntamente un inédito de Santiago, Respiración del laberinto. Cada una de las ediciones cartoneras tendrá un prólogo distinto: el poeta chileno Bruno Montané (Animita Cartonera, de Chile), Diana Bellessi (Eloísa Cartonera, de Argentina), el narrador mexicano Juan Villoro (Yiyi Jambo, de Paraguay), el poeta peruano Tulio Mora (Sarita Cartonera, de Perú), la escritora boliviana Erika Bruzonic (Yerba Mala Cartonera, de Bolivia), el escritor boliviano Horacio Carvhalo (Mandrágora Cartonera, de Bolivia), la poeta brasileña Camila do Valle (Dulcinéia Catadora, de Brasil), y los poetas mexicanos Joseantonio Suárez y Pedro Damián (La Cartonera, de México).
“Mario Santiago es un escritor que siempre caminó por los márgenes de la vida y de los espacios culturales, apostándolo todo a una manera de ser creativa que tuvo como centro la poesía, la poesía no como un hecho intelectual meramente, sino como un gesto frecuente y fecundo ante la vida”, plantea Raúl Silva, a cargo de La Cartonera mexicana, donde surgió la iniciativa. Los autores de los prólogos son escritores cercanos a Santiago. Montané fue uno de los miembros fundadores del Infrarrealismo, Mora se unió al Movimiento en la segunda época, Bellessi conoció a Santiago y a Bolaño, Villoro ha influido en la difusión de su obra (junto con Montané contribuyó a que se publicara recientemente en España la antología Jeta de santo, poemas que Santiago escribió entre 1974 y 1997); el poeta mexicano Suárez fundó la revista Zarazo, antecedente esencial del Infrarrealismo, con Santiago.
Justo en la Navidad de 1953 nacía en la ciudad de México José Alfredo Zendejas Pineda. Intransigente hasta con los nombres que eligieron sus padres, el poeta decidió llamarse Mario Santiago con el argumento de que José Alfredo sólo había uno (José Alfredo Jiménez), y posteriormente adoptaría como segundo apellido Papasquiaro, en homenaje al pueblo de Durango donde nació su admirado José Revueltas. Su apetito era voraz. Siempre tenía hambre o sed y no podía encontrar el término medio para su saciedad. A los 18 años había leído todos los libros, visto todas las películas, escuchado todos los discos. Leía sin fatiga, escribía sin pausas. Cada semana descubría un nuevo libro, un autor. Era literalmente un energúmeno: tenía la energía desbocada de los niños que nunca se cansan, que siempre quieren más. Hasta leía en la ducha, como recordaba Bolaño, a quien siempre le había llamado la atención el hecho de que sus libros estuvieran mojados.
El “comienzo” del Infrarrealismo puede establecerse en el sexto piso de la torre de rectoría en la Universidad Autónoma de México (UNAM), en el taller de poesía que dictaba el poeta Juan Bañuelos en 1973 (retratado en la novela de Bolaño como “el poeta campesino” Julio César Alamo). Joseantonio Suárez, que asistía al taller, recuerda que Santiago era el más callado, pero nada más hasta que empezaba a hablar. “Cuando tocaba su turno se embalaba con una vehemencia particular, y de su aparente opacidad inicial pronto brotaba un aura violeta y rojiza, pero era tal su contundencia que hasta Bañuelos tenía que tragar saliva antes de contestarle la perorata –señala el autor del prólogo de la edición cartonera mexicana–. Yo no daba crédito del manantial que Santiago traía consigo para 1973, cuando tenía apenas veinte años; ya estaba cristalizado con una voz propia, con un estilo, con su lenguaje definido. Sin ninguna duda era un artista. Un poeta maldito.”
Los que concurrían al taller de Bañuelos –uno de los “dinosaurios” de la poesía mexicana–, Héctor Apolinar, Santiago y los hermanos Ramón y Cuauhtémoc Méndez, rechazaban la dinámica del taller de lectura y crítica mutua entre los estudiantes. Un día uno de ellos se cansó y se salió de la vaina. Una tarde de principios de 1974, Santiago se presentó con una hoja en la que traía redactada la renuncia de Bañuelos, donde el maestro se autoacusaba de “menopausia galopante” y otras lindezas para dejar el puesto. Aunque el vilipendiado tallerista terminó firmando su propia renuncia, las autoridades de la UNAM alegaron que no podían echarlo y “negociaron” con los díscolos el financiamiento de una revista, Zarazo, que incluyó textos de los beatniks, del grupo de poetas peruanos Hora Zero y de los miembros del taller. Pero al final todo resultó un “fraude”: la edición la costearon de sus bolsillos. En vez del dinero prometido, las autoridades de la UNAM expulsaron a los rebeldes y les aconsejaron que no volvieran a pisar los claustros universitarios.
La expulsión los fortaleció. Ahora ellos mismos impondrían las condiciones de un taller móvil, nómada, al margen de cualquier institución, que empezaba con las largas caminatas que emprendían por el Distrito Federal, seguía con la lectura de toda la poesía que caía en sus manos y terminaba con las trasnoches bajo el paraguas del Café La Habana (entre las calles Morelos y Bucarelli, que Bolaño reinventó en su novela como Café Quito), donde bebían, recitaban y discutían sus textos unos con otros. Allí, en La Habana mexicana, se cruzaron por primera vez el escritor chileno y Santiago. “Antes de que me lo presentaran, en las puertas del Café La Habana, oí su voz, profunda, como de terciopelo, lo único que no ha cambiado con el paso de los años. Dijo: ‘Es una noche a la medida de Jack’. Se refería a Jack el Destripador, pero su voz sonó evocadora de tierras sin ley, donde cualquier cosa era posible. Todos éramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas y nos reímos”, rememoraba Bolaño.
A fines del ’75, en la casa de otro chileno, Bruno Montané, los poetas, alertados por las enemistades que habían conquistado al combatir a uno de los próceres de la poesía mexicana, entendieron que era hora de atacar con todas sus armas y decidieron crear un movimiento de vanguardia poética. En una ceremonia informal se inauguraba el Movimiento Infrarrealista. Inspirados en los beatniks, el surrealismo, la patafísica, en rebeldías poéticas latinoamericanas como el nadaísmo y el grupo del Techo de la Ballena, los infrarrealistas tomaron por asalto las lecturas, conferencias y recitales de la rancia república de las letras. Los infras reivindicaban sus sabotajes a las lecturas de Octavio Paz, centro del canon poético y enemigo público número uno del movimiento. Según Montané, Santiago era “el primero que saltaba dando gritos en los recitales de los delfines de Octavio Paz para interrumpirles blasfemando irónica y cariñosamente como si hubiera querido remedar el equívoco que aquellos poetas habían cometido con la poesía. Acto seguido, con una voz pausada, grave y admirable, se ponía a recitar sus propios poemas”. Cualquier cantina, cervecería, esquina, hasta los vagones del metro y otros lugares públicos fueron los escenarios elegidos por los infras para leer su poesía.
Los poemas de Santiago, complejos, con referencias clásicas, eruditas, y locuciones populares mexicanas, redactados buscando la estética de los signos como los caligramas de Guillaume Apollinaire, “nos despiertan el asombro por su inigualable cualidad de reproducir signos, imágenes, reflexiones de los apareamientos más bizarros: los grandes paradigmas culturales (representados por pintores, cineastas y filósofos en Respiración del laberinto) con el erotismo y la jerga urbana”, subraya Mora. Bellessi plantea en su prólogo que leyendo al poeta mexicano vuelve a sentir la intensidad de estar en el mundo. “Lo que importa, y eso ha logrado Mario Santiago en su poesía, es empujar la chispa de la comunal hoguera humana más lejos y más alto, para que vuelva luego al núcleo que todos compartimos, al puño de ceniza o al poema cerrado en su opacidad que se abre, como un ojo, al lector cuando se acerca a él, y arde. Porque arde esta poesía en su viva materia.”
En una entrevista que le hicieron en el diario El Financiero, en marzo de 1995, ante la pregunta de si la poesía necesariamente molesta, si es transgresora, el autor de Aullido de cisne respondía: “A las moscas les pica la luz, a las lagartijas las calienta. La poesía es psilocibina ardiente. Cantar Sympathy for the Devil a la luz de la luna más hiena. Exactamente como dijera el poeta eléctrico Michael Bulteau: ‘Arrodillarse en la boca crispada de las hadas’”. En esa misma entrevista admitía que se había enfrentado con José Emilio Pacheco y con Carlos Monsiváis. “Nadie me quiere dar trabajo –se quejaba Santiago–. Dicen que yo saboteo recitales. Dicen que los infrarrealistas golpeamos a la gente. Y los imbéciles alegan que yo no sé escribir. Puta madre. Yo soy l’écrivain. Pero eso no importa.” Antes de que se fundara el infrarrealismo, uno de los primeros poemas del mexicano se publicó en la Argentina, en un dossier de la revista Crisis de mayo de 1975 sobre nueva literatura mexicana. “Ejerce el terrorismo cultural. Sus numerosos recitales de poesía han sido tachados (por amigos & enemigos) de apocalípticos”, se lee en la ficha biográfica.
“Su poética nos ofrece la sensación de que aquello que llamamos realidad, y la necesaria percepción para mirarla y vivirla, viven la experiencia y el gozo de un nuevo esplendor, una rara, alimenticia y desconocida luz –explica Montané en su prólogo, titulado ‘Estupefacción’–. Tanto su sensibilidad, que no pocas veces resulta sensual, alucinada y tierna, así como su bronca imaginería, se vuelcan en la creación del poema a la manera del que rastrea y huele calles interminables, paisajes que se derraman sumergidos en infernales y turgentes claroscuros, entre destellos de una claridad que todo lo baña hasta inducirnos a un inédito encandilamiento. En sus poemas permanece la voz de un convencimiento radical y primigenio, una voz que una y otra vez nos asiste en el intermitente pulso del poema que no cesa de crearse mientras lo leemos. Es en este aspecto donde veo a Mario como un poeta extrañamente singular, un poeta que brilla solo en lo alto de un iceberg frente a una fogata que amenaza con apagarse, pero que él cuida como un padre a sus más extraños hijos, como un poeta que cuida el fulgor, el largo silencio, el hirviente y seminal ruido de su poesía.” Los poemas de Santiago derraman sobre los ojos de los lectores una luz y un temblor desconocidos: “Ya he estado aquí/ sin haber estado”.
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