LITERATURA › ENTREVISTA A IRENE GRUSS, POR LA MITAD DE LA VERDAD
Acaba de ver editado el libro que reúne su obra poética, desde La luz en la ventana (1982) hasta La dicha (2004). “Se me removió toda la historia”, dice la poeta, que a lo largo de los años ha ido ampliando notoriamente el abanico de su escritura.
› Por Silvina Friera
Una niña escribió en su cuaderno íntimo que iba a ser escritora. Cuando pegó el estirón, en la primera adolescencia, le causó mucha impresión ver una foto de Marguerite Duras, “feísima, con aire de interesante”. Después del susto inicial, supo que quería escribir así, “hasta ser así de fea no me importaría nada”. Irene Gruss leía todos los libros que compraba su padre de las ediciones Aguilar en papel biblia. Mucha poesía de la Guerra Civil Española, Neruda, Balzac, Chéjov. Esa vocación precoz por la escritura tuvo su bautismo de fuego en el taller de Mario Jorge De Lellis, al que ingresó a fines de los años ’60, principios del ’70. Leer sus primeros poemas, escuchar los de los otros y “darse con un caño” –quizá en esas reuniones irrumpió el tono irónico que muchos perciben en su poesía–, le permitió entender de qué se trataba escribir poemas. “Han pasado casi cuarenta añitos, querida”, dice la poeta en el living de su departamento de Almagro, rodeada de libros, cds y dos gatos, Roberto y Toto, interesados por fregarse en los tobillos de las visitas. Casi sin querer, en el vocativo se puede escuchar una modulación a lo Tita Merello. Pero no es una queja del estilo “pucha, cómo pasa el tiempo”. No. Irene no es quejosa ni una mujer sufriente que anda por la vida regodeándose con las llagas de sus heridas. Ese “querida” y el diminutivo afectuoso de los añitos es la forma en que esta poeta comunica fraternalmente el asombro que siente ante La mitad de la verdad, su obra poética reunida publicada por Bajo la Luna, que incluye siete poemarios, desde el primero, La luz en la ventana (1982) hasta el último La dicha (2004).
Parafraseando el final de uno de sus poemas, se podría decir que lo mejor que sabe hacer Irene es nombrar y que los poemas le estallen en la mano. Imposible no rendirse ante la belleza de muchos de sus versos: “y un sonido torpe, el del dolor/ goteando en un pozo” (en “Sentir frío”); “tus queridos pies que no amo/ que se fueron de mí” (en “Queridos pies”); “yo quisiera poder caminar desnuda/ y disolverme” (en “Pavesiana”); “frente al mar hondo/ uno debe callar hondamente” (en “De qué hablo”); “Sabe reír. En medio/ del dolor se ríe/ y juega” (en “La risa”, poema dedicado a Hebe Uhart); “No aprendas más que esto antes de nacer:/ el tenue y denso sonido, el bravo/ y doloroso, un ritmo alegre, la vida así acompasada” (en “El jazz para mi hija”); “Creo en lo que dicen las palabras,/ no en lo que son./ Por eso me miento a mí misma” (en “La ficción”); “el corazón es un árbol/ que canta cuando le duele/ la sed que le va sobrando, el agua que ya no bebe” (en “Copla”) y “la luz de la mañana/ tiene dedos rosados” (poema “XV” de la serie Sobre el asma), en un paneo apretado y veloz por algunas de las 339 páginas de su obra reunida.
Gruss recuerda en la entrevista con Página/12 su experiencia en el taller de De Lellis y por qué se tomó su tiempo, más de diez años, hasta que publicó en 1982 su primer libro, La luz en la ventana. “En esa época no se pensaba en la inmediatez de la publicación. Importaba más hacer un objeto digno, no había la urgencia que hay ahora por publicar, que me parece que es casi una desesperación. Yo estaba en un grupo donde la aprobación o la desaprobación, si estaba o no estaba para publicar, era muy importante. Cuando consideré que estaba lista, decidí publicar. Yo tardo porque hasta que siento que el libro está, no lo publico.”
–¿Cómo se da cuenta de que un libro está para publicar?
–Lo sentís casi físicamente, es una sensación, como cuando terminás un poema y decís: “hasta acá”. No lo puedo transferir, pero es una sensación de convencimiento que se traduce no sólo en la cabeza. Siempre te queda la duda, obvio, tampoco es la pavada... cuando publicás sentís un miedo bárbaro.
–¿Por qué en los últimos libros, como En el brillo de uno en el vidrio de uno y en La dicha al final incluye unas notas en las que aclara los versos de sus poemas que aluden o fueron tomados de otros poetas, como Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik o Denise Levertov?
–Siento que les debo a los que afano (risas). Como no marco en el poema para no distraer la lectura, mando atrás la cita, porque tampoco voy a ser tan necia de decir “esto es mío”. Pero me parece que se me fue la mano porque todos me preguntan lo mismo. Yo trabajo permanentemente con guiños que si se notan bien, y si no, mala leche. Si lo lee alguien que leyó mucho, lo pesca. En el poema “Finísima cuerda”, es evidente que los versos en cursivas, “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, es de Pavese. Pero el carnicero de la esquina no leyó Pavese, y yo me siento en esa obligación de aclararlo en una nota al final. Lo que hago en muchas ocasiones es parafrasear, posiblemente saco esos versos de contexto y los meto en el mío. (Allen) Ginsberg habla de su madre cuando dice que “siempre quise volver al sitio donde nací”. Yo lo doy vuelta y hablo de volver a mi padre, porque mi nacimiento está en el semen de mi padre, algo que es absolutamente irónico por un lado, pero también marca un cambio. Por eso le puse “Parafraseando a Ginsberg”. Me apropio de esos versos para usarlos en otro contexto y decir otra cosa más.
–¿Vuelve sobre los versos de los otros para mirar de otra manera y demostrar que la voz propia es una combinatoria de muchas voces?
–Sí, eso es lo bueno que tiene la lectura. Esto de usar y de apropiarme de los versos de otros posiblemente sea parte de mi escritura. Pero hasta Shakespeare o Cervantes, obviamente salvando las distancias, lo hicieron. Posiblemente deschave esa incorporación porque me gusta. Todas aquellas lecturas que te impactan forman parte de tu voz.
–Hay un poema en “Solo de contralto”, que es como el tronco o eje central de su obra reunida: “Mi voz no habla, semeja un tono”.
–Para mí es un poema clave, casi una sesión de terapia, de autoanálisis (risas). Yo siempre tuve problemas con el tono con el que me dirijo al otro. Y saltó sobremanera cuando fui madre, porque al decirles a mis hijos, “cuídense”, cuando se iban, el tono era violento o autoritario, y yo quería que tuviera una inflexión de cariño, pero no me salía.
–Aunque varios críticos hagan hincapié en su tono irónico, hay también un pathos muy melancólico en muchos de sus poemas. ¿Puede rastrear de dónde viene ese tono?
–Creo que es una sumatoria de cosas. Lo que pasa es que cuando vos ves el poema no podés analizar por dónde viene la cosa. El otro día leía en un blog un análisis “bien Puán” de uno de mis poemas, pero no podés deshilachar y dejar de ver un cuerpo único, que es el poema. Yo me fui de la facultad por eso. Yo no te voy a marcar un predicativo de César Vallejo como me han hecho hacer a mí.
–En el poema “Mientras tanto” llama la atención cómo se alude al contexto de la dictadura con esa mujer encerrada en su casa, lavando la ropa. ¿Cómo vivió esos años en que escribió buena parte de sus primeros poemas publicados?
–Ese es el único poema explícito acerca de los desaparecidos, ¿no? ¿Cómo lo viví? Lo viví mal, y a eso sumale que hacía poco se había muerto mi papá y se me mezclaba la alegría del nacimiento de mi primer hijo con el contraste de los muertos afuera y de los que podían morirse mañana.
–¿Cómo era escribir en esos años respecto de lo que fue después, en democracia? ¿Cambió su mirada sobre la escritura?
–No, eso no cambia. Vos escribís en dictadura y en democracia con tus carencias económicas y afectivas. No te puedo decir: “ah, mirá yo en el ’76 escribía mejor o más que en el ’84”.
–Quizás en atmósferas tan opresivas como la que se vivió bajo la dictadura, la escritura se volvía más necesaria.
–Ese es un prejuicio, como decir que cuando se sufre, se escribe. Que es cierto, se escribe más sobre el sufrimiento porque es muy difícil escribir acerca de la alegría. Es muy difícil y es maravilloso, por eso admiro tanto las coplas, donde están la picardía, el dolor y la alegría juntas. En general hay pocos textos en los que se habla de la alegría. No estoy hablando de reírse, porque ahí nos vamos por la ironía. Escribir sobre el sufrimiento es más común, se te pega el goce psicoanalítico del sufrimiento, el regodeo con el “ay, no me quiere”, o “me duele acá” (risas). Hay una cultura del dolor. Cuando empecé a escribir La dicha sabía que quería escribir acerca de la dicha, pero sobre las distintas maneras en cómo pude llegar a ella a través del dolor, la desesperación o de la dicha misma. No es que estoy contenta y se acaba el mundo del dolor. La dicha en sí es un libro muy doloroso. El poema final de ese libro no es para nada un happy end (risas).
–¿Qué le pasó cuando vio todos sus poemas reunidos en La mitad de la verdad?
–(enciende un cigarrillo y se tira hacia atrás como si algo la hubiera asustado) Ayyyyyy, eso sentí (risas). No sólo eso. Me fui a Mar Azul para rever todos los libros y fue flor de trabajo porque se me removió toda la historia. Fue un trabajo de distancia con la anécdota de cada poema o de cada libro. Es el día de hoy que no me acostumbro, que no puedo agarrar el libro. Quizás la editorial estaba más segura que yo con la publicación de este libro. Fueron muy interesantes las devoluciones que tuve. Ayer me llamó Griselda Gambaro y Perla Rotzait me mandó un mail en el que termina diciendo que hace una reverencia ante mi obra reunida.
–¿Qué lugar siente que ocupa dentro de la poesía argentina?
–Soy un nombre dentro de los muchos nombres de mi generación, que ha sido una generación muy fuerte, sobre todo de mujeres. Por supuesto reconozco ese lugar, sé quién soy y no me la creo, en el sentido de que sólo sé quién soy, pero junto con mis pares. Yo soy igual a Diana Bellessi, María del Carmen Colombo, Mirta Rosenberg, Alicia Genovese, Mónica Sifrim, Mónica Tracey: todas las poetas que antologué (en Poetas argentinas, en Ediciones del Dock) son mis pares.
–¿Por qué su generación dio tan buenas poetas a diferencia de otras?
–A mi entender fue un tema sociológico, porque fue la generación que se destapó en los años ’80 respecto de lo que se predicaba en los ’60. Y nada mejor que la poesía para ese “salir fuera de la casa” y sentirse mujer afuera y adentro. Fue cuando se empezó a discutir y a reflexionar mejor que en los ’60, sin esa cosa ortodoxa, acerca del lugar de la mujer, la voz de la mujer. Pero si hacemos un poco de historia, la verdad no podemos negar Un cuarto propio de Virginia Woolf o que Yourcenar y Duras vivían de su escritura, como tantas que tenían su lugar y lo siguen teniendo.
La poeta usa como escudo protector la ironía. “Si me sacás con la papada, te mato”, le dice al fotógrafo, amenaza que se diluye en una sonora carcajada de Gruss, que de pronto se pone un sombrero traído de unas vacaciones en Bahía (Brasil) y juega con su imagen duplicada en el espejo, como si reprodujera esa mitad de la verdad que refiere el título de su obra reunida. “Creo que evolucioné en el lenguaje, me abrí mucho –explica–. Nunca estuve segura, pero ahora me sentí mucho más segura que con el primer libro. Siempre el primero es el debut de fuego, pero cada vez que sale un libro siento una pavura... Pero en serio, todavía no puedo leer y analizar este bodoque en conjunto. A mí me cuesta mucho hablar sobre mi escritura. Es algo que lo dejo para los demás. Creo que tengo que escribir para hablar de eso.”
–Sería una escritura que remite a otra escritura...
–Claro, pero en el libro Cómo se escribe un poema hay muchos poetas que saben hablar maravillosamente bien acerca de su proceso de creación. No sé si avancé o retrocedí, pero sí sé que fui ampliando el abanico de mi escritura. Lo fui abriendo a medida que fui escribiendo los libros, como si fueran guirnaldas japonesas. Yo no soy para nada programática, salvo las dos series del asma y la vista, que tampoco fueron programadas sino que las escribí de un tirón, no pensé que iba a escribir sobre eso, pero el tono lo elaboro muchísimo. Y sé el tono que quiero para cada libro. Cuando escucho el tono que era de un libro anterior, lo saco. Estoy permanentemente alerta a no hacer más de lo mismo, a no ser una fotocopia de mí misma, a no caer en el yeite de Irene Gruss.
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