Miércoles, 11 de febrero de 2009 | Hoy
LITERATURA › CARLOS GOROSTIZA Y LA PUBLICACIóN DE LA TIERRA INQUIETA
En su última novela, el dramaturgo y narrador cuenta una historia atravesada por inquietudes existenciales que apuntan a “intentar verse uno mismo en el mundo y preguntarse quién es uno, para qué está y adónde va”.
Por Hilda Cabrera
“El teatro es arremetedor”, dice el dramaturgo, director, narrador y en otro tiempo titiritero Carlos Gorostiza, aludiendo a las interrupciones que le genera el teatro cuando está embarcado al mismo tiempo en una novela. Le ha sucedido, pero no con su reciente La tierra inquieta, aun cuando en 2008 estrenó El alma de papá, en el Teatro del Pueblo. Editada bajo el sello “C I capital intelectual” por Le Monde diplomatique (cuya edición Cono Sur dirige Carlos Gabetta), La tierra... fue escrita “de un tirón”, y es así como se la lee, por su transparencia y su crescendo. Que las situaciones se visualicen aquí a la manera de escenas no resulta extraño en este autor: “No hay novela sin escenas, y ésta tiene el ritmo del cine”. El texto parece contar con varios narradores, incluida una cámara, pues la historia arranca con un encuentro sentimental entre fotógrafos, un maduro Egon Krupp, argentino descendiente de alemanes, y la joven Mona. Entrevistado en su luminoso departamento con vista al Botánico, Gorostiza ríe de esta apreciación y confiesa que existe un único narrador, él mismo, quien, a veces, no interfiere por pudor.
–¿A qué se debe el deseo de ser protagonista, tan imperioso en Egon?
–A no quedar convertido en un “miserable testigo”. Egon es un personaje desesperado, duda de él, reconoce en cambio a Mona como a una protagonista de la vida.
–¿Ser sólo testigo es sinónimo de fracasado?
–Para Egon sí: él desmerece la calidad de testigo. Por eso trabaja en zonas de guerra. Su actitud es diferente de la que manifiesta su amigo Otto Krebs, a quien estas cuestiones no le preocupan. Estos personajes tienen apellidos de criminales. Lo recuerdan ellos mismos: los Krupp fabricaban y vendían armas, y Krebs –que en alemán significa cáncer– era también el apellido de un conocido dirigente nazi.
–¿Equipara el hecho de ser protagonista a vivir necesariamente en peligro?
–Es “ir al frente”, no permanecer aislado de la realidad, reconocerse parte de la sociedad y de sus problemas, y desde dentro de la sociedad, desde lo humano. Hace tiempo escribí un poema en el que un hombre miraba cómo pasaba la gente desde detrás de un vidrio. Estaba en un bar, y todos esos que desfilaban le parecían iguales. Este hombre buscaba ver el rostro de Dios y no lo encontraba. Esa angustia está en el desesperado deseo de Egon y en algún momento en las reflexiones de Javier, el joven que recupera la Nikon que le arrebatan a Mona en la calle. Egon es un personaje misterioso al que pone en blanco y negro Celina, amiga y ex amante del fotógrafo; un tipo de mujer que entrega todo y no espera recibir. Pienso, como me lo ha dicho una amiga lingüista, que esta problemática de ser o no ser protagonista es hoy un asunto vital, porque los hechos se abalanzan sobre uno y nos ponen ante la disyuntiva de qué hacer: ¿me quedo calladito o intervengo?
–Relacionándolo con su poema, ¿ese compromiso supone una aspiración metafísica? ¿Qué significa querer ver el rostro de Dios?
–Intentar verse uno mismo en el mundo, preguntarse para qué está uno... En La tierra inquieta se lo pregunta también Javier, que es joven, jugador de rugby y con inquietudes existenciales. Pienso que ese deseo se intensifica con el paso del tiempo, con la cercanía de la muerte, porque uno ha vivido mucho y sigue sin saber quién es y adónde va. Hubo épocas en que me importó muchísimo lo concreto del “diario hacer” y reflejar situaciones de pobreza y explotación, de maldad, indiferencia o falta de responsabilidad...
–Temas centrales en muchas de sus piezas de teatro...
–Sí, aunque esto de la idea de Dios está en obras de hace décadas, como El pan de la locura (de 1971). Creo que es más fuerte cuando uno asume responsabilidad ante la vida y no sólo ante la sociedad. Entonces uno se pregunta dónde está Dios. En la novela, Javier menciona un verso de Enrique Santos Discépolo.
–Irónicamente...
–Pero con mucha verdad. “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?” es de Canción desesperada, otra genialidad de Discepolín, que tenía muchas y le brotaban durante la charla. Yo era amigo de su hermano Armando y lo conocí bien. Era muy conversador. Un día, hablando de la gente de tango, dijo que era “gente señalada, pero no con un dedo sino con un salamín”. Era tan certero en sus comentarios. En una ocasión me preguntó cómo y dónde escribía: si utilizaba una mesa, un escritorio... Esas no eran sus costumbres. Se le ocurría algo y escribía donde se encontraba: la calle, una cocina, un café... No le gustaba el encierro de un escritorio, tampoco la quietud. La nerviosidad del cuerpo y el pensamiento era muy suya. Todo lo contrario de Armando. La idea de Dios está en los versos de Discepolín. No hace falta ser religioso para que aparezca. Es una manera de enfrentar un conocimiento que no va más allá de la experiencia.
–¿Temor al vacío?
–Es que sólo conocemos lo que nos rodea a diario; para lo demás, inventamos. Necesitamos muletas que nos ayuden a transitar el camino.
–Le ha sucedido encontrarse fuera de su estudio y sentir la necesidad de registrar de inmediato un pensamiento, una escena...
–Eso no es para mí: no es una inspiración la que me lleva a escribir, sino que escribo y entonces aparece la inspiración. Hice la prueba con los sueños. Me despierto y digo ¡qué bueno esto!, y lo anoto, pero después lo leo y me resulta espantoso, descabellado. Lo coherente y al mismo tiempo lanzado y fuerte nace con el trabajo.
–¿A qué otros poetas recuerda de aquel tiempo?
–¡Tantos! No olvido a Raúl González Tuñón ni a Cátulo Castillo. Yo era un pibe cuando un día, en un bar que estaba frente al Teatro Smart (que después fue Blanca Podestá y se encontraba donde hoy se levanta el Multiteatro), tuve la suerte de que Aníbal Troilo “Pichuco” me cantara al oído versos de Discepolín (“Te duele como propia la cicatriz ajena/Aquel no tuvo suerte y esta no tuvo amor...”). Acababa de componer este tango con versos de Homero Manzi en homenaje a Enrique Santos, que había muerto. En esa época se formaban círculos de poetas, escritores... Conocí al poeta y narrador guatemalteco Miguel Angel Asturias, a Rodolfo Walsh... Mi agenda es tremenda, porque está muy tachada. Algunos no eran totalmente amigos, aunque los quise mucho y para mí siguen vivos, como el actor Carlos Carella. Era difícil penetrar en su “indiosincracia”, como le decía yo bromeando.
–¿Por eso se rodea de fotografías?
–Lo charlábamos estos días con mi mujer Teresa Escalante, a la que dedico La tierra inquieta, porque ella es protagonista de la vida. Tengo fotos de Carella, Ulises Dumont, Bárbara Mugica, Emilio Alfaro, David Stivel... Aquella chica que está allí, de espaldas, es Alejandra Boero, en una escena de El momento de tu vida, de William Saroyan, y el que está a la derecha soy yo. Ensayábamos en el sótano de un café de la Avenida de Mayo. Estrenamos en el Teatro Lasalle cuando mis compañeros creían que yo era actor.
–¿Y no lo es? Fue muy festejado en un tributo que le brindaron tiempo atrás sus colegas. Entonces se proyectó un video sobre una escena de El acompañamiento, donde interpretó a Tuco, el aspirante a cantor, y Roberto “Tito” Cossa compuso al quiosquero Sebastián.
–La gente se divirtió viendo a Tito con una gorrita y a mí con un chambergo y una chalina. Es increíble lo que pasa con esa obra. Ahora me piden autorización para estrenarla en Eslovenia y ya la presentaron en Sudáfrica y Finlandia.
–Tal vez porque toca sentimientos básicos, como los que llevan a Egon a convertirse en fotógrafo de la exclusión, la pobreza y la guerra.
–Escribí La tierra... con mucha sangre y tuve muy presente un texto del español Antonio Machado recogido en un capítulo de Juan de Mairena, su profesor apócrifo, donde Mairena-Machado le pide a un alumno que escriba en la pizarra “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” y traduzca esa frase a lenguaje poético. El alumno escribe “Las cosas que pasan en la calle” y el profesor lo aprueba. Eso me recuerda una situación vivida con Armando Discépolo. Me preguntó que me parecía un autor que hoy prefiero no mencionar: ¿Te gusta como escribe? –No, le respondí. –A mí tampoco –dijo él–, porque escribe difícil. Entonces hizo una pausa y añadió: No puede escribir fácil porque es difícil.
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