LITERATURA › ENTREVISTA CON EL ESCRITOR Y EX VICEPRESIDENTE NICARAGÜENSE SERGIO RAMIREZ
“En Nicaragua zumban moscas y balas”
El narrador, que presentó en Buenos Aires su novela Mil y una muertes, habla de libros y de revoluciones. Califica la experiencia sandinista, de la que participó, como “un absoluto fracaso”.
› Por Angel Berlanga
Este hombre, uno de los ni-caragüenses revolucionarios que derrocaron a Somoza en 1979, dice ahora que es impensable gobernar dejando a un lado al FMI. Este hombre, que fue vicepresidente del gobierno sandinista, dice que aquella revolución fue un completo fracaso. Y les recomienda a sus alumnos de literatura, en las clases que da por Maryland, o Boston, o Los Angeles, que no se metan en política. A la que jamás volvería, dice este hombre, Sergio Ramírez, y algo de eso destila el libro sobre el que vino a hablar en Buenos Aires y Montevideo: Mil y una muertes. En este texto él mismo es tan personaje como el fotógrafo Castellón, cuya huella detectó por primera vez en una escapada al protocolo durante una visita oficial a Varsovia, cuando azarosamente dio con una exposición de imágenes tomadas antes y durante la ocupación nazi de esa ciudad. La reconstrucción –vía eficaz estructura– de la vida de este personaje nacido en 1854 en León, la antigua capital de Nicaragua, plantea un recorrido que abarca la historia fundacional de ese país, celebridades como Rubén Darío, Turgueniev, Flaubert, George Sand y Chopin, y el registro de las peores atrocidades que debe fotografiar mientras es prisionero de un comandante alemán durante la Segunda Guerra: Mil y una muertes.
En la entrevista con Página/12, Ramírez se cruza de brazos y dice: “Utilicé circunstancias de mi propia vida que luego deslizo hacia la ficción”. Y explica que es cierto que mientras estaba en París, en 1991, todavía como dirigente sandinista, también se extravió y fue a parar a la dacha (casa de campo) que se hizo construir Turgueniev. “Me pareció que era posible utilizar esos azares del destino como artilugio para darle entrada a la imaginación, para volverla más coherente con la realidad: poner en evidencia lo probable es una tarea muy importante del novelista”, postula, y subraya su pasión “por asimilar fotografías y después tratar de escribirlas”; la edición publicada incluye un puñado de fotos que corresponden a personajes, lugares y situaciones, algunas reales y otras ficticias. Ramírez asegura que la búsqueda de las imágenes fue tan apasionante como la escritura y que le hubiera gustado, como fotógrafo, asomarse a la ventana del desván abandonado por la que se veía, después de la autopsia, el cadáver del narrador ruso.
–Una de las características principales de su personaje es su condición de “testigo”; ante la muerte, su fotógrafo registra, sin plantearse ningún tipo de intervención. Y usted ha planteado que existen límites a esa “no intervención”. Lo cual podría desembocar en su papel en la revolución sandinista. ¿Qué pasó con ese rol activo?
–Viéndolo en retrospectiva, un intelectual entra en un proceso revolucionario un tanto como testigo. Porque nunca tiene la foto perfecta, la que quisiera tomar, y entonces es un testigo esencial, y obviamente partícipe, nadie puede eludir su responsabilidad involucrándose en un proceso tan complejo. Quizá el intelectual tiene una visión más crítica que los verdaderos ejecutores de una revolución y quisiera acomodar a los participantes de una manera diferente.
–¿Varió, en los últimos años, el rol de los intelectuales respecto de involucramientos como el que tuvo usted?
–Sí, porque han variado los motivos del compromiso de los intelectuales. Me parece que antes tenían un rol más ecuménico frente al mundo y ahora tenemos, quizá, roles más particulares, respecto de la globalización o la destrucción del planeta. Antes era todo una sola cosa; los intelectuales se comprometían con las grandes causas políticas. El último gran parteaguas fue la revolución sandinista, aunque el verdadero fue la cubana, ante la que los intelectuales fueron decantándose a favor o en contra.
–¿Y qué pasó con su intención de cambiar el mundo?
–Es que a mí me parece que uno quiere cambiar el mundo cuando tiene 20 o 30 años: ésos son los límites. Quizá 35. En la medida en que los años pasan, y habiendo vivido una experiencia tan profunda como la de la revolución, puedo decir eso. Porque yo comprometí mi vida y todo lo que era para cambiar el mundo, empezando por cambiar mi país... Yo considero ese proceso un fracaso en todo sentido. Frente a la realidad y la experiencia, uno se va llenando de escepticismo. A pesar de eso, trato de ser entusiasta frente al futuro.
–Cortázar tenía más de 60 cuando se involucró...
–Bueno, él vivió los años épicos de la revolución, los mejores, antes de que empezara el proceso de deterioro y, finalmente, la derrota en 1990. Son cosas que Julio no vivió: imposible decir cómo las hubiera asumido. El venía de la experiencia cubana, que ya no dilucidaba públicamente, y le parecía que lo de Nicaragua era un experimento más fresco y novedoso que buscaba caminos diferentes.
–¿Es imposible pensar un proceso como ése hoy en América latina?
–No creo, porque todas las fuerzas de izquierda están comprometidas en procesos institucionales, democráticos. Hasta las antiguas fuerzas guerrilleras. La última guerrilla del siglo XX en América latina, la zapatista, nació desarmada, reivindicando a los indígenas y sin propósitos de tomar el poder. Se ha vuelto más bien un movimiento intelectual. Otras, como la colombiana, han degenerado en el narcotráfico.
–¿Y qué expectativas tiene en los gobiernos latinoamericanos autodenominados “de izquierda” que están hoy en el poder?
–La gente espera más sensibilidad frente a los pobres. Que puedan ser sujetos de un proceso político, no con esa ambición de las revoluciones de llevarlos al bienestar de la noche a la mañana, sino como sujetos verdaderamente sociales. La izquierda tiene que demostrar que puede gobernar en una situación democrática de institucionalidad y que puede ser honesta. Porque lo que la gente más extraña es la honestidad. Desde la perspectiva del que no tiene nada que perder es aceptable que los ricos de siempre sean deshonestos, pero es inadmisible que alguien que viene desde abajo, de las filas de los trabajadores, sea corrupto. Eso es lo que está en prueba en Brasil, con los casos denunciados. El experimento de Lula es el que considero más puesto a prueba.
–¿Cómo es esta izquierda con respecto a la de los años ’70 u ’80?
–Antes no medíamos posibilidades, medíamos ideales. Los gobiernos de izquierda ahora miden posibilidades, porque tienen que resolver problemas dentro de parámetros a los que no pueden escapar. Cuando nosotros tomamos el poder en Nicaragua, el FMI eran aquellos demonios lejanos: podíamos rehacer el mundo sin ellos, o a pesar de ellos. Hoy eso no es posible.
–¿Y no teme que estos gobiernos de izquierda sean un capítulo más en el ensanchamiento de las brechas sociales?
–Me parece que ésa va a ser su gran prueba. Al menos desde el poder la izquierda puede hablar de grandes experimentos sociales; los neoliberales son muy ajustados en sus líneas, estabilidad financiera, recortes del gasto social, acumulación, esos propósitos que a largo plazo no han dado resultado. Pero de repente un gobierno de izquierda como el de Lula puede decir “cero hambre”: eso es un ideal, metido dentro de unos parámetros ya fijos. Es una intención nueva que se pone en marcha y toma en cuenta a los más pobres, aunque es imposible de cumplir en cuatro u ocho años.
–Ha dicho: “Siempre me ha fascinado la manera en la que el poder afecta a la gente”. ¿Cómo lo afectó a usted?
–Mira, al principio para mí la gran fascinación era la toma del poder, es lo que más me embrujó. La conspiración, la ansiedad, las grandes sorpresas que tiene un proceso de toma de poder revolucionario en medio del combate. El día de la victoria, que no sabes nunca cuándo va a llegar, fue un gran acertijo. Mientras yo estaba en León, y al día siguiente iba a huir Somoza, pensaba que eso iba a ocurrir dentro de dos o tres meses, no sé. Y luego, los primeros días en el poder, cuando todo es nuevo y está por hacerse... Para alguien que no tiene experiencia de mando y está comprometido en muchas cosas a la vez, no es algo normal: las propiedades de Somoza están cayendo en manos del Estado, los campesinos se reparten la tierra entre ellos... Pero a medida que el tiempo pasa el poder va entrando en el orden que tiene que entrar, jerarquías, burocracia, oficinas públicas, despachos, y eso es bastante aburrido, rutinario. Y por más que se trate de una revolución, no es cierto que uno esté en la calle siempre, tocando los problemas de la gente. Se va creando una sensación de aislamiento y alejamiento, uno entiende la realidad por lo que lee o le dicen otros. Cuando me pregunté qué me dejó el poder con la literatura, yo dije “nada”. Lo que recuerdo es la burocracia. Pero para un novelista es fascinante la experiencia del poder, que no es lo que está frente al público, sino lo que se vive dentro, aun en una revolución: hay disputas, gente que quiere sacar la cabeza y se la bajan... Las corrientes subterráneas que se mueven alrededor del poder son eternas...
–“Nicaragua, el insólito país donde nací.” ¿Por qué insólito?
–Bueno, muchos nicaragüenses dicen no solamente insólito, sino irredento. Un país que nunca encontró la paz y siempre está buscando algo en medio de grandes conmociones de violencia, dictaduras, revoluciones o caudillismo, como el que hay ahora. Y es insólito a lo largo de la historia: cuando Colón, en el cuarto y último viaje, recorrió la costa del Caribe y de Nicaragua, iba buscando el paso a las Indias entre los dos océanos. Creía que llegaba a Catay. Cuando pasó por la desembocadura del río San Juan, que desagua en el gran lago de Nicaragua, no se dio cuenta de que estaba frente a lo que buscaba: por allí se llega a divisar la franja hacia el Pacífico. Eso es insólito, ¿no? Y así, el país siempre pasa frente a lo que está buscando y no lo halla. En Nicaragua siempre están zumbando las moscas y las balas: la pobreza y la guerra.
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