Viernes, 5 de junio de 2009 | Hoy
LITERATURA › WILLIAM OSPINA, GANADOR DEL PREMIO DE NOVELA ROMULO GALLEGOS
Con El país de la canela, el escritor obtuvo por unanimidad el llamado “Nobel Latinoamericano” que otorga el gobierno venezolano, uno de los galardones más respetados de las letras hispanoamericanas desde que consagró a Mario Vargas Llosa.
Olvidados por la historia, los perdedores son los niños mimados de la literatura. El narrador, poeta y ensayista colombiano William Ospina, uno de los “hijos dilectos” de Gabriel García Márquez, emprendió hace unos años la titánica empresa de escribir una trilogía de novelas basadas en las primeras expediciones que hicieron los “adelantados” europeos al Amazonas, allá por el siglo XVI. Con una paciencia rayana en la obsesión, hurgó en las desventuras de Pedro de Urzúa, Francisco de Orellana y Gonzalo Pizarro, entre otros. Quiso averiguar cómo fue ese choque entre el pensamiento histórico de los conquistadores y el pensamiento mágico del mundo indígena. A medida que avanzaba por esos laberintos poco explorados, tuvo la certeza de que los derrotados tienen tanto peso en la historia, un encanto tan particular, que a la larga siempre encuentran quien logre eclipsar esa sucesión de traspiés en un pequeño triunfo, gracias a las páginas de tres libros donde emergen voces mestizas y se recupera la conciencia de los indígenas. A veces, a merced de los premios, la peripecia se completa con una victoria literaria con todas las letras. En mayúscula. Con la segunda entrega de esta trilogía, El país de la canela (Norma), el escritor de “los perdedores” ha ganado por unanimidad la XVI del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, “el Nobel Latinoamericano” que otorga el gobierno venezolano, uno de los galardones más respetados de las letras hispanoamericanas desde que en su primera edición fuera obtenido por el peruano Mario Vargas Llosa, con La casa verde. Pero esta ocasión se vio teñida por la controversia tras la decisión de varios autores venezolanos de retirar sus obras del concurso con el argumento de que ha “bajado el nivel” y hay un presunto “sesgo ideológico”.
Presidido por la mexicana Elena Poniatowska, ganadora de la pasada edición con El tren pasa primero –ausente durante la lectura del fallo debido a “problemas de salud”, aunque participó en las deliberaciones vía telefónica y a través del correo electrónico–, el jurado para esta edición lo integraron la escritora argentina Graciela Maturo, el ensayista venezolano Humberto Mata, el narrador cubano Miguel Barnet y el poeta venezolano Enrique Hernández De Jesús. Durante la lectura del veredicto en la sede caraqueña de la Fundación del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Cerlag), organizadora del premio, Maturo destacó la alta calidad de las obras presentadas y dijo del libro de Ospina que “se trata de una lectura interpretativa de los primeros viajes de los europeos por el continente con una fuerte proyección hacia el presente”. La escritora argentina subrayó que la “excelencia literaria” de El país de la canela reside “en una sólida estructuración de los capítulos, su fluido lenguaje y su vuelo poético”. Además de ponderar “la ajustada eficacia narrativa así como su capacidad de atraer al lector”, señaló que la novela premiada –que se impuso sobre 273 novelas de 21 países– es una obra “inspirada en discursos coloniales, los de Fernando González de Oviedo, admirado maestro del personaje narrador que no escatima crudezas en los aspectos más criticables y brutales de la gesta hispánica sin caer en burdas simplificaciones”. Al finalizar la lectura del fallo, Maturo hizo hincapié en que el mensaje de la novela “supera dicotomías tales como hispanismo e indigenismo y abarca las contradicciones con espíritu humanista, y asienta una ética de respeto a la cultura del otro”.
Recientemente, en la Feria del Libro de Madrid, donde presentó la novela ganadora, Ospina aseguró que se propuso “recuperar la conciencia de los indígenas sobre lo que fue ese choque cultural” para arrojar una mirada más compleja de esos hechos “sin maniqueísmo”. El escritor colombiano adoptó la piel de un mestizo, hijo de un español y de una indígena de Santo Domingo, para explorar la perspectiva de la conquista de América desde la sensibilidad de alguien que pertenece a los dos mundos. El próximo 2 de agosto se celebrará en Caracas la entrega oficial de este galardón bianual, consistente en una medalla de oro y 100.000 euros, además de la publicación de la obra ganadora en una edición que circulará sólo en Venezuela. El premio fue creado en 1964 por el entonces presidente Raúl Leoni para honrar la obra de Gallegos, autor del clásico costumbrista Doña Bárbara y quien también fue jefe de Estado de Venezuela. El premio, que cumple 45 años, lo han ganado Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, los españoles Javier Marías y Enrique Vila-Matas, el colombiano Fernando Vallejo, el mexicano Carlos Fuentes y el chileno Roberto Bolaños, entre otros.
De mirada recia y gestos duros de roer, el escritor de 55 años (nacido en Tolima, Colombia, en 1954) se puede jactar de esa naturaleza anfibia que le ha permitido nadar por las aguas de la poesía, el ensayo y la narrativa. Ha publicado, entre otros, El país del viento (Premio Nacional de Poesía de Colombia, 1992), Los nuevos centros de la esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas 2003), Las auroras de sangre, La decadencia de los dragones, Esta tarde para el hombre, América mestiza y Ursúa, la primera entrega de su trilogía en la que recupera la vida de aquel conquistador, contada desde la perspectiva de uno de sus amigos. En El país de la canela, el mismo narrador deshilvana su propia vida; en la tercera, La serpiente sin ojos, cuenta lo que ambos hicieron, Ursúa y el narrador. “Si me preguntaras si quiero que se sienta o no la presencia de García Márquez, te diría que prefiero que se sienta –admitió en una de sus primeras visitas a la Argentina ante Página/12–. Me sentiría mal escribiendo después de García Márquez y que la inmensa labor literaria, de creación y de renovación del lenguaje que él logró haya sido vana para mi propia experiencia literaria.” Convencido de que algunos grandes autores latinoamericanos recientes han abierto puertas nuevas para mirar nuestra realidad –entre los que incluye a Borges, Arguedas, Juan Rulfo o Vargas Llosa–, Ospina los ve “no como el final de un proceso, sino como el comienzo de uno nuevo”.
El escritor colombiano suele comentar que los historiadores escriben libros de historia para que los escritores se los cuenten a la gente. Algo de esta ironía está presente en su trilogía. “No podemos ver la Conquista como la labor de los paladines de la civilización contra unos pueblos bárbaros. Menos podemos tratar de invertir el proceso: contar la historia meramente como un genocidio sobre unos pueblos que vivían en una situación idílica. Se trata de ver la complejidad del proceso, y para mí, que ya no trataba de hacer un ensayo sino una novela, era menos importante hacer un discurso sobre lo que pasó que tratar de vivirlo, mostrarlo tal como pasó, por lo menos contarlo por alguien que lo había vivido.” Contar la conquista desde un solo ángulo, según Ospina, no permite habitar verdaderamente América. “Trato de hacer el juicio más severo de lo que fueron los excesos de la Conquista –explicó el escritor–. Pero no ignoro que lo escribo en castellano, que es mi lengua y que es nuestra sólo por la Conquista; que pertenecemos irrenunciablemente al mundo europeo, pero también al mundo indígena y americano, y que cualquier pretensión hoy de mirar las cosas sólo desde un ángulo, perspectiva o maniqueísmo, no nos permitirá entender lo que pasó ni verdaderamente habitar el mundo americano hoy.”
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