LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA Y TRADUCTORA MARíA MARTOCCIA
En los cuentos incluidos en Caravana, la autora condensa sus experiencias en Inglaterra, Yemen, Marruecos y Malasia, entre otros lugares en los que vivió. Ahora radicada en San Marcos Sierra, Martoccia se define como “una entusiasta de la decepción”.
› Por Silvina Friera
Lutan habla hokien, uno de los cinco idiomas chinos, y está casada con un inglés. Ella cree que los idiomas son acentos diferentes que se contagian con el tiempo. Suele sentarse en posición de loto y parece que no hace nada, que nada le gusta de la cultura inglesa. Esa “rareza”, según los ojos que la miren, esa aparente inmovilidad, es un campo apto para el cultivo de las sospechas y los prejuicios. Sólo tiene un defensor vehemente, Malcolm, que abomina del cliché de que los occidentales hacen algo. “Tenemos una memoria obsesiva –repetía–. Hacemos para recordar. En Asia son muchos más prácticos. Saben que hay olvido.” En esa pátina de cuidado por el detalle, en ese juego por la morosidad de cuestiones un tanto triviales, en ese modo de sondear el abismo o ese filo de la navaja que conduce de la ambigüedad a una percepción “fuera de lo común”, distorsionando lo observado, en ese delicado lenguaje, esculpido por una orfebre obsesiva, que destila a cada paso ironía, radica la originalidad de los doce relatos de Caravana (La Bestia Equilátera), primer libro de María Martoccia publicado en 1996, que afortunadamente se acaba de reeditar. Son cuentos que condensan las peripecias vitales de la escritora por Inglaterra, Yemen, Malasia, Tailandia y Marruecos.
Los personajes, exceptuando a Lutan, claro, adquieren un espesor marcado por la sociabilidad. Hablan con los otros, como si vivir en un lugar extranjero fuese el comienzo de muchas otras cosas. Pero a veces ni necesitan moverse del lugar donde nacieron para afilar la lengua con sus ocasionales interlocutores, especialmente cuando abunda la cerveza, como la memorable protagonista de “La señora de Copacabana”: “Usted sí que empina, como decimos por aquí. No se ofenda. A mí me gusta la gente que toma. Yo tomo. La gente que no necesita ahogar sus penas no vale nada. El alcohol es bueno. Tiene mala propaganda, eso es todo”. ¡Salud por esta adorable criatura y otras no tan adorables sino más bien perturbadoras, como el viejo nacionalista Mr. Black, o esas hermanas solteronas, Irene y Marta, que se deshacen de todos los muebles y objetos hasta dejar la casa vacía! En el comienzo de “Las réplicas”, Marta se saltea páginas de la novela que está leyendo, para espanto de su hermana. Y dice: “Todos los libros deberían entenderse, aunque uno los empiece por la mitad. Así es como entramos en la vida de la gente y nos vemos obligados a comprenderla. Nadie cuenta desde el comienzo”.
Viajar también puede ser garantía de desilusión. Quizás el asombro por el cambio de paisajes sea una chispa volátil que pronto se disipa. Bien lo sabe Martoccia, que reparte su tiempo entre San Marcos Sierra (Córdoba), el pueblo donde vive desde hace diez años, y Buenos Aires. La autora de las novelas Los oficios y Sierra Padre, ambas ambientadas en la provincia cordobesa, le confiesa a Página/12 que tiene ganas de cambiar de aire. En estos días está terminando de escribir su próxima novela, cuyo título provisorio es Las desalmadas, que también transcurre en las sierras de Córdoba, una historia cuyo disparador es la relación entre una madre y una hija enferma. “Espero con esta novela despedirme de las sierras y cambiar de escenario. Tendría que cambiar el lugar donde vivo. Hay algunos detalles técnicos que tengo que resolver, pero supongo que voy a empezar a dar vueltas pronto”, promete la escritora y traductora. ¿Cómo mira ahora sus primeros relatos, a trece años de haber sido publicados? “No vuelvo a leer lo que escribo –afirma–. Una vez que termino un libro no me interesa en absoluto, porque a mí me gusta escribir más que leerme. Escribir es mi momento de mayor felicidad; por supuesto que después quiero hacer algo con eso, que lo lean, darle vía, pero no vuelvo a leer lo que escribo.”
–¿Buscó experimentar con el castellano como lengua traducida, como han señalado la crítica, en los cuentos de Caravana?
–No, no lo busqué, ni me lo propuse. Yo no me propongo nada cuando escribo. En ese momento estaba viviendo en distintos países y esos relatos reflejan esa etapa de mi vida. La literatura es lo más íntimo que uno tiene y da cuenta de uno como no da cuenta nada. Lo más verdadero que tengo es la literatura. A mí me gusta mucho saber manejar el material autobiográfico; en lo que escribís están tus emociones.
–En muchos relatos llama la atención lo verborrágicos que son los personajes, parece que no pueden dejar de hablar...
–Cuando uno está fuera del país a veces tiene que vivir en lugares rarísimos, y te podés sentir un idiota porque, aunque hables un poco el idioma, hay cosas de las que quedás excluido. O sólo podés decir, por ejemplo, “está lloviendo”. Y repetís eso veinticinco veces. Por más que uno tenga una cultura y un idioma, en el extranjero sentís que tenés que demostrarlo todo el tiempo porque pareciera que no lo tuvieras. Cuando decís una frase, se ríen por tu acento y eso es normal. El acento extranjero provoca la risa del otro. Cuando estás en otra cultura, te sentís perdido y hay una afirmación de lo tuyo. Pero el efecto que produce es maravilloso porque ahí te das cuenta de que todo es una estructura ficticia. Y es muy lindo porque lo tuyo no vale nada y lo otro tampoco; sólo es un sistema que dura un rato, pero que te hace tambalear. Puede ser que sea como vos decís, que mis personajes hablen mucho. Quizá sea el recurso que encuentro en estos cuentos, un recurso de verborragia de los personajes. Igual, a mí el registro de lengua me gusta mucho y lo trabajo con intención. Me gusta tener el registro de lo que consideramos “el hombre de la calle”, por decirlo de alguna manera, porque me gustan mucho las palabras, que todo tenga su armado. Es un trabajo de orfebrería.
–¿Recuerda de dónde viene ese desapego hacia los objetos que tienen las hermanas Marta e Irene en el cuento “Las réplicas”?
–Quizás eso salga de que yo tengo un gran desapego hacia los objetos. No se escribe sin ideología ni pensamiento.
–¿Ese desapego vital le resulta estimulante para escribir?
–No sé si para escribir. Antes que escribir, vivo. A mí me sorprende mucho la gente que decora los lugares donde vive, me provoca asombro esa ocupación. Si vos me decís que ese sillón queda mejor ahí (señala el sillón que está en el living), a mí me parece que el sillón está como si fuera un árbol. Hay un montón de cosas que no hago. Tener poca domesticidad me ayuda mucho a pensar. No digo que sea la fórmula perfecta, pero a mí me funciona. Estoy muy focalizada en la escritura y la traducción. Escribo cuando quiero, cuando tengo ganas, pero cuando escribo lo hago muy intensamente. La gente está ocupada en muchas cosas. La cantidad de intereses que tienen... ¿Pueden estar interesados en tantas cosas? ¡Qué bárbaro! Bueno, puede ser... evidentemente es.
–Algunos relatos, como “Mr. Black”, remiten a Saki por esa frescura tan irónica.
–¡Ojalá! Saki es una de mis lecturas de los clásicos ingleses. Siempre vuelvo a Saki y a Orwell. Casi no leo en castellano y probablemente eso se nota en mi escritura, pero no escribo en inglés.
–Habría un desdoblamiento: la lectora lee en inglés, la escritora escribe en español.
–La lectora lee en inglés porque los autores que me interesan son ingleses en su mayoría, y norteamericanos y franceses. Leo en la lengua de los autores, al menos que la traducción sea muy buena, pero prefiero leer el original. Me interesa mucho Guimaraes Rosa, y ahora estoy tratando de leerlo en portugués porque hasta que no pueda leerlo en su idioma no puedo decir que lo conozco. El trabajo de traducción me encanta, es de lo que vivo y lo que hago todo el tiempo.
–Aunque queda claro que escribir y traducir no sea lo mismo, ¿hasta qué punto la escritura, como la entiende usted, tiene algo de traducción?
–Cuando escribo, yo no veo las imágenes, me dejo llevar por la cadencia de la frase. No me represento, no es que imagino y lo traduzco en palabras. Yo lo pongo en palabras directamente. Supongo que igual en algún sentido escribir es traducir emociones, ideas, pero no soy consciente de eso ni lo quiero ser. Una de las cosas que más me molesta es cuando la gente me dice: “¡Cómo me divertí con lo que escribiste!”. Yo inmediatamente pienso: ¿cómo pudo divertirse con esa porquería? Estoy convencida de que lo que digo es terrible y horrible, que lo que transmito es desencanto, decepción. Es lo que yo quisiera. Y a lo mejor no me sale y soy mucho más optimista, lo que me provocaría un espanto terrible (risas).
–¿Por qué?
–Para mí es una tortura, para mí hay una parte de lo que transmito que es horrible. Siempre me digo que hay un malentendido en este asunto de que es divertido lo que escribo. Pero si hay malentendido en todo, ¿por qué no lo va a haber en la literatura y por qué tendría que exigirles a los demás que vean el espanto que veo yo? Pero yo veo el espanto. Estoy convencida de que soy una entusiasta de la decepción. En algunos autores como Orwell o en Wilcock se ve muy bien la decepción, pero se nota que yo no lo logro, lo disfrazo, hago chistes, o no sé qué es que provoca esta confusión. Las cartas están echadas a esta altura. Uno siempre escribe sobre lo mismo, si es que puede.
–¿Este pesimismo le viene de la experiencia de viajar, de insertarse en otros lugares, de haber entrado en contacto con otras culturas?
–No, me parece que es anterior, aunque puede ser que la experiencia de los viajes lo haya acentuado. El viaje te distrae un rato, las culturas ordenan el mal y el bien de un modo muy distinto. Y es muy lindo comprobar que lo que vos creías que estaba bien o mal cuando te vas a otro país, cambia. Y eso es lo que hace tambalear tus certezas. Los americanos quieren que los musulmanes tengan una sola mujer, o que hagan esto o lo otro, porque está bien lo que se considera “lo nuestro”. ¿Hasta dónde algo está mal o está bien? ¿Cuál es el límite del mal? Es muy poco lo que se puede decir que está mal. Vivir en otros países te sirve para darte cuenta de que se derriban casi todas las barreras. A mí me decepcionan más los valores, lo políticamente correcto.
–¿Por qué cree que la cultura occidental intenta imponer ciertos valores como si fueran universales?
–La cultura occidental es más débil porque es más moderna; la cultura oriental tiene miles y miles de años y no necesita imponer nada. Lo occidental está determinado por lo yanqui, que es un imperio de cuarta. A mí me interesa mucho la construcción imperial; últimamente estuve leyendo mucho sobre el imperio inglés en la India, cómo se manejaron para hacer la conquista. No hay ninguna duda de que los imperios se construyen a base de sangre y de muerte, que aplastan, el inglés, el romano y cualquiera. Pero el imperio inglés tuvo algunas cosas sumamente interesantes en la India. El imperio inglés, no por benevolencia, no por modernidad sino simplemente por curiosidad, respetó al otro. No porque eran buenos sino porque eran sumamente curiosos. Lo que produjo fue más interesante que aplastar al otro y anularlo. Pero la cultura occidental en bloque, en masa, necesita afirmarse, aplastar y negar al otro. La hoja de coca hace mal porque es cocaína, entonces el coqueo está prohibido. Esto es lo que hace el yanqui. Basta con ver a los yanquis en algún país de Oriente para escuchar que “no pueden tener siete mujeres porque eso está mal”; que “no se puede consumir opio porque el opio te hace drogadicto”. Una vez me pasó de llegar a un pueblo y ver a un nene discapacitado, concretamente con síndrome de Down. Ese nene era considerado un Dios, un elegido. Se lo tomaba como una manifestación divina porque era diferente en su discapacidad. Ante ese dolor, ante esa diferencia, la cultura transformaba en un Dios a ese nene con Down. Nosotros, ante lo mismo, lo encerramos en un colegio, una institución, o decimos que son iguales.
–¿Usted también desea ver cómo se desmorona Estados Unidos, como una de las protagonistas de un cuento?
–Siempre tuve la idea de ver caer al imperio yanqui. La parte inglesa que me gusta se ríe mucho de los Estados Unidos, aunque en mis últimos viajes a Londres pude comprobar cómo han caído bajo la influencia yanqui. Los ingleses son como la abuelita aristocrática que tiene un nieto exitoso en marketing (risas).
Aunque Martoccia dice que tiene 52 años, podría parecer casi diez años menor. Después de la escritura de Sierra Padre, cuenta que mantener el entusiasmo se le hace cada vez más difícil. “¿Y si la literatura se me vuelve hostil, que es lo único que no me es hostil? ¿Si ya se me terminó la voz, como un cantante? ¿Si ya no tengo nada más que decir? Es algo que puede pasar; de hecho va a pasar. Soy un desencanto total respecto de todo, pero al menos quiero que dure un poco más esta ficción, este jueguito en el que estoy metida. Que la literatura sirva para escandalizar, para remover, para angustiar.”
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