Miércoles, 24 de junio de 2009 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA COLOMBIANA ANGELA BECERRA
Flamante ganadora del premio Iberoamericano de Narrativa Planeta–Casamérica gracias a Ella, que todo lo tuvo, la autora da cuenta de su proceso de escritura y de las analogías que despierta la trama: los libros también enferman de soledad y abandono.
Por Silvina Friera
La serena belleza de Angela Becerra reposa en el lobby del hotel de Recoleta donde se hospeda. Para ganarle la pulseada al cansancio que acumula desde hace cuatro semanas, cuando empezó a viajar por Latinoamérica como flamante ganadora del premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casamérica con su novela Ella, que todo lo tuvo, pide otro whisky y sacude sus rulos con la gracia de quien intenta eludir las garras de esa fatiga sinuosa de la gira, como si no quisiera que en su cabeza se terminara de instalar la idea de que está extenuada. “Cuando tengo la presión baja, me hundo”, se excusa mientras cruza y descruza sus largas piernas buscando acomodarse en el sillón. No es la primera vez que visita Buenos Aires, pero se queja de que nunca ha podido “gozarla” tranquila.
La protagonista de su novela, Ella, es una escritora colombiana que, harta de los abusos de su abuelo, decide huir con su música a otra parte, a Italia, donde comenzará una nueva vida. Hasta que en un accidente, su marido y su pequeña hija desaparecen. No puede llorar y desatar ese nudo que la ahoga. La ausencia de las lágrimas no logra blindar la angustia y la desesperación. Ni siquiera puede escribir una fascinante historia que le contó su padre. De pronto viaja a Florencia y repara en que, al igual que ella, los libros también enferman de soledad y abandono. Se anota en un curso de restauración de libros antiguos. Si antes del accidente, de las pérdidas y de la soledad, escribía para mantener a raya el maldito desasosiego de no entender la vida, ahora recupera palabras desaparecidas de los libros que fueron víctimas del Alluvione en 1966, cuando las lluvias torrenciales provocaron que el río Arno se desbordara. Salvando las distancias, Ella tendrá “su propio Virgilio” en Lívido, un librero anticuario que pertenece a la raza de los solitarios, esos seres que a falta de compañía desarrollan la capacidad de emocionarse y percibir. Y sobre todo de comprender.
La escritora colombiana, que hace veintidós años que reside en Barcelona, cuenta a Página/12 que el germen de la novela comenzó en Florencia, en el 2004, cuando estaba escribiendo El penúltimo sueño. “Siempre tomo notas en una libretita; de todo lo que apunto uso pocas cosas, pero cuando algo vale la pena siempre vuelve a ti. Vi a una señora que había sido muy bella, pero estaba arrasada por una soledad y una tristeza terribles. Lo curioso es que la sigo y ella llega al bar, pide un trago, no se lo toma y mira a todos muy distante y se va sin pagar. Al día siguiente volvió al mismo sitio, y así durante cinco días. Ya me había imaginado toda la película, toda la historia. Escribí: ‘Aquí hay una historia de soledad’. En el bar había mucha gente bebiendo, pero nadie hablaba con nadie –-recuerda Becerra–. Sabía que me iba a implicar mucho emocionalmente con esta novela porque había decidido que la protagonista fuera escritora, pero además porque soy una persona apasionada que suelo vivir intensamente las novelas.”
Hay escenas que se quedan adheridas a la memoria. Cuando tenía 9 años, llegó el cartero a su casa de Cali (donde nació, en 1957) con una carta para uno sus hermanos, de un amigo que estaba estudiando arte en Florencia. “Mi hermano abrió la carta y empezó a leerla mientras almorzábamos. Eso era todo un acontecimiento; en aquella época, en el año ’66, que alguien cruzara el Atlántico y estuviera en Europa era un sueño. El amigo de mi hermano decía que acaba de ocurrir el Alluvione, que se había desbordado el río, y en la carta lo narraba con lujo de detalles.” Cuando avanzaba con el boceto de Ella, que todo lo tuvo, recordó el episodio del Alluvione y se dio cuenta de que encajaba con la novela: la mujer que había tenido una pérdida y la pérdida de todos esos libros antiguos. La escritora viajó a Florencia y se anotó en un curso de restauración de libros antiguos. Estuvo tres meses cursando, de las ocho y media de la mañana hasta las seis de la tarde. “Aclaré que no quería ser restauradora sino que era una escritora que estaba escribiendo una novela en que la protagonista es restauradora de libros antiguos. Tuve una charla con un restaurador, que se metió en la novela y pasó a llamarse Mauro Sabatini, que me explicó qué sucede cuando desaparecen las palabras, y que gracias al hierro que se queda impreso en el papel del cuatrocientos le pones las luces ultravioletas y aquello vuelve a leerse todo. Me propuso explicarme todo lo que quisiera saber, pero a cambio de que le explicara mi novela. Eso me obligó a crear sobre la marcha para que él me diera información. Yo le decía que como escritora si a un libro le faltaban veinte páginas y no se sabe qué ha pasado con los protagonistas tengo la necesidad de completar la historia. Me dijo: ‘¡No, es peccato mortale!’. Yo le dije: ‘Esto es ficción y lo voy a hacer’.”
–Hacia el final de la novela se subvierte lo que el lector creía que era un dolor “real” y aparece con fuerza la idea de que el dolor puede ser ficcional. ¿Cómo hizo para establecer este giro de ciento ochenta grados? ¿Estaba “planificado” desde el comienzo?
–Investigué mucho sobre lo que le pasa a la protagonista, incluso me asesoré con psicólogos. Sufren mucho porque para ellos todo lo que les pasa es real. Nunca puedo escribir una novela sin saber el final porque ya sé que una novela crece y te manipula, te manosea. Y si tú no sabes el final, hace contigo lo que se le da la gana. La novela es un ser que tiene una parte malévola; parece como si estuviera loca (risas), pero es así. Lo que no se puede perder nunca de vista es que tú eres el que lleva las riendas. La novela es un poliedro, no se puede definir por una sola cara, va girando y enseñando una cara y otra hasta que al final todas convergen en un solo centro.
Entre las citas literarias que Lívido transcribe en las cartas que le envía a Ella se destacan, entre otros, Fernando Pessoa, Roberto Juarroz, Walt Whitman, Salvatore Quasimodo, Pedro Salinas, Alejandra Pizarnik, Idea Vilariño y Luis Cernuda. “Lívido es un personaje fundamental, representa de algún modo la comprensión, la compasión y la resurrección. A través de la comprensión hacia Ella entiende que él es valioso y que puede dar mucho de sí. Le encuentra el sentido a la vida ayudándola.” Becerra admite que esas citas de Lívido son un homenaje a las letras. “Al lado de mi mesa de noche tengo una estantería donde están mis libros del alma. Mi casa está llena de libros, pero en esta estantería no se toca ninguno –advierte–. Están los autores que aparecen mencionados en la novela más otros que no entraron. Creo que aquel que escribe nunca muere. Cada vez que decides abrir un libro y leerlo, le das vida a esa persona que ya no está.”
–¿Rescató experiencias personales que incorporó en la novela?
–Algunos recuerdos de Ella son míos; a mi padre le gustaban el tango y la milonga. Pero mi abuelo no era como el de la novela. El otro día hablaba con mis hermanos y me decían: “Pobre el abuelo” y yo les decía: “¡Pero ésa no soy yo ni ese era nuestro abuelo!” (risas). Cuando tú estás escribiendo una historia de esta naturaleza, en la que abres una ventana al interior de alguien, dejas colar el ojo del lector en el alma de esta persona. Todos a lo largo de nuestra vida nos hemos sentido solos o incomprendidos. Esa es la condición del ser humano, no estamos tan alejados de esta “realidad ficticia”, de esta “realidad inventada”. Todos los seres humanos estamos hechos de emociones, de sentimientos, de deseos.
Becerra paladea el whisky y repasa cómo fue el epílogo de la escritura de esta novela. “Los últimos tres meses me fui de casa a escribir a un hotel de Florencia. Y acabé la novela en ese hotel, encerrada como la protagonista. No me ha pasado nunca de sentir una novela tan a fondo. Y me costó acabarla porque me daba mucho pesar, porque me enamoré del personaje. Ella es de esos personajes que me acompañan y seguramente aparecerá en otra novela. Su perfil psicológico da para muchísimo.” La escritora está convencida de que cuando se vive tan intensamente la escritura, el lector lo percibe. El punto final de esta novela lo tipeó a las cuatro de la tarde del 27 de diciembre de 2008. “La acabé llorando, me dije: ‘¡Por Dios mío, por fin me liberé de esto!’. Había pactado con la dueña del hotel que nadie entrara a la habitación. Sólo me pedía una cubetera con hielo y whisky a las siete de la tarde.”
Becerra no extraña Colombia porque dice que ha aprendido a vivir “aterrizada en mi presente”. “Cuando estoy en Colombia, me la gozo y no pienso en España. Y cuando estoy en España, me la gozo y no siento nostalgia por Colombia. Sí mantengo los recuerdos de mi país porque son mi motor de vida y siempre aparecen en todos mis libros –subraya–. Parece que soy habladora, pero soy silenciosa. Me encanta el silencio. Ahora me voy a gozar Buenos Aires... el ratito que me dejen, antes de partir a Colombia.”
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