LITERATURA › ALBERTO MANGUEL Y TODOS LOS HOMBRES SON MENTIROSOS
El escritor argentino, radicado en Francia, hace estallar la convicción de que la verdad absoluta es posible. “En esta novela todos mienten”, anticipa sobre el caleidoscopio que varía de acuerdo con el prisma de quien mira.
› Por Silvina Friera
Desde su refugio medieval en Poitiers, a 300 kilómetros de París, la voz de Alberto Manguel llega amplificada por un eco que rebota en esa suerte de monasterio que eligió como su lugar en el mundo, rodeado por sus 35 mil libros. Como si estuviera paladeando sus palabras, el escritor revela que en esa aldea, como él la llama, hay nada más que diez casas contando la iglesia. “Sólo se escucha el canto de los pájaros y el mugir de una vaca a punto de ser ordeñada”, aclara en la entrevista con Página/12. Cuando no habla, el silencio es tan solemne y a la vez inquietante que “desde acá” se desea escuchar algún sonido, el piar de esos pájaros o el mugido de las vacas, para calibrar la sintonía del audio lejano de esa tarde en la campiña francesa. Que algún ruido sutil envíe desde ese “más allá” señales de vida. “Es un lugar ideal para quien no quiere el bullicio de las grandes ciudades. Tengo muchos amigos que me vienen a visitar y no aguantan”, confiesa el autor de Todos los hombres son mentirosos (RBA), en un tono moroso que de repente se quiebra en una carcajada dichosa con la que celebra ser el pastor que escribe su propia égloga, ponderando las maravillas de esa naturaleza paradisíaca del ambiente rural.
En su última novela, el escritor dinamita, con altas dosis de ironía, la convicción de que la verdad absoluta es posible. Manguel despliega un caleidoscopio cuyas versiones se multiplican asimétricamente, de acuerdo con el prisma de quien mira. Lo único que se puede pretender, si cunde la sensatez, es conocer retazos, hilachas, fragmentos de esa realidad que se pretender abordar. La imaginación, criatura traviesa e inconformista, es sin duda la arcilla con la que se modela lo narrado, la que rellena los baches o agujeros negros de la memoria. La médula espinal de Todos los hombres son mentirosos se articula con las voces de cinco personajes-narradores que orbitan en torno de la enigmática figura de Alejandro Bevilacqua, un escritor argentino exiliado en la España postfranquista que no bien accede al exiguo Olimpo de la consagración literaria, tras la publicación de la novela Elogio de la mentira, decide aparentemente suicidarse. Lo que sucedió hace treinta años parece un rompecabezas que nunca se termina de armar, como si siempre faltara una pieza y las partes no pudieran encajar en el conjunto. La pregunta implícita en esta novela es cómo contar una vida, cómo explicar la muerte de Bevilacqua, cuántos relatos se tejen sobre el mismo personaje y la misma historia.
Un periodista francés, Jean-Luc Terradillos, se sumerge en una pesquisa imposible. Toda vida, al fin y al cabo, es apenas un esbozo de versiones. Como si fuera un detective salvaje, trata de rastrear qué fue lo que pasó exactamente con Bevilacqua a través de los testimonios de un escritor argentino, el propio Manguel, confidente de esta suerte de Bartleby de la década del ’70; Andrea, su amante española; el Chancho, un cubano que fue compañero de celda durante la dictadura militar argentina; Gorostiza, el delator que habla desde “el más allá”; y Terradillos, quien intenta enlazar los distintos fragmentos. Estructurada en cinco capítulos, la meticulosa arquitectura de la novela comienza con un juego de verdades falsas: la intervención del propio Manguel, incluido en la trama como un personaje más. El Manguel de la ficción se burla de sí mismo; en la novela asume que siempre ha sido “algo fofo” y sufre de “desaliño crónico”. Además de fisgonear las miserias del mundillo literario y la elasticidad con que se levanta el pulgar de algunos escritores, el enigma Bevilacqua le da pie a incorporar en la trama a Enrique Vila-Matas, quien según Manguel, el narrador-personaje, su encuentro con el escritor argentino, el supuesto autor de Elogio de la mentira, fue la fuente de inspiración que lo llevaría a escribir, décadas después, Bartleby y compañía. Este guiño metaliterario se repite cuando se mencionan a Pere Gimferrer y Noé Jitrik como los únicos críticos que han comentado negativamente la “obra maestra” de Bevilacqua.
Manguel revela que hubo una anécdota que disparó la escritura de esta novela. Hace un tiempo, Graeme Gibson, el marido de la escritora canadiense Margaret Atwood, le contó la historia de dos escritores presos que compartieron celda en la Cuba de Fidel Castro. Uno de ellos logró salir, se fue a Miami y publicó una novela que tuvo bastante éxito. Pero la viuda del otro escritor demostró a través de unas cartas de su esposo que la novela no era del que había podido salir, sino del que había muerto en la cárcel.
–La segunda narradora de la novela, Andrea, comienza diciendo que “Alberto Manguel es un imbécil” y lo ataca por un exceso de confianza en la literatura. Ella está postulando una tensión entre “vida libresca” y experiencia. ¿Qué opina respecto de esta tensión?
–Personalmente, pienso que es una tensión inexistente, como tantas de esas tensiones en las que creemos, pero que no son realidad. Nadie cree que se va a encontrar a Don Quijote por la calle y nadie descree absolutamente del poder de la literatura. Pero me parecía importante que estos testimonios se definiesen a sí mismos en oposición a otro. El testimonio de Manguel se define en oposición a lo que dicen los críticos de Bevilacqua y en oposición también a lo que el periodista quiere que Manguel sea; Andrea se define contra Manguel, contra la dimensión literaria, lo que tampoco es cierto, porque ella es lectora y conoce la literatura, y lo que dice Andrea de la literatura de América del Sur en relación con el silencio me parece acertado. Pero ella necesita alejarse de eso para definirse contra Manguel. En esta novela todos los personajes mienten. Cada uno cuenta una versión que quiere dar de la realidad.
–Con las diferencias del caso, Andrea, por su convicción de que las generaciones futuras le agradecerán la publicación de Elogio de la mentira, ¿podría emparentarse hasta cierto punto con personajes como Max Brod, que desoyó la recomendación de Kafka y publicó una buena parte de la obra del autor de La metamorfosis?
–Andrea es una especie de Max Brod femenina mucho más joven, más sensual, porque imagino que Max Brod debía tener poco de sensual, y menos inteligente (risas). Todos conocemos esos lectores a quienes no les basta solamente la lectura de ciertos libros, sino que quieren también ser parte del mundo de la creación literaria, necesitan “asociarse” a los escritores. Se convierten en albaceas, en secretarios, en factótum del escritor. Todos conocemos a esos personajes, y cada escritor que podemos nombrar, como Borges, Cortázar o cualquiera de los más conocidos, tenían una o varias de esas personas a su alrededor.
–Personas que alimentan, sobre todo, el mito, ¿no?
–Claro, pero porque ellos son los que necesitan el mito. No es el escritor el que necesita el mito. Quieren crear un personaje mágico que es el escritor, pero también quieren ser parte de esa creación literaria. Me hacen acordar a los números vivos en el cine, en el que estaba el mago con la asistente. Esa asistente que estaba con una maya plateada y una capita no tenía ninguna función más que la de ser una decoración en el escenario para el mago. Estos personajes como Andrea eligen ser el asistente del mago.
–El Chancho siembra más dudas que certezas respecto de la autoría de Elogio de la mentira. ¿También en esta novela intenta poner en cuestión el concepto de autoría con mayúscula?
–Nosotros estamos acostumbrados a leer las obras conociendo a los autores. Hoy en día se publica un libro y la crítica gira alrededor del hecho de que el autor está casado y tiene un perro y tiene tal o cual opinión política. Pero durante mucho tiempo el autor era prácticamente anónimo. Mucha de la literatura medieval y antigua es una literatura en la cual se inventa una cierta biografía, pero no importaba mucho saber quién era el autor como persona. Parte de la función del Chancho en la novela es plantear que no importa quién escribe una obra, sino que lo que importa es la obra. Porque saber sobre un autor influye en la manera en que leemos una obra. No es lo mismo leer un texto sabiendo que está escrito por Jean-Paul Sartre o leer exactamente ese mismo texto y decir que lo escribió Angeles Mastretta. Al saber quién es el autor, lo convertimos en otro personaje más. El Chancho trata de embarrar un poco esa noción de autor, es cierto. Pero también en el Chancho lo que me interesaba era mirar a un personaje que es un verdadero escritor, un escritor como pudo ser Lezama Lima, Sarduy, estoy pensando en escritores cubanos con esa riqueza de lengua, con esa posibilidad de crear menos a partir de la historia que a partir del lenguaje mismo, y ver qué pasaba si un texto escrito por un personaje así barroco se lo aplica a un autor como Bevilacqua, que evidentemente no es un autor barroco. No tiene ni lengua ni aspecto barroco. Y sin embargo, lo creemos porque le atribuimos esa obra.
–Las versiones que circulan en torno de Bevilacqua condensan en cierto sentido una vida que es un “elogio de la mentira”.
–Sí, aunque no sabemos finalmente lo que se cuenta en esa novela. Nunca nadie dice qué se trata en esa novela. La mayor parte de los lectores de Elogio de la mentira dicen que es una obra maestra; hay dos o tres que opinan que no es así. Seguramente, el Chancho ha puesto allí elementos de su vida. En cierto momento dice que nadie se ha dado cuenta de que mi único tema fue el amor. Entonces podemos suponer que la novela está tejida alrededor del amor, pero no hay ninguna convicción.
–¿Por qué decidió escribir esta novela en castellano?
–Hace muchos años había imaginado esta novela en inglés, pero no funcionaba porque hubiese tenido que crear personajes anglosajones que respondiesen a esa cultura y pienso que no hubiese sido útil, no hubieran actuado de esta manera. Entonces la abandoné y la retomé después de haber tratado de escribir otra pequeña novela que se llama El regreso, que también la escribí en castellano. Como esa novela funcionó, intenté escribir en diversos castellanos y en distintos momentos históricos también. Y para eso el castellano es muy útil. Ahora que están saliendo las traducciones de esta novela me resulta casi mágico ver cómo el traductor al francés, al alemán y al italiano transforma esos distintos castellanos en versiones de su propio idioma. Hay distintos castellanos, distintas versiones, distintas intenciones, distintos tonos... A través de todos esos elementos intenté mostrar cómo todo testimonio es necesariamente no sólo parcial sino poco fiable.
–¿La flexibilidad sintáctica que tiene el castellano hace que sea un idioma “más mentiroso”, jugando con el título de la novela?
–Sí y no. Es cierto que se puede mentir con el castellano a causa de la propia riqueza del idioma; que en la acumulación de adjetivos, de adverbios, de falsos sinónimos, se puede dar una versión que parece fidedigna y, sin embargo, distorsionada por esa misma riqueza. Pero es también una forma de retratar la realidad de la manera más plena. Es por eso que en la Contrarreforma se elige el estilo barroco para manifestarse tanto en castellano como en italiano, francés, portugués, porque el estilo barroco juega con la riqueza del idioma y con la falta de necesidad de nombrar lo que está en el centro mismo. Es decir que yo puedo con la riqueza barroca del castellano hablar de algo a través de metáforas, imágenes, acumulaciones, sin nombrar lo que se supone estoy describiendo. El idioma clínico es falsamente preciso; un texto legal, por ejemplo, o un texto médico, que parece ser preciso, en realidad no lo es; está simplemente poniéndole rótulos convencionales a ciertos elementos que el lector debe reconocer y traducir. Pero no nombra al conjunto de la realidad que hace a ese elemento. Me parece que me estoy metiendo en aguas filosóficas profundas y no quiero hacerlo (risas). Creo que en castellano quizá sea más fácil mentir, pero al mismo tiempo más fácil también dar una versión concreta de la realidad.
–¿Por qué el personaje que tiene que intentar reunir esos fragmentos, Terradillos, es un periodista y no un escritor?
–Me pareció menos interesante pensar en un escritor, que de todas maneras iba a inventar su propio personaje a partir de lo que contasen, que en un periodista que se supone que es más fidedigno, que se atiene más a los hechos y a la información exacta. Además, Terradillos, que en verdad existe, es un amigo periodista en Poitiers que ya lo usé en otra novelita, El amante puntilloso. Me divertía la idea de volver a usarlo. El pobre no se queja, puede hacerme reproches, pero no me los hace.
–Terradillos al final se niega a contar la historia de Bevilacqua, dice que teme no poder contarla “como es debido”. ¿A usted le pasó que no pudo contar una historia, que lo intentó y se quedó en el camino?
–Cuando pensamos en un proyecto, en una idea, en una historia, sentimos que es posible de concretar. Pero muchas veces a mitad del camino nos damos cuenta de que no tenemos la capacidad para hacerlo. Es muy triste ese momento, es como el corredor que no alcanza los 400 metros, que llega a 100 y ya no le da el aliento para seguir. Yo sabía que quería contar esta historia y que iba a encontrar una manera de contarla. Pero mis archivos están llenos de proyectos inacabados.
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