Lunes, 20 de julio de 2009 | Hoy
LITERATURA › MARCELO FIGUERAS Y AQUARIUM, SU úLTIMA NOVELA
El escritor y guionista reconstruye un viaje a un país donde es imposible escapar de la violencia extrema sin remover heridas propias. “No sentirse en casa es una característica del ser humano, del argentino en particular”, explica.
Por Silvina Friera
Todo el que huye corre en círculos y tarde o temprano caerá en su propia trampa. Ulises Rosso, uno de los protagonistas de Aquarium (Alfaguara), la nueva novela de Marcelo Figueras, llega a Tel Aviv. Necesita recuperar lo que más ama. Su mujer huyó a Israel con los hijos de la pareja. En ese viaje a un país donde es imposible escapar de la violencia extrema, no sólo removerá las vendas de sus propias heridas y escarbará en la culpa que siente este psicólogo de presos que se precipita por el abismo, aun al precio de producir más dolor, sino que vivirá “la más insensata historia de amor” con Irit, una artista que se subleva ante la idea de haberse convertido en un “vómito negro, una creadora de monstruos”. Los golpes de la vida la han transformado en una suerte de “especialista” en el arte de la pérdida.
En esa búsqueda imperiosa de los hijos de Ulises colaborará además de Irit el taxista palestino Fayeq, el único personaje que está arraigado a su patria, a sus piedras de Ramalá, y que dirá una de esas frases que quedan rebotando en los oídos de los lectores: “Vivimos encerrados en nuestros territorios, leer es una de las pocas libertades que conservamos. Ustedes leen por placer u obligación, nosotros porque cada libro es un acto de resistencia”. El reparto de personajes se completa con David y Miriam, una pareja que se fue de los Estados Unidos, después del asesinato de Kennedy, tras la utopía que entonces representaba Israel, y un misterioso niño, Danny, a quien encontraron al borde de una ruta en los suburbios de Belén, con un papel escrito en hebreo, árabe e inglés: “Si encuentran a mi hijo con este mensaje en el bolsillo, eso querrá decir que estoy muerto. Por favor, ayúdenlo”. El niño no padece autismo ni retraso pero no habla; sólo se aferra a una muñeca y se comunica a través de sus dibujos.
En Aquarium Figueras apela a un narrador que no sólo deschava las costuras de la confección sino que explica la estructura de la propia novela, a la que define como un “vals en tres tiempos”, marcados por los versos de Ne me quitte pas, de Jacques Brel: “Yo te inventaré/ palabras insensatas/ que comprenderás”. Incluso al final del libro admite que no habría escrito la novela si no hubiera sido por la intervención de Ana Tagarro, que le encargó al escritor un reportaje sobre la segunda Intifada para la revista española Planeta Humano. Hacía tiempo que tenía entre manos una historia protagonizada por un palestino y el viaje le permitiría cumplir con el encargo y realizar su propia investigación. Este “James Dean madurito”, como lo definió su amigo Andrés Neuman, recuerda cómo fue la experiencia de ese viaje a Tel Aviv en el 2000. “Todos los días sentía que estaba viviendo al límite. El hecho de que te baleen, de tener que pasar con un auto en medio de disparos, o tomar el té en un balcón observando cómo bombardean del otro lado de la colina, me permitió comprender hasta qué punto el ser humano se acostumbra a todo, cómo en medio de estas circunstancias la gente encontraba formas y motivos para reír, para ser felices, a pesar de la locura extrema”, dice Figueras a Página/12.
El escritor se encontraba cerca de Ramalá, donde habían prendido fuego a un ómnibus, con el fotógrafo Pascual Górriz, su guía por Israel. “Nos empezaron a disparar desde un puesto militar israelí y terminamos como en una película de guerra, parapetados delante de una pared de una casa, que era lo único que había en pie. Nos disparaban de los dos lados, era bastante de-sesperante. Estábamos todos tirados cuerpo a tierra. Como era mi primera experiencia, yo miraba mucho la expresión de Pascual. Si Pascual estaba tranquilo, yo también. De repente sonó un celular y un señor palestino atendió y se puso hablar. No entendí lo que hablaba, pero podía imaginar que decía algo así como ‘nos están cagando a tiros, cuando pueda salir, te llamo’, lo cual era la normalización de la locura, lo que nos empezó a pasar a nosotros también cuando quince minutos después estábamos preocupados porque llegábamos tarde a una entrevista en Tel Aviv con una abogada que defendía a parejas mixtas. Subimos al auto y nos encontramos con un embotellamiento porque de un lado de la ruta estaban los palestinos tirando piedras y del otro los soldados israelíes disparando. Todos los autos pasaban en medio de las balas. Lo peor era desesperarse; había que respirar hondo, mirar de dónde tiraban, esquivar y seguir. No sé por qué estoy cableado así, pero alguien desde algún lugar del futuro me decía: ‘Quedate tranquilo que no va a pasar nada’”.
–Ulises recuerda cuando un obispo le preguntó si era de izquierda durante la dictadura. Para un escritor de su generación, ¿el miedo a la religión y a la dictadura es inevitable que siempre aparezca en lo que escribe?
–Creo que es una marca generacional y que cada uno la traducirá de la forma que pueda. En este caso concreto es inevitable que aparezca lo religioso porque estudié en un colegio católico en la secundaria, a la que me mandaron mis padres porque suponían que ahí iba a estar más protegido que en un colegio del Estado, como había ido durante la primaria. Pero los curas, que eran los supuestos protectores, eran los que te podían entregar. El obispo de la novela, dicho sea de paso, era Laguna. Me dio mucho miedo porque yo en un momento le estaba haciendo preguntas que tenían que ver con la justicia social y se ve que lo harté (risas). Estaba haciendo esa entrevista para una revistita católica del colegio y entonces me preguntó si yo era de izquierda. Yo no tenía conciencia de ser de izquierda en ese momento, pero sentí que Laguna era alguien que no me podía proteger sino que me podía entregar. Empezaba a acostumbrarme a que todas aquellas figuras que representaban la autoridad era a las que había que temer.
–¿Por qué en la novela todos los personajes, excepto el taxista, no se sienten cómodos en Israel, no están en su casa?
–Lo que produce arraigo no es ni la nacionalidad ni la patria sino esencialmente los afectos, que pueden estar en cualquier parte. Y por supuesto los afectos no son fáciles de encontrar. En algún sentido yo me siento de la misma manera. Supongo que ese no sentirse en casa es una característica general del ser humano y muy particularmente de los argentinos, que tenemos una atracción y repulsión, un amor y odio que te genera este sitio que te ha parido y que hace que te conviertas en extranjero en tu propia tierra. Quién de nosotros cada mañana cuando abre el diario o lo consulta por Internet no siente un poco que no es de acá, que no habla este idioma, que nadie te va a entender. La sensación de desarraigo es muy fuerte, aunque nunca te muevas de tu barrio.
“Soy tan fantásticamente buena perdiendo cosas que todos podrían beneficiarse de mi experiencia”, apuntaba Elizabeth Bishop en uno de sus poemas más famosos, One Art, mencionado por el narrador en Aquarium. “No sólo tenés que procesar lo que ya perdiste, sino lo que podés perder todos los días. La escritura de Kamchatka fue para mí una manera de procesar la pérdida de mi madre”, reconoce el escritor. “Cuanto más amás, más expuesto a la pérdida estás y el temor a la pérdida de los hijos es a lo que te conmina el hecho de ser padre”, subraya. “El mundo en que vivimos, con un grado de violencia extrema y una apuesta a la incomprensión, que se extiende a la práctica política y a la convivencia social, es algo a lo que nunca te podés sustraer –explica–. También me sirvió para escribir la novela reflexionar sobre el miedo que me genera la pérdida de la razón en más de un sentido, no sólo el volverse loco sino el hecho de que uno vive a veces circunstancias en las que percibe que la razón se ha perdido, que no podés razonar con la gente. Esto ocurre entre israelíes y palestinos, con los que no podés sentarte a conversar sobre determinadas cuestiones, pero también ocurre aquí, donde por más que intentes explicar determinadas hechos con la perfección y la pureza de un teorema, rebotás contra las paredes.”
Figueras cuenta que no le costó demasiado tender el puente entre la desesperación de Ulises y el contexto de violencia entre Israel y Palestina. “Como hay una imposibilidad de entenderse con el otro, no queda más remedio que apostar al malentendido, a la confusión. Aquí es cuando la cuestión del lenguaje comienza a convertirse en algo central en mi novela porque Ulises no puede hablar formalmente con Irit; David no puede hablar con su mujer porque está muerta y Danny, el niño, no habla y se expresa de una manera abstracta a través de los dibujos. Me propuse trabajar con la hipótesis de que es imposible entenderse. ¿No puedo entenderme con una persona que no habla el mismo idioma, con un niño mudo que no habla ni escribe, o puedo entenderme aun por encima de todos estos obstáculos?”.
–Ulises recuerda el episodio del levantamiento carapintada de Semana Santa. ¿Cree que este hecho es un punto de inflexión, el pasaje del optimismo por la democracia a un escepticismo político que incluye al lenguaje y las palabras?
–Sí, claramente es una marca generacional; el 90 por ciento de las personas que estuvimos en ese momento en la Plaza conservamos el recuerdo de que ése fue el principio del fin de la ilusión. Sobre la cuestión del lenguaje hay dos frases absolutamente mentirosas: “Felices Pascuas” y “La casa está en orden”. Ni fueron unas Felices Pascuas ni la casa estaba en orden. Ese fue el último momento en que Ulises tiene una actividad pública, que se siente parte de otra cosa. A partir de ahí su mundo se empieza a achicar. A diferencia de lo que creíamos, nunca dejamos de ser islas. Fue una experiencia muy traumática que marcó el fin de la ilusión y un repliegue a la intimidad mucho más trágico. Porque una cosa es el repliegue a la intimidad al que te obliga una dictadura, y otra cosa es el repliegue que te genera la decepción profunda.
–En este repliegue hacia lo íntimo, Ulises como psicólogo de presos define a sus pacientes como “monstruos” a los que habría que matar. ¿El contacto con la violencia extrema del lenguaje de los presos lo vuelve a Ulises un “monstruo”?
–Lo monstruoso pasa por esa lábil línea que tiene que ver con el concepto de normalidad, que a veces suele definirse por una cuestión numérica. Es muy difícil enfrentarse a este tipo de discursos sociales tan generalizados, cerrados y monolíticos, entonces muchas veces alguien como Ulises se vuelve un “monstruo” para poder seguir funcionando. La paradoja es que estamos apostando a la construcción de una civilización donde el lenguaje, que es el instrumento privilegiado de la razón, se vuelve violento. La violencia se te cuela por la ventana, aunque más no sea la violencia verbal. La sensación de impotencia es muy fuerte y eso también confluye con la sensación de desarraigo. ¿En qué parte de todo esto yo puedo hacer pie?
–Cuando el narrador comienza a intercalar la historia de las pérdidas de David y Miriam, aparece con fuerza lo generacional. ¿Intentó también que las pérdidas estuvieran atravesadas por cómo se las vive desde lo generacional?
–Por algún motivo que no alcanzo a explicarme del todo, apareció este recurso coral y esta sensación de lo generacional. En la novela hay tres generaciones lidiando con la experiencia de la pérdida. Los que estamos peor ubicados para procesar las pérdidas somos los adultos, dando por sentado que aquel que es viejo no tiene más remedio que enfrentarlas. El niño, por más que esté traumatizado, lo vive con mayor naturalidad. Los niños sufren como perros, pero se levantan del suelo y siguen jugando. Los que no estamos seguros de seguir jugando somos los adultos, que deberíamos estar mucho mejor adaptados para la pérdida, pero en realidad estamos más desvalidos y desarmados para procesar estas cuestiones insoslayables que tienen que ver con la experiencia de la vida.
–¿Por qué tiene tanto peso la culpa que siente Ulises en esta novela?
–En el primer capítulo Ulises se plantea un silogismo del cual no puede escapar, que tiene que ver con la impunidad posterior al levantamiento carapintada: “Estos militares son culpables, estos militares no pagan pena alguna. Ergo, si nosotros no purgamos pena alguna somos tan culpables como estos militares”. La culpa del sobreviviente es el karma de Ulises. La mayor parte de nosotros vive como si el futuro no fuese a tener lugar, empezando por el cuello de botella que representa la muerte. Nos resulta más fácil negar el futuro que admitir la culpa como una mochila que llevás todos los días. Vivimos en sociedades que se están replegando en la intimidad para proteger a los hijos, pero eso significa que les tenés que poner anteojeras y tenés que asumir de alguna manera que para que tus hijos sean felices toda esta otra gente tiene que sufrir y padecer. No cuestionás el orden de las cosas porque seguís apostando a tu casa, a tu auto, a tus vacaciones, al bienestar de tus hijos: “Si vos querés compartir este botín con nosotros, callate la boca”. Este es un chantaje efectivo que funciona en la vida cotidiana. Por más que todo el tiempo me digan que la única forma de sobrevivir sea siendo cómplice, lo que está claro es que no puedo conseguir el bienestar para mis hijos convirtiéndome en un hijo de puta de la puerta de mi casa para afuera.
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