Lunes, 10 de agosto de 2009 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A HERNáN RONSINO, POR SU SEGUNDA NOVELA, GLAXO
El autor construyó su historia a partir de distintas voces y sucesivos desplazamientos temporales, que describen un mundo fabril que se desintegra en la periferia de un pueblo bonaerense. Una mirada descentrada sobre el devenir político del país en los últimos 50 años.
Por Silvina Friera
Un pueblo hace falta, aunque solo sea por el gusto de marcharse de él. Esta convicción pavesiana podría ser la frase de cabecera de Hernán Ronsino; le calza como un guante hecho a medida de su vida, pero también de su narrativa. Hace unos cuantos años que el escritor no vive en los pagos donde nació, pero literariamente siempre está regresando a Chivilcoy. Ahora con Glaxo (Eterna Cadencia), su segunda novela, aunque el escenario sea el mismo pueblo bonaerense, la escenografía está desplazada hacia la periferia, quizá para enfocar mejor las luces y sombras de un mundo que se desmorona sin remedio, y del que no quedará ni siquiera los escombros de esas vías del ferrocarril, levantadas en octubre de 1973. El peluquero Vardemann, testigo de esa amputación del paisaje, comienza a soñar con trenes que descarrillan. Por donde pasaban las vías una nueva diagonal parece más bien “una herida cerrada”, “el recuerdo de un tajo, irremediable, en la tierra”. No sólo la noche avanza sin tregua por el campo. Un cerco más sibilino agrieta la atmósfera. En la peluquería, un habitué que cada dos meses cumple con el mismo ritual de siempre, que le acomoden un poco “el rancho”, dice que “la cosa se está poniendo pesada”. Esta frase se desplaza por el espejo retrovisor de la memoria del lector; la retina no puede evitar apresarla como el síntoma de una época ominosa.
Chivilcoy hace falta en la literatura argentina; la escritura de Ronsino obliga a descentrar constantemente la mirada, tal vez anestesiada de tanta “urbanidad”. Ya lo había hecho con La descomposición, pero ahora perfecciona este descentramiento en Glaxo, título tomado de una fábrica del pueblo que le dio nombre a un barrio. Aunque la narración se dispara con el levantamiento de las vías del tren en 1973, el escritor fragmenta temporalmente esta historia en cuatro monólogos. Al de Vardemann se añaden el de Bicho Souza, que transcurre en diciembre de 1984; el de Miguelito Barrios, en julio de 1966, y el del siniestro suboficial Folcada, en diciembre de 1959, personaje que emerge del grupo de fusiladores de la masacre de José León Suárez y cuya voz demoledora le pone punto final a la novela. El escritor mueve y ajusta las piezas en el momento preciso, pero ese aparente cierre abona una circularidad que resignifica el epígrafe de Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, cita que ha elegido Ronsino para echar a rodar el enigma de un crimen pasional, sobre el fondo tenebroso de una venganza que el lector desmontará en dosis homeopáticas a través de esos monólogos desordenados en el tiempo. Cuando Folcada desembucha la miseria que lleva adentro y piensa en la Negra Miranda, esa mujer deseada por los hombres del pueblo que lo dejó, advierte que “detrás de un disfraz, siempre, se está tejiendo, lenta, una suave traición”. Y vomita todo su odio al recordar la noche en que falló en el basural de Suárez y quedó vivo “ese negro peronista”.
El cuerpo le pide a Ronsino un café, pero su entusiasmo “pueblerino” lo sumerge por los vericuetos de Glaxo y el escritor apenas registra que la taza está servida. “Tenía la necesidad de contar una historia más precisa, de buscar un centro y que el relato estuviera orientado hacia ese centro”, le dice a Página/12. “Es muy significativo que no queden rastros de ese ramal del ferrocarril que se levantó en Glaxo. Esto sucedió en la década del ’70 y es un símbolo de las marcas profundas que va a dejar después la dictadura. Un pibe más o menos de mi edad o más chico, que vivió en Chivilcoy, no sabe que por ahí pasó el tren”, explica Ronsino. “En los grandes terrenos que quedaron del ferrocarril se levantó ahora un complejo habitacional muy homogéneo, que borró los indicios de lo que en el pasado había sido una zona muy productiva.”
–¿Cómo explica ese interés por un mundo fabril que se desintegra?
–Nací en el 75, unos meses antes del golpe, hice la primaria en los primeros años de la democracia y Menem me agarró en el secundario. Son las décadas en las que justamente se desarticuló un modelo de país. Si bien empiezo la novela con el levantamiento de las vías, me voy para atrás, hacia los años 60, época en que las fábricas, los trenes y el cine funcionaban. Me parecía interesante escribir una historia que sucediera en esos años, donde la política, además, tenía una fuerte presencia y un alto grado de conflictividad. Era una sociedad en movimiento, en tensión.
–¿Por qué decidió que uno de los fusiladores de Operación Masacre se integrara en esta novela?
–No sólo tenía la intención de escribir una novela precisa, más concreta, sino que quería trabajar con voces. Eso fue lo primero que apareció: construir una historia a partir de distintas voces. Enseguida pensé en relacionar a uno de los personajes de la novela con la historia de los fusilamientos de José León Suárez. El tema de las voces es una de las cuestiones que más me interesa desplegar; trabajar con voces en primera persona te permite explorar un territorio totalmente desconocido.
–Si en La descomposición hubo una inflexión más “saereana”, en Glaxo, ¿el trabajo con las voces y la estructura estuvo más regido por Walsh?
–No sé si Walsh, nunca lo había pensado así. Me parecen interesantísimos sus cuentos, tienen una fuerza narrativa increíble.
–Por la prepotencia del poder, ¿Folcada sería un personaje relacionado con el cuento “Esa mujer”, de Walsh? ¿Su obsesión con la Negra Miranda sería el equivalente a la obsesión con Evita?
–(Se ríe). Mirá... puede ser que haya un aire de familia... En relación con los autores que me han marcado, es cierto que en La descomposición hay un clima más saereano, además de que hay una cita explícita de El limonero real, pero acá no sé qué decirte. La lógica de Glaxo genera un clima totalmente distinto. Siempre prefiero tomar cierta distancia cuando se relaciona directamente un texto con un autor. Cada texto nuevo lo escribo en función de las voces y el espacio. El poder de Folcada es muy superficial, es el poder de un suboficial “trasladado”. Esa prepotencia del poder está sostenida desde un uniforme porque no hay otro resorte que avale semejante prepotencia. Es también alguien que llega de Buenos Aires al pueblo y quizá esa prepotencia le venga de su vida en la ciudad, de una mirada contaminada por lo porteño y no tan periférica.
–En la novela aparecen mencionadas varias películas, pero una es central, El último tren de Gun Hill. ¿Qué papel cumple el cine en ese pueblo y en esa historia?
–El cine en ese espacio sería como el modelo de cine de Manuel Puig, esa relación de ir al cine, después a la pizzería; salir del cine y sentir que la mirada se transforma y de pronto ves al mozo de la pizzería parecido a uno de los personajes de la película. Ese es el lugar que tiene el cine en la novela. Ninguna de estas cuestiones me marcaron a mí, no están en mi biografía ni en el lado B de mi vida, pero son centrales en ese contexto histórico. El último tren... es una película que en el taller mecánico de mi viejo siempre se contaba. Y esto me hace pensar mucho en cómo es modificada la memoria colectiva. Muchas personas del pueblo iban al cine y veían este tipo de películas una sola vez, pero la trama y el argumento los marcaban el resto de sus vidas. Esas películas se iban transmitiendo de manera oral. Yo escuché muchas veces el argumento de esa película sin haberla visto. Después la vi de grande, y fue maravilloso descubrir que era igual a como me la habían contado.
–Los personajes no llegan a sentir nostalgia por las pérdidas, pero ¿qué le sucede al autor de esta novela? ¿Hay una especie nostalgia referida por un mundo que no vivió?
–Los personajes todavía no sienten nostalgia porque aún no pueden procesar lo que sucedió. Con respecto a mí, no sé si siento nostalgia, porque no podría tener nostalgia de algo que no viví. A la distancia, tengo la impresión de que era un modelo de país más interesante, aunque también fueron años de extrema violencia. Quizá me interesa ese modelo de país más integrado, con una idea de lo colectivo que se quebró con la dictadura. Con el menemismo no sólo se rompe lo colectivo sino que se construye un sujeto, una moral, una forma de ser que va legitimando todo el tiempo el funcionamiento del modelo. Ese es el gran triunfo del neoliberalismo. Con el paso del tiempo me di cuenta de que el 2001 no fue un gran punto de giro, sino que fue un momento de exasperación de ese sujeto neoliberal que no quería que le metieran las manos en los bolsillos. El 2001 politizó a la derecha y reforzó sus ideas. Hubo un montón de ensayos y experiencias populares, pero no se logró vencer a ese sujeto neoliberal.
–Sin embargo, el kirchnerismo recuperó la idea de un Estado que debe intervenir. Esto marcaría una inflexión respecto del Estado ausente de los 90.
–Es cierto y hay cosas del kirchnerismo que me interesan. Pero viendo lo que sucedió el año pasado con el campo, ese gesto de intervención política colectiva quedó limitado por la exasperación del sujeto neoliberal. Sin plantear grandes modificaciones, fijate todo lo que provocó el intento de intervención a través de las retenciones móviles. El kirchnerismo reparó el daño que había hecho el neoliberalismo, pero nada más que eso. Cuando quiso hacer algo más, no lo dejaron.
–Varios de los personajes de Glaxo ya estaban en La descomposición. ¿Por qué trabajó con estos personajes que salen de un mismo escenario, Chivilcoy, aunque cambie un poco la escenografía?
–Cuando entraba a la casa de un vecino, tenía la impresión de que me metía en un mundo maravilloso. Cuando salía de la casa a la calle, era como haber salido del cine. Me sigue pasando eso; una cosa es ver el frente de una casa, pero cuando entrás es imposible no salir completamente transformado. Pensaba esto en relación con tu observación de los cambios de escenografía. ¡Cuántos mundos hay en un mismo pueblo! El lugar te va conectando con las voces, con los personajes. Como dice Pavese en La luna y las fogatas, un pueblo hace falta, aunque solo sea por el gusto de marcharse de él (risas). Y esta idea me parece maravillosa. Siempre vuelvo a Chivilcoy, aunque ya no viva más en el pueblo.
–Si las cuatro partes de la novela no estuvieran fechadas, se podría recuperar los contextos por algunas frases. Los setenta, por ejemplo, a través de “la cosa se está poniendo brava”. Pero al mismo tiempo, el levantamiento de las vías también podría indicar que Glaxo transcurre en los ’90, en pleno auge del menemismo. ¿Se propuso trazar una especie de paralelismo entre esas décadas o ponerlas en diálogo?
–Supongo que en ese paralelismo está apareciendo mi historia, mis marcas biográficas, los coletazos de la violencia de la dictadura, pasando por la guerra de Malvinas hasta llegar al menemismo. Siempre recuerdo que en la escuela primaria nos obligaban a hacer simulacros de bombardeos. Cada vez que sonaba una sirena, nos hacían tirar debajo de los bancos. En el 82 estaba en primer grado; imaginate lo que era que alguien programara bombardear Chivilcoy (risas). Era ridículo, pero literariamente es una parodia maravillosa.
–En un momento se insinúan dos opciones sobre el final de Folcada: que murió de un cáncer o por una bomba de “los zurdos” en Luján. Esta ambigüedad llama la atención porque en sus novelas no quedan muchos hilos sueltos, ¿no?
–Es cierto... lo concreto es que Folcada murió, pero uno no maneja todos los hilos narrativos. Borges planteaba que la ambigüedad era necesaria para la credibilidad del relato.
Como si emprendiera la ruta de regreso de Glaxo al bar de Eterna Cadencia, Ronsino repara en la taza de café con un asombro calibrado por su timidez. “Debe estar helado”, dice y pide otro. “Por donde pasaban las vías, se levantó el Parque de la Memoria y se inauguró un monumento a los desaparecidos de Chivilcoy. Ese gesto condensa todo lo que no está en el barrio: la fábrica, el ferrocarril, los desaparecidos y la ausencia de esta idea de lo colectivo”, subraya el escritor. “En septiembre voy a presentar la novela en el Parque de la Memoria; es mi modo de intervenir para recordar que por ahí pasaron muchas vidas, que hubo vida. La literatura sigue siendo una intervención colectiva, aunque algunos la quieran dar por muerta.”
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