LITERATURA › ENTREVISTA A LUIS MATTINI POR SU NOVELA EL SECRETO DE LISBOA
El escritor y ex militante entabla una suerte de diálogo generacional en el que despunta una morfología del deseo. Así se suceden un secuestro, preguntas incómodas sobre el pasado, el rescate de la ética revolucionaria y una crítica al machismo de los ’70.
› Por Silvina Friera
La historia que cuenta Luis Mattini en su segunda novela, El secreto de Lisboa (Peña Lillo, Ediciones Continente), es increíble, pero sustancialmente cierta, parafraseando el epígrafe de Borges que preludia el nudo de un relato que se desatará ante los ojos azorados del lector. Una joven italiana, Mercedes, hija de una francesa y de un argentino que fueron militantes del PRT-ERP en los años ’70, desembarca en Caracas en abril de 2002. A su madre le dice que quiere ver de cerca “esa insólita revolución bolivariana”, que será el tema de su tesis de maestría. Pero el motivo del viaje es otro: entrevistar al “Tordo”, un veterano compañero de militancia de sus padres ahora confeso chavista, gravemente enfermo de cáncer, con la esperanza de que le pueda sonsacar la verdad sobre su origen, que ella supone confuso, y cuya madeja estaría en el secuestro a un empresario norteamericano en Lisboa, a fines de 1976 –en un operativo en el que su madre fue la pieza clave que puso el cuerpo–, para obtener el dinero que permitiría ayudar a un puñado de militantes varados en Brasil. Mientras el “Tordo” le da duro y parejo al whisky, “su mejor medicina”, y accede a que Mercedes, la “Tanita”, lo entreviste, comienza a construirse la ríspida gramática de un diálogo generacional jalonado por el presente venezolano, el golpe a Chávez que se cuela por la ventana de la narración. Pero también Mattini, el ex militante que se apropió literal y literariamente de su nombre de guerra para escribir ficción, se anima a despuntar una morfología del deseo, una política de la subjetividad, poco frecuentada por quienes abrazaron las múltiples avenidas que conducían hacia la militancia marxista.
De las evocaciones que hace la “Tanita” sobre su propia pesquisa, previa al arribo a Caracas, emerge la punta de una de las primeras confrontaciones, al recordar el encuentro que tuvo con Rodolfo, uno de los protagonistas de ese “secuestro de novela”: “A mí me da risa, y rabia, porque cuanto más en detalle escucho las historias, más siento que vosotros eráis más delirantes que nosotros. No tengáis miedo, no los vamos a imitar, tendremos que inventar otro delirio”, dice la muchacha, en ese castellano castizo, achispado de tanto en tanto por algunos argentinismos. El “Tordo”, que ha hecho muchas cosas en la vida, y hasta admite que se disfrazó con una sotana para “una opereta”, en un momento le explica a Mercedes: “Metete en la cabeza que nosotros no éramos ni bohemios, ni delincuentes, y mucho menos terroristas; éramos combatientes en una guerra de liberación y había que guardar las formas civilizadas de la guerra. No lo considerábamos un secuestrado sino un prisionero de guerra. No estábamos robando, expropiamos al imperialismo, no pagaba él, pagaba la empresa con el dinero que obtenían expoliando a nuestros pueblos”.
El hombre que nació en Zárate en 1941 como Arnol Kremer Balugano y sucedió a Mario Santucho en la conducción del PRT-ERP tiene un lejano parecido a Marcello Mastroianni, aunque es más alto y corpulento que el actor italiano. En el bar de Palermo, donde apura un café, nadie registra que ese señor de traje y corbata fue un indómito activista sindical y protagonista principal de las luchas políticas de los años ’60 y ’70. No hay bigote, ni barba, ni melena despeinada al viento que permita semblantear, al menos en la apariencia estética, las huellas de ese pasado “setentista”. De su voz grave, como una muralla infranqueable, emana una serena melancolía. “La única manera de poder reflejar la ética militante es a través de la ficción”, le cuenta a Página/12 su opción reciente por la narrativa. “Se supone que los hechos fueron más o menos reales, más o menos así, en todo caso no están para nada ablandados. Siempre tuve una gran pasión por la ficción, ha sido mi formación fundamental, que me viene de haber leído mucho. Pero nunca me había animado a escribir una novela. Empecé con Cartas profanas y después me animé con esta novelita. En este momento de semejante crisis ideológica y de valores, la ficción es lo que puede salvarnos. La ficción resulta mucho más convincente que el ensayo”, agrega el autor de Hombres y mujeres del PRT-ERP y los dos volúmenes de Los perros, entre otros ensayos.
–¿Por qué es mucho más convincente la ficción que el testimonio o el ensayo?
–Todo testimonio es una forma de ficción. Una cosa es el ensayo, donde uno busca la teoría, razona, analiza. Pero cuando la gente se refiere a un hecho en el que participó, está ficcionalizando porque en definitiva está contando cómo vivió esa parte de la realidad. Hubo una experiencia que me marcó mucho en este sentido. Hace dos años fuimos a dar una charla sobre el Cordobazo con varios protagonistas. Yo fui más que nada para hablar como ensayista, pero recuerdo que me sorprendió mucho cómo los protagonistas dieron testimonio sobre esa experiencia. En realidad, no tenían mucha idea de lo que estaban haciendo: intentaron hacer las cosas de una manera y salieron de otra. La ficción sirve para reflejar cómo alguien se propone algo, pero termina haciendo otra cosa.
–Aunque la “Tanita” admira a sus padres, también los cuestiona. Lo que más le molesta es ese silencio sobre ciertos aspectos del pasado que su madre no quiere contarle. ¿A qué atribuye esta reticencia de los padres a hablar? ¿Tuvo tanta mala fama la militancia que los propios militantes optaron por “autocensurarse”?
–Tengo dos hijos que eran chicos cuando yo militaba. Hace poco, hablando con mi hija, me preguntó por qué me publicaban las novelas. Le dije que tenía una historia, un prestigio por mi pasado militante, pero en realidad no sabía muy bien qué contestarle (risas). Ella me dijo: “Ah, bueno, qué suerte, por lo menos te reconocen algo, ¡fueron años tan tristes!”. A mí me sorprendió que me dijera eso porque para mí no fueron años tristes, pero ella estaba reflejando lo que sintió cuando era muy chiquita. Creo que en los padres hay dos tendencias. Hay padres que no digo que se arrepientan, pero de alguna manera están contrariados con su pasado, no reivindican del todo su historia. Pero también hay algo más grave y complicado. En la militancia de los años ’70, todavía hay cierto halo de clandestinidad, de “de eso no se habla”, “no se puede decir nada”. Me pasó con mi madre, que era militante, y sin embargo no quería decir que tenía un hijo desaparecido, por mi hermano. No lo decía no porque sintiera vergüenza sino por miedo a la conspiración. El personaje de la novela está orgullosa del pasado de sus padres, pero al mismo tiempo se pregunta por qué no hablan, qué les pasa, qué cosas ocultan.
–¿En qué personaje aparece enmascarado Mattini?
–Ay, pero esas son trampas de autor que no debería confesar (risas). En realidad yo soy Rodolfo, pero como autor me identifico con todos los personajes. El único invento total es el personaje de la “Tanita”.
Mattini cuenta que está escribiendo una nueva novela en torno del deseo. “He llegado a la conclusión, hace algunos años, de que la conciencia es necesaria, pero es insuficiente. Hay un elemento que nunca fue considerado por los marxistas, que es el deseo”, plantea el escritor. “Mi padre, que era carpintero, me enseñó de chico a leer libros. El me decía: ‘Mirá, nosotros somos pobres, nunca vamos a poder viajar, lo único que tenemos son los libros’. Mi viejo nunca imaginó que yo iba a viajar tanto.” La pasión de Mattini arrastró a la familia completa, padre, madre y hermano, hacia la militancia en el PRT-ERP. “En las organizaciones armadas tipo Montoneros o el ERP, cuando alguien caía preso los que respondían eran los padres y las madres, y muchos empezaban a radicalizarse y a acompañar a los hijos en la militancia”, repasa Mattini. “Mi hermano, que era dos años menor que yo, fue secuestrado en San Pedro, está desaparecido desde abril de 1976. Por la circunstancia en que cayó muchas veces, sospeché que a mi hermano lo confundieron conmigo. De todas maneras, aunque no lo hubieran confundido, él era un militante, pero yo era el dirigente”, aclara con la voz rasgada por el dolor de ese supuesto equívoco.
De regreso a El secreto de Lisboa, revela que lo que más le preocupó de la escritura de la novela fue plasmar la inquietud que tenía esa chica con su madre. “La Tanita quiere hacer su propia historia y esto es un mensaje que lanzo para H.I.J.O.S. como institución”, dispara Mattini.
–¿A qué se refiere?
–Los militantes de H.I.J.O.S. están cometiendo, me parece, un error, y es que se quedan en lo que fueron sus padres. El único objetivo es recordar cómo fueron en aquella época; ¡pero esos chicos tienen que hacer la suya! Por eso la Tanita, que tiene pocas pulgas, le dice a la generación de sus padres: “A mí no me jodan con sus delirios, nosotros tenemos que inventar otro delirio”. A mí no se me ocurriría nunca decirle a un joven: “Hacé lo que hicimos nosotros”. Cuando me preguntan qué deben hacer, digo que no sé... que ellos tienen que inventar algo.
–En la novela también se atreve a mostrar a una generación muy consciente de la situación que atravesaba el país, pero al mismo tiempo muy ingenua. ¿Había espacio para la ingenuidad?
–No tengo una respuesta sociológica y ahora estoy hablando como ensayista. Las ciencias sociales no han logrado una respuesta a esto, no sabe cómo se producen ciertos fenómenos de los ’70. Recuerdo que una vez me preguntaron en una entrevista si creíamos en serio que íbamos a derrotar al Ejército. “Por supuesto, cómo no lo íbamos a creer”, les contesté. En esta convicción la Revolución Cubana fue clave, y a eso sumale el hecho de que los vietnamitas habían derrotado a tres imperios: los japoneses, los franceses y los norteamericanos. Vivíamos en un mundo donde los movimientos revolucionarios triunfaban y se avanzaba hacia el socialismo. Lo que nosotros no veíamos era la parte negativa, no quisimos ver al Che derrotado en Bolivia, mirábamos al Che de Cuba. Pero cuando murió el Che en Bolivia, su muerte se tornó en un desafío, había que recoger literalmente el fusil del Che. Yo quise reflejar también cierto grado de ingenuidad que teníamos. Me pregunto: si hoy apareciera un Guevara, ¿habría alguien dispuesto a seguirlo?
–¿Cuál sería la respuesta?
–Soy muy escéptico... al menos yo no lo seguiría porque por empezar estoy fuera de época (risas). Lo que me más entusiasmó de hacer este tipo de novela fue intentar demostrar cómo para nosotros la dificultad, lejos de ser una traba, era un incentivo. No teníamos un mango, pero algo hacíamos para resolverlo. El secuestro que se cuenta en la novela fue un disparate, pero rescato ese espíritu de no dejar a nadie en banda y de jugarse por los compañeros. No nos dejábamos amedrentar; en una de las discusiones que tiene la “Tanita” con el “Tordo” ella le plantea que tendrían que haber buscado otra solución. Bueno, a lo mejor había... pero en los años ’60 y ’70 hubo una frase que para nosotros fue fatal: “Hay un único camino”. Nosotros nos movíamos en la vía del único camino...
Los últimos rayos del sol, que comienza a ocultarse, caen en picada sobre algunos edificios y provocan un extraño efecto de irrealidad; el murmullo, la máquina del café, las tazas y las cucharitas tuercen el rumbo de los recuerdos, y de repente Mattini abre las manos como un prestidigitador: “¿En serio querés saber la historia de mi nombre de guerra? Agarrate”, advierte con una inflexión irónica. “Con un grupo de compañeros fui a entrenarme a Cuba. Pero resulta que, antes de llegar, estuvimos veinte días varados en Chile en la casa del MIR; hacíamos cursos y yo estaba todo el día tomando mate. Y uno me dijo: ‘Ahí viene Matini’ –recuerda–. Pero la historia no termina ahí. Cuando salimos, les pedí a los compañeros que llevaran cada uno cuatro kilos de yerba en la maleta. Eramos veinte, así que calculaba que la yerba me iba a alcanzar. Pero consumimos buena parte en Chile. Yo estaba de traje y corbata, con un nombre falso que ahora no recuerdo, y me di cuenta de que teníamos que comprar más yerba. Entonces vino un chileno con una bolsa de yerba, como si trajera carbón, y me fui con esa bolsa al aeropuerto. Cuando fui a chequear el tema del pasaporte, me pidieron un segundo apellido. Yo tenía veintipico de años y le dije: ‘¿Cómo segundo apellido? Nosotros no usamos. ¿Qué quiere, que lo invente? No tengo’. El hombre me pidió que no lo mirara de esa manera, que le dijera el apellido de mi mamá. Ahí me di cuenta de que, además de andar con un pasaporte falso, me ponía a discutir. ¿Te das cuenta de que no éramos perfectos?”
–Bien de argentino cabrón, ¿no?
–Exacto, entonces le dije: “Ay, disculpe. Mattini... y con doble t”. Cuando llegué a La Habana, bajé con el documento que tenía y con la bolsa de yerba y un cubano me dijo: “Oie, chico, ¿esto es ierba?”. Le aclaré que era yerba mate, “la que toma el Che”. Pero estaba prohibido entrar con yerba suelta y me la confiscaron. Entonces se empezaron a burlar y me decían: “Le quemaron la yerba a Mattini” (risas). Cuando volví de Cuba, decidí usar Luis Mattini.
–Como en la novela mezcla realidad y ficción, ¿es cierto que el secuestro se hizo con un arma de juguete?
–Sí, éramos muy corajudos... había que tener coraje para hacer eso (risas).
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