Martes, 25 de agosto de 2009 | Hoy
LITERATURA › PABLO MELICCHIO PRESENTA SU NOVELA LETRA EN LA SOMBRA
El escritor y psicólogo trabajaba en el Instituto Roca cuando conoció un caso atípico: un adolescente ladrón de libros. “Fui avanzando en la escritura –dice Melicchio– y me aventuré en la ficción para aplacar la angustia que me causó encontrarme con él.”
Por Silvina Friera
¿Quién no ha robado un libro? Las respuestas de los lectores seguramente se clavarán en uno de los ángulos del arco o le pegarán en el palo. El que esté libre de este pecado venial, tamizado por la simpatía cómplice del mundillo de la cultura, que arroje la primera piedra. En voz alta pocos asumen el hurto, el intento frustrado o la fantasía que no se concretó; en voz baja, muchos se jactan de haber hecho verbo esa aventura de manotear un Borges, un Cortázar, un Arlt. El escritor y psicólogo Pablo Melicchio trabajaba en el Instituto Roca cuando de pronto le sirvieron en bandeja un caso atípico: un adolescente ladrón de libros, un pibe curtido por la vida que no pensaba en el futuro, sino en ese presente continuo que, como en el tango de Discépolo, consistía en buscar el mango para morfar. Lo más extraño es que nunca se había animado a robar otra cosa que no fueran libros, y se parecía más al tipo de pacientes que atendía en su consultorio privado. En sucesivas sesiones el ladrón le contó cómo perfeccionó su estrategia delictiva. Robaba en los supermercados y en librerías pequeñas y después los vendía en los puestos de usados. Testigo de un circuito perverso que se realimenta con la misma carne joven, Melicchio lo perdió de vista y decidió renunciar a ese trabajo, harto de que las cárceles sigan hacinándose con “las sobras” de una juventud “no elegida”. Pero un día, como sucede al comienzo de su primera novela, Letra en la sombra (Mondadori), se reencontró con el muchacho en cuestión en Primera Junta, revisando libros. “A pesar de que estaba muy deteriorado, lo reconocí. Habían pasado como tres o cuatro años y del adolescente que recordaba casi me encontré con un linyera, con cascarillas en la cara y muy mal vestido –recuerda el escritor–. Nos sentamos a charlar y después tuvimos un segundo encuentro en Parque Rivadavia. Lo cité para ver cómo podía ayudarlo a salir de ese sistema tan complejo en el que estaba metido.”
“El dolor siempre deja marcas”, dice el narrador de la novela, un psicólogo que, como el escritor, renuncia a su trabajo en una cárcel de menores y se reencuentra con un ex paciente, Mariano Enrique, el ladrón de libros. “Yo estaba muy angustiado porque sentía que no tenía salida, incluso le di unos teléfonos para ver si conseguía una beca –repasa Melicchio–. Después me fui a un bar y comencé a tomar notas de lo que habíamos charlado y de los recuerdos que tenía de cuando lo atendí mientras estuvo preso. Y así fui avanzando en la escritura y me aventuré en la ficción para aplacar la angustia que me causó encontrarme con él.” Aunque la historia de Mariano se parece bastante a la del extraño paciente que le tocó atender, como estuvo cinco años escribiendo Letra en la sombra, el escritor confiesa que a esta altura le cuesta distinguir los datos reales de los inventados. “Recuerdo que la madre estaba muy enferma y se había muerto; el padre se había ido de la casa y el hermano era un psicótico; lo del suicidio creo que ya es parte de la ficción”, admite Melicchio, autor de dos novelas inéditas: Con las voces de abajo y La mujer pájaro y la modesta eternidad.
A partir de las “sesiones” callejeras que el narrador y el ladrón de libros desarrollan en el Parque Rivadavia, el tejido de la novela se tensa por las evocaciones familiares y carcelarias de Mariano y el profundo malestar de un psicólogo, aguijoneado por la frustración de haber pertenecido a un sistema en que no se buscaba recuperar a los jóvenes, sino “hacerlos desaparecer de la escena social”. Si se mira con lupa esta entrañable relación –similar a la del paciente interpretado por Matt Damon y el psicólogo encarnado por Robin Williams en En busca del destino, de Gus Van Sant–, el ladrón de libros contribuye a darle un sentido existencial a un hombre cuyas estructuras tambalean a cada paso. Ambos son seres a la deriva, pero el desamparo de Mariano, cuyo final está escrito, es irreversible.
“Mis amigos libreros me han dicho que no es nada romántico el robo de libros –bromea Melicchio–. La mayoría de los escritores con los que hablé reconoce que robó un libro o admite esa forma más elegante de robar, que es pedir un libro prestado y no devolverlo.” El escritor plantea que Mariano refleja la impostura de muchos intelectuales argentinos: “Husmear las solapas y contratapas de los libros y hacer un gran despliegue verbal sobre un libro que no han leído”. El escritor comenta que el día que se reencontró con su ex paciente se acercó a hablar con una librera que conocía a Mariano. “Ella me dijo que siempre se ponía a charlar con él de Cioran, y para hablar de Cioran tenés que tener una formación filosófica existencialista. Como a esta mujer le gustaba Sabato, mientras Mariano le hablaba de Abaddon el Exterminador, le robaba libros.”
–¿Por qué se mira con tanta simpatía al ladrón de libros?
–Quizá porque robar libros es como tomar una palabra y no se lo considera una transgresión. En los libros hay una materialización de palabras que deberían fluir un poco más libremente; da mucha tela para cortar por qué todos miramos con mucho cariño al ladrón de libros. Tal vez se cree que esa persona está sedienta de lectura. Alguna vez leí que Sabato contaba que en París andaba sin dinero y robó un libro. Cuando uno está sin dinero y fuera de su país, la necesidad de un libro es más imperiosa. Pero también está la tentación. Hay un refrán popular que dice que hay dos tipos de boludos: el que presta un libro y el que lo devuelve (risas). Esta frase también condensa ese otro tipo de robo más sutil: no devolver los libros que nos prestaron.
–En el corazón de la novela se plantea la hipótesis de que existe un mecanismo programado para la desaparición de los adolescentes. ¿Esta situación es para usted un callejón sin salida?
–Durante ocho años formé parte del engranaje de esa maquinaria. Renuncié cuando me nombraron vicedirector del Instituto Belgrano; me di cuenta de que estaba llegando a una esfera donde me confrontaría con la perversión del sistema. Mientras era un psicólogo más, aparecían chicos que a mi entender tenían posibilidades de salir adelante. Pero recuerdo que me generó mucho terror el hecho de pensar que algunos podrían zafar. ¿Algunos? ¿Qué pasa con esos chicos que no zafan? Cuando un chico o un adolescente llega a un instituto de menores, con una instancia de consumo de drogas importante y varios robos con armas, es muy difícil que pueda salir. Los adultos y los gobiernos somos los responsables. Los chicos pobres no hacen ruido social. Siempre digo que a los adolescentes en riesgo y a los viejos no se los escucha. Esta novela es un intento de denuncia, de revelación de cómo están funcionando las cosas.
–Casi la única persona que registra el psicólogo, además del ladrón de libros, es al viejo linyera Darwin, depositario de ese gran saber que le da la experiencia. ¿Qué le interesa del mundo de los viejos?
–Trabajé durante un tiempo con ancianos y creo que son nuestras bibliotecas vivas, aunque la gente prefiera no escucharlos porque hay una sobrevaloración de la “eterna juventud”. Nadie quiere ver a un viejo porque es un poco verse a uno mismo, si la biología lo permite. Los mayores cambios físicos y psicológicos suceden durante la adolescencia. El asentamiento y la sabiduría se dan en la vejez.
–A través del hermano psicótico, en la novela se explora ese límite difuso entre la cordura y la locura. ¿Cómo se mueve esa línea, dónde está la frontera?
–Todos pasamos con mucha facilidad de la luz a la sombra; algunos esconden eso y muestran la linealidad, la cordura. Como dice el tango, hay un delgado piolín que nos une a la vida, y también hay un delgado piolín que nos une a la razón.
–Después de publicada la novela, ¿volvió a encontrarse con el ladrón de libros?
–No. Tengo ese deseo profundo de encontrarlo, pero sería también muy problemático porque sin contar detalles sobre el final, la novela no termina bien y él podría retrucarme: “¿Eso pensabas de mí?”. Muchos de mis pacientes me preguntan si el psicólogo de la novela soy yo. Suelo tener en mi mesa unas pastillas de miel y menta que me encantan; entonces los pacientes me dicen: “El personaje come las mismas pastillas que vos” (risas). La ficción se nutre de la realidad, pero no es igual.
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