Domingo, 18 de octubre de 2009 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A LA POETA ALEJANDRA CORREA
Su elogiado poemario Cuadernos de caligrafía presenta un diálogo entre una hija y su padre. Allí explora temas como el destierro, la identidad y el sentimiento de orfandad.
Por Silvina Friera
Un padre que practica caligrafía le enseña a su hija a “dibujar el idioma”. Le pide que escriba, que no se detenga. “Dejales un camino a las palabras”, le sopla al oído un “mandato”. Alejandra Correa, la hija poeta, dialoga con el padre (que murió cuando ella tenía ocho años) en Cuadernos de caligrafía (El surí porfiado), un puñado de poemas que exploran el origen de la escritura, el destierro, la identidad y el sentimiento de orfandad. El padre ordena los trazos y le recomienda en el “Ejercicio 10”: “soterrar la fibra sensible de los días/vaciarse/antes de que el mañana/ imponga sus rutinas/ y dejar que sea un gesto/ el que nos escriba”. Aunque confiesa que todavía le parece fuerte decir que es poeta, Correa tiene cuatro libros publicados y un inédito bellísimo, Los niños de Japón, que ha leído en distintos espacios y ha circulado tanto que Pedro Mairal lo subió en parte a su blog y uno de los poemas fue traducido al portugués por Joca Reiners Terron. Correa tiene también su propio blog: antes de que anochezca.blogspot.com. “Llega un momento en que decís ‘ya sé por qué escribo’ y aceptás esa escritura con todas sus limitaciones. Creo que el día en que me di cuenta de que me iba a morir definitivamente, acepté que tenía que escribir y que ése era mi destino”, subraya Correa en la entrevista con Página/12.
Después de mucho revolver en ese yacimiento inagotable que suele ser la infancia, Correa recordó la imagen de su padre, un trabajador que se ganaba la vida como electricista, practicando caligrafía en unos cuadernos. “Era algo absolutamente extraño; qué pasaba con esa letra, qué era lo que él sostenía en ese espacio, en esos cuadernos. Sentí que la caligrafía era finalmente el último escalón para acercarme a ese hombre que había sido, como todo padre, un misterio”, confiesa la poeta.
–Hay unos versos en los que el padre interpela a la hija: “No traducís una lengua ajena/ sino el dibujo de tu propio idioma/ escrito en cuadernos de caligrafía/ y por un muerto”. ¿Qué busca esa hija?
–Lo que sucede en este libro es que la hija habla con el padre muerto; lo hace hablar a través de recuerdos que son mínimos porque es un padre que murió cuando era una niña, y trata con eso de darse respuestas. La idea es que siempre hay un camino para darse respuestas, aun cuando no haya a quién preguntarle. La poesía da las respuestas; tengo esa impresión. Yo supuse que este padre podría decirme: “qué te metés a interpretar todo, lo que estás haciendo es chino, estás tratando de traducir a un muerto que escribe unos cuadernos, pretendiendo que en ese lenguaje hay un idioma oculto, cuando en realidad es tu propio idioma”. La tensión está dada porque el padre usaba la caligrafía como un espacio de recreo, pero la hija toma ese mismo ejercicio para romperlo y hacer otra cosa.
–¿Encuentra en esa práctica de su padre una especie de génesis de su ser como poeta?
–Sí, creo que por lo menos hay una pregunta. ¿Dónde está la poesía?, bueno, quizá está ahí...
La poesía también está en el cuerpo de Correa. “Voy a parecer una ridícula”, bromea cuando se le pide que cuente la historia de por qué se tatuó un pequeñísimo colibrí en una de sus manos. Desde el living de su casa, todas las tardes veía un colibrí que frecuentaba las plantas del balcón en momentos claves de su escritura. “Una amiga paraguaya, que es narradora oral, me contó la leyenda del colibrí, que es el que trae la palabra al mundo y por eso es un puente entre los hombres y los dioses. Decidí tatuarme este colibrí porque la escritura está en mi vida”, admite Correa, que nació en 1965 en Minas (Uruguay) y desde los tres años reside en Buenos Aires. “Todo lo que he escrito está relacionado con el destierro. No es un destierro político sino más bien económico; tiene que ver con un momento de América latina, sobre todo de Uruguay, que largó mucha gente al mundo por falta de trabajo”, repasa la autora de Río Partido (1998), El grito (2002) y Donde olvido mi nombre (2005).
“Mi familia estaba en comunión con la naturaleza. Minas era una ciudad que se parecía a un pueblo; se vivía mucho en los cerros, con la naturaleza, con los perros. Venir a encerrarnos a Buenos Aires en un hotel fue una pérdida muy fuerte, no sólo por la cultura en sí. El cambio del paisaje y la falta de relación con la naturaleza me marcó muchísimo. En ese hotel Lunel, que aún está a media cuadra de la plaza de Almagro, vivimos escondidos prácticamente hasta que nos dieron la radicación”, revela la poeta. “El combustible de la infancia siempre está; quizá siempre haya un rastro, una necesidad de rescatar algo de esa infancia para poder seguir hacia adelante, sobre todo cuando se trata de una ruptura tan grande como es la muerte, el destierro... Después de la muerte de mi papá, hubo un gran silencio. No se pudo hablar por mucho tiempo, y a veces lo relaciono con el silencio del país, como si hubiese hecho eco en el ámbito familiar.”
–¿Cómo fue encontrando la forma de Cuadernos de caligrafía?
–La imagen era de la niña viendo a ese padre que escribía y le enseñaba a escribir. Se me hizo muy presente la voz de mi viejo diciendo cosas. Quizá todas las personas a las que se nos han muerto los padres demasiado temprano nos hacemos esa pregunta de cómo hubiese sido si hubiese conocido a nuestros hijos. La escritura puede sostener un puente con un muerto, un puente entre generaciones. De ahí surgió este diálogo. Cuando me propuse hacer hablar a un muerto, lo primero que hice fue volver a leer Pedro Páramo. ¿De qué hablaría con este hombre al que no conozco? Los recuerdos de los que puedo hablar son como astillas de lo que quizás hubiese sido ese diálogo; es un ejercicio de ficción.
–¿Esos recuerdos están vinculados con la escritura?
–Son más bien impresiones. Que alguna vez mi papá me enseñó a escribir, sí. Pero no como algo cotidiano. Lo que está detrás de estos poemas es la escritura y la identidad. El hecho de que la identidad haya que reconstruirla porque el padre se murió a los ocho años y se llevó todo ese secreto que tiene que ver con quién sos en el mundo, hace que después, cuando escribís, lo que estás escribiendo todo el tiempo es tu identidad.
–¿El microcosmos familiar es como su reino en la poesía?
–Sí, pero no es el mío solo. Coincido con esa teoría de que con el retroceso de lo público lo privado empezó a ser el terreno de la ficción, de la poesía. En algún momento fue la patria, después el país, la familia; hoy la poesía apunta a la experiencia del individuo en el mundo. Pertenezco a una ancha franja de personas que creen que la familia está en el centro de la escena.
–¿Con qué poetas siente que forma parte de una familia más amplia?
–Por suerte es una familia móvil que voy eligiendo. Ultimamente regresé a Octavio Paz, que había leído hace mucho. Más allá de los valores literarios, de lo que diga el mercado, hay momentos en que uno conecta con alguien porque tal vez está en la misma sintonía o está pensando cosas similares. Clarice Lispector me vuela la cabeza siempre, y más acá Diana Bellessi y Roberto Raschella son como unos padres literarios que he elegido en secreto porque siento que son dos poéticas que marcan caminos. Aunque son muy distintos, no se cierran en una sola obra, en una sola idea, sino que escriben un camino. Y eso lo hacen los grandes poetas.
Los poemas inéditos de Los niños de Japón abren el juego hacia otras zonas de la orfandad, pero con resonancias en el mundo. “Uno está escribiendo siempre el mismo libro, y vuelve a buscar sobre esas ruinas para ver qué se ilumina de nuevo. Hay constantes en mi poesía como el río, la partida, las orillas”, enumera Correa.
–También aparece la idea de la escritura como parto, ¿no?
–Sí, me puse a escribir seriamente después de haber tenido una hija. Aunque sea una ilusión, con la escritura pensás que dejás algo que escape a tu tumba.
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