LITERATURA › CéSAR AIRA, CARLOS FRANZ Y RAFAEL GUMUCIO EN LA FERIA DEL LIBRO DE SANTIAGO
En el encuentro entre narradores de ambos lados de la Cordillera aparecieron cuestiones como la importancia de la nacionalidad y la tradición en la literatura. Ambos “bandos” manifestaron admiración por los “rivales”.
› Por Silvina Friera
Desde Santiago
Apenas se puede caminar por el Centro Cultural Estación Mapocho. Los santiaguinos han decidido exorcizar la tarde de domingo por los pabellones de la Feria Internacional del Libro de Santiago. Algunos compran los carísimos libros chilenos, que pagan un IVA del 19 por ciento; otros asisten al homenaje a Jorge Edwards. Con paciencia para esquivar jóvenes, chicos y adultos, un puñado se abre paso entre la multitud hasta llegar a la sala donde se producirá el encuentro entre narradores argentinos y chilenos. El equipo visitante está encabezado por César Aira, Damián Tabarovsky y Eduardo Rubinschik; los hombres de punta chilenos son Carlos Franz y Rafael Gumucio. El arbitraje, la moderación, la llevan adelante los locales, el crítico Pedro Pablo Guerrero y Alvaro Matus. En este partido la pelota se clavará en el ángulo del realismo o se desviará hacia lo fantástico. De arco a arco, se volverá sobre la vieja división internacional del trabajo, pero no la marxista, sino la que ha planteado que los narradores habitan del otro lado de la Cordillera mientras que los poetas abundan por estas tierras. Uno de los jugadores sorprenderá con una gambeta extraordinaria: una inversión en la cuna entre “el chileno” Borges y “el argentino” Neruda cambió para siempre nuestros destinos. Otro demostrará su afición por los raros chilenos, Juan Emar y Braulio Arenas. En la primera fila se sienta el embajador argentino Ginés González García para seguir de cerca las idas y vueltas del partido.
Aira rompe el hielo y recuerda un viejo chiste de cementerio chileno, donde hay una lápida que dice: “Aquí yace fulano de tal, quiso ser poeta, pero sólo llegó a ser poeta chileno”. “Todos aspiramos a ser escritores; cuando se dice que un escritor es argentino es como que lo disminuyen un poco o le sacan algo. Pero por mi parte no tengo ningún problema en ser un escritor argentino. La diferencia está entre ser un escritor argentino y un argentino profesional.” Con la globalización y la supuesta instantaneidad de las comunicaciones daría la impresión de que la narrativa no tiene fronteras. Pero Aira subraya que sigue pensando que la nacionalidad tiene importancia. “Perder el rasgo argentino o chileno y uniformizarnos como escritores me parece que sería perder algo importante.” Franz sale con los tapones de punta. “La primera invención literaria es la identidad, pero la invención ha funcionado; hay rasgos distintivos que permiten identificarnos.” El narrador chileno repasa la “curiosa” división del trabajo que se han autoasignado argentinos y chilenos en materia literaria: la prosa narrativa allá, la poesía acá. “Esto dista de ser un cliché; ha sido muy operativo. En mis primeras visitas a Buenos Aires, amigos argentinos narradores me decían: ‘¿Para qué te vas a dedicar a la narrativa si la tradición chilena es la poesía?’. Yo pensaba que al no tener una tradición narrativa tan potente, seríamos más libres para inventarnos una o para robar de la tradición literaria argentina, que es lo que por mi parte he intentado hacer.”
Otra división del trabajo más reciente que menciona Franz es aquella que sentencia que la narrativa argentina se caracterizaría por lo fantástico mientras que la chilena se inclinaría en dirección al realismo.
Tabarovsky lee dos brevísimos fragmentos de Buenos Aires-Santiago de Chile: Ida y vuelta (Ediciones de la Flor). Uno, de una de sus escritoras favoritas, la chilena Violeta Quevedo, en el que durante su periplo por el cementerio de la Recoleta le exigen “títulos de presentación”; el otro, de Juan José Sebreli, “un relato brutal en el límite del racismo”. Los dos textos remiten a malas experiencias a ambos lados de la Cordillera y comparten “las imágenes encontradas en relación con la mirada del extranjero en otra sociedad”, sintetiza el autor de Literatura de izquierda. “Me interesa pensar las literaturas nacionales, entender a la propia tradición nacional como una diferencia. Si no, tenemos que caer en preguntas que no quisiera hacer, como ¿qué vuelve argentina a la literatura argentina? o ¿qué hace chilena a la literatura chilena? Son preguntas que terminan en algún tipo de esencialismo. Prefiero inscribir a la literatura argentina y chilena en los márgenes de su propia tradición. Entender a este conflicto como un juego de diferencias.” Tabarovsky cita una frase de Héctor Libertella para dejar la pelota picando: “Soy un escritor periférico de un país periférico, soy un escritor central”.
Siempre se agradece cuando la reflexión viene de la mano del humor. Gumucio, el más joven y tal vez el más arriesgado, recuerda que uno de los libros fundamentales de la literatura argentina, el Facundo de Sarmiento, fue escrito en Chile. “La pregunta por la civilización y barbarie es el gran tema de nosotros, aunque respondemos de manera diferente”, plantea el escritor. Gumucio, autor de La deuda, novela que publicó en la Argentina Mondadori, asegura que hay pocos paralelos entre ambas literaturas, que no podría establecer cuál es el Manuel Rojas argentino o el Bioy Casares chileno: “Siempre he pensado que cuando Borges describe a Buenos Aires, describe a Santiago; los poemas de Borges sobre Buenos Aires son los poemas más santiaguinos que he leído en mi vida. Es el poeta que al gusto chileno más hubiese agradado. En cambio, Neruda venía como anillo al dedo al gusto argentino: es grandioso, marítimo, enorme. Hubo una especie de inversión en la cuna y eso transformó nuestros destinos. Borges era un poeta chileno al que le dijeron que tenía que ser argentino e inventó la literatura argentina; y Neruda era un poeta argentino al que le dijeron que tenía que ser chileno e inventó la literatura chilena”. Gumucio destaca que ambas literaturas se han diferenciado, complementado y odiado. “No sé si hay en la literatura latinoamericana muchos ejemplos de esta interacción”, afirma.
Rubinschik evoca el fuerte impacto que le produjo la lectura de Rojas. “Como dice un amigo mío, cuando el realismo hace un gol, es al ángulo. Y Manuel Rojas lo hizo con Hijo de ladrón.” También comenta que Borges, en el prólogo a Cuaderno San Martín, revela que tuvo la vana pretensión, en ese libro, de ser un poeta argentino y luego se dio cuenta de que era inevitable serlo. “En mi caso, nunca estuvo la nacionalidad en juego, sino las lecturas. No soy un pensador de la literatura, sino un navegante de la escritura”, se define. “Lo que nos une y borra todo frontera es la pelea contra cierta uniformidad global. Todos tratamos de buscar una singularidad.” Aira también reconoce la conmoción que le produjo la lectura de Rojas, “el más grande de todos”, y cuenta por qué le gustan dos escritores chilenos un tanto olvidados como Juan Emar y Braulio Arenas. “En los cuentos de Emar encontré un parecido extraordinario con Gombrowicz. De algún modo me aficioné a los raros chilenos. La literatura chilena es la más rica en locos. Y tengo una teoría; en contraste con la anarquía mental argentina, los chilenos son gente disciplinada, ordenada, racional, pero cuando esa racionalidad y disciplina tiene una grieta, aparece el chorro de la locura.” De Arenas, una debilidad personal del escritor argentino, Aira se pregunta por qué no han reeditado Los esclavos de sus pasiones, una “maravillosa” novela collage. “El autor no escribió una palabra de esa novela, sino que la hizo recortando fragmentos de viejos folletines decimonónicos chilenos.” Entre conjeturas, invenciones, escritores periféricos y centrales, raros y locos, el encuentro termina en un interesante empate.
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