LITERATURA › EL COLOMBIANO SANTIAGO GAMBOA HABLA DE NECRóPOLIS, SU NOVELA MáS AMBICIOSA
Así define el autor de El cerco de Bogotá a su nueva novela, que profundiza obsesiones anteriores y lo hace a un ritmo que, como diría uno de los protagonistas de su obra, atrapa “del forro interno de los huevos, con perdón de los artepuristas”.
› Por Facundo García
Hay pocos narradores capaces de abordar con la misma destreza a personajes tan disímiles como los de Necrópolis, la novela de Santiago Gamboa que recibió el premio La Otra Orilla y acaba de publicar Norma. Las criaturas del colombiano –frecuentemente tiernas, siempre desesperadas– pululan en cuatrocientas cincuenta páginas que a poco de arrancar provocan el extraño deseo de una segunda lectura. Así, el autor profundiza obsesiones anteriores sin caer en la trampa del virtuosismo, y lo hace a un ritmo que, como diría uno de los protagonistas de su obra, atrapa “del forro interno de los huevos, con perdón de los artepuristas”.
El detonante es casi remanido: un literato acaba de recuperarse tras una larga enfermedad y recibe la invitación para asistir a cierto congreso en Jerusalén. Sitiados por una guerra que sólo se mostrará lateralmente, los conferencistas se juntan para contarse biografías de individuos aparentemente comunes. Pero en este Decamerón del siglo XXI las cosas nunca son como parecen. “Yo quería hacer un libro en el que estuvieran América latina, las guerras, el dolor, la violencia, el erotismo. Grandes ejes de lo que nos sucede cada día, y también de la ficción”, enumera Gamboa. Esos temas que pueden sonar rimbombantes encuentran en Necrópolis un suelo fértil para crecer y entrecruzarse en fuga armónica. Y no lo hacen a través de grandes figuras. Lo que hay es un manojo de almas que “intentan salir a buscar algo mejor, sin saber si en esa búsqueda los espera un infierno más aterrador que el que ya conocen”.
La apuesta, en cualquier caso, es ambiciosa. “Es que hay que ser ambicioso con la literatura, porque después uno termina escribiendo un veinticinco o treinta por ciento de lo que quiso hacer”, ironiza el bogotano cuando le consultan si costó mucho lograr que en una misma historia convivieran un escritor, un librero, un empresario judío-colombiano, una militante del “porno de izquierda” y un líder religioso lleno de tatuajes.
–Cada uno de sus personajes se expresa de modo completamente diferente, lo que le ha valido elogios de la crítica. Maturana, el pastor evangélico que reconoce haber dejado de ser un “tremendo pedazo de mierda untada a un palo” gracias al “Big Master” –es decir, Dios–, es especialmente fascinante, y de hecho “se roba” la novela. ¿Cómo hizo para captar los giros lingüísticos de un marginal latinoamericano de la actualidad, habiendo vivido tanto tiempo en Europa?
–Justamente, yo buscaba hacer de Maturana una especie de representación de América latina. Como eso era muy amplio, lo reduje al área del Caribe. Luego de veintidós años fuera de Colombia he aprendido que los que se sienten más latinoamericanos tienden a ser los que están viviendo afuera. Por eso situé a Maturana en Miami. En lugares como ése, uno descubre cómo millones de latinoamericanos se aferran a su identidad y al sueño de inventarse una existencia digna, a pesar de estar rodeados de violencia.
–En ese intento por aguantar, el colombiano y el argentino se acercarían...
–Mira, yo me di cuenta de lo que era ser latinoamericano estando en España. Si pasaba algo, automáticamente uno sabía que los de la Argentina, Perú, México o cualquier otro rincón de aquí iban a estar junto a uno, aun cuando no conocieras sus países ni supieras quiénes eran. Funcionaba así: de un lado los españoles y del otro, nosotros. No por una cuestión de enfrentamiento, sino por una cercanía tácita e inmediata, como cuando entras a una fiesta y reconoces a un pariente. Entonces quise hacer un individuo que contuviera esta unidad. Me gusta imaginar a Maturana como metáfora. Un poco perdido, un poco golpeado, haciendo grandes esfuerzos por creer en algo y encontrándose con una realidad dura. Se parece bastante al continente.
Necrópolis viene a continuar una línea ya presente en El síndrome de Ulises. “Intuía que esa idea de un ‘carrusel de voces de gente común’ podía llevarse más allá. En la calle uno encuentra tormentas de heroísmo, cobardía, mentiras, traición, lealtad, amor. Te aseguro que eso se ve con más claridad y belleza en los barrios que en las sagas de los grandes héroes. Para mí lo de los héroes responde a una mirada reaccionaria, incluso desde el punto de vista estético”, define el entrevistado. Los engendros de Gamboa tienen erecciones inesperadas, revisan el Facebook, se mojan los calzones y tienen crisis de confianza. Esos actos diminutos contribuyen a dar carnadura a un relato que sería poco creíble de no haber pasado por una pluma experta, que además se identifica con la literatura como trinchera posible para dispararle a la estupidez.
Claro que cuando este colombiano de hablar pausado dice “literatura” no está hablando de todo lo que se escribe, y mucho menos de todo lo que hacen aquellos que se dedican a los libros. Por eso se permite retratar con acidez las situaciones que se dan en las reuniones entre intelectuales. Se burla, por ejemplo, del chupamedismo que hay hacia los editores; de cómo “los escritores y escritoras hacen denuncias, toman partido y elevan la voz, lo que les da una gran visibilidad en la prensa”; de la manera en que “los libros del polemista serán los más vendidos” y de cómo al final “los bancos y las entidades financieras o políticas” que esponsorean los encuentros querrán continuar poniendo plata en la organización, “incluso con el apoyo de la autoridad que fue criticada o insultada”.
Esa mirada ajena a los circos de la palabra tiene raíz en la experiencia de haber pasado por situaciones que ponen al lenguaje en crisis. En 1993, durante la guerra de Bosnia, Gamboa fue corresponsal en Sarajevo por cuatro meses. Los misiles estallaban sobre las casas, mientras la miseria repartía actos sublimes y traiciones que muchas veces eran cometidos por una misma persona en el lapso de dos o tres horas. “Yo era corresponsal en París, y cada vez que volvía a Francia sentía que allí había un lujo insultante. Lo real estaba ahí donde había tantos hombres y mujeres dispuestos a hacer lo que fuera para subsistir. Ahí estaba la belleza y lo admirable que tiene la defensa de la vida”, rememora el artista. Muchas sensaciones de aquella tragedia terminaron en su prosa.
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