Mar 05.01.2010
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LITERATURA › SILVIA MALDONADO HABLA DE LA BIENAVENTURANZA

Palabra de sobrevivientes

En su novela, la autora da cuenta de una mirada distinta sobre la vida política de los ’70, a través del reencuentro de un puñado de militantes que se reúnen después de treinta años. “Mis personajes quieren huir de esta idea melancólica y sacrificada de la militancia”, dice.

› Por Silvina Friera

Un grupo de ex militantes políticos, que reciben un telegrama, se juntan en la casa de Beatriz, en el desierto. Hace treinta años que no se encuentran Helena, Germán, Raulito y La Enana. La evocación a La Rusa Graciela, la compañera asesinada por un policía con la cara picada de viruelas en 1976, se hilvana con los recuerdos que cada uno deja fluir, como puede, en una ronda que parece un ajuste de cuentas con ese pasado, pero además una puesta en escena en la que se revela cómo siguió la vida de cada uno después de esa pérdida, que los dejó postrados por la tiranía de la tristeza. “Yo sería médico, ella (por La Rusa) veterinaria, habría un mundo mejor. Incluso, más tarde, cuando nos dimos cuenta de los riesgos, de los horrores y de las ausencias, acordamos seguir adelante con alegría. Siempre fuimos alegres, felices, ¿cómo no?, si íbamos a vencer el dolor humano”, dice Raulito. La dueña de casa, a la que le queda poco tiempo de vida, no duda en afirmar que La Rusa no hubiera querido que ellos permanecieran más tiempo medio muertos, hundidos o congelados. Entonces deciden regresar a la mañana siguiente a Buenos Aires para reparar las ofensas recibidas, rehacer el camino de La Rusa y despedirla como se merecía. Así comienza la primera parte de La biena-venturanza (Paradiso), novela de Silvia Maldonado, una road movie que propone un atípico recorrido crítico por la historia reciente de la militancia y el exilio en el que horada el cliché del sacrificio y la congoja de esa generación.

Si en la segunda parte –titulada “La libertad, o el auto del suicidado”–, los personajes atraviesan el desierto, conjurando el abatimiento por las venganzas privadas no concretadas; en la tercera, que responde al título de la novela, llegan a una Buenos Aires “engreída”, donde comprenden que juntos superarán ese dolor de náufragos que los ha paralizado. “De alguna manera, la historia de la novelística nos enseña que existen dos tipos de relatos, el que ofrece respuestas a las dudas del lector y el que plantea preguntas. Para mí estos últimos son los mejores, y La bienaventuranza se encuentra entre ellos; por eso hay que leerla”, dijo Federico Jeanmaire durante la presentación de la novela en la Biblioteca Nacional. “Es un texto en cuyo centro la autora pone a las palabras: la del título, bienaventuranza, es bella y olvidada; es más que felicidad porque nos remite a una celebración duradera, a la eternidad diría un creyente. Leyendo esa novela recordé a Los siete locos, de Roberto Arlt, y hasta a La Chanson de Roland: encierra una extraña épica”, explicó Jeanmaire.

Antropóloga, lingüista y autora de El ícono de Dangling, su primera novela, finalista del premio Clarín en 2006, también publicada por Paradiso, Maldonado cuenta que quiso escribir una novela sobre el exilio. Pero por esos atajos maravillosos de la ficción, finalmente se impuso la necesidad de cuestionar la idea de que la militancia había sido sacrificada, oscura, seria, carente de felicidad; que los militantes no disfrutaban la vida. “Presentar a esos exiliados como aparentemente vencidos al principio me costaba, pero a medida que ellos buscan una salida comienzo a relatar con más humor”, señala la escritora a Páginal12. “No es una novela convencional ni muy correcta; ellos son unos traidores, unos vencidos que creen que pueden redimirse a través de las venganzas individuales, pero después se dan cuenta de que no pueden –reflexiona la autora–. No tiene nada de autobiográfico; como siempre, los personajes se me fueron de las manos y no tienen en general ninguna relación con lo que fue nuestro exilio.” Sobrina de Edgar Bayley, Maldonado admite que crecer en ese ambiente, “me hizo estar rodeada de poetas”. En los ’70, mientras escribía sus primeros poemas, militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Su primer compañero, Alejandro Almeida, el hijo de Taty, está de- saparecido. Aunque su exilio, repartido entre Venezuela y México, fue “muy difícil”, pudo estudiar antropología. Al regresar a la Argentina, se dedicó a la docencia y a la investigación en la Universidad de Buenos Aires. “Cuando terminé con la vida académica, empecé a escribir nuevamente. Pasaron más o menos 25 años”, repasa, con las palabras calibradas, la escritora.

–¿Por qué aún hoy prevalece la figura del militante como un ser triste, sacrificado?

–Será una cosa que nos viene del catolicismo, pero creo que los militantes no se sentían así, que esa idea del sacrificio es una construcción posterior. Uno de los personajes de la novela lo plantea en un momento cuando dice cómo no iban a ser felices ellos si iban a vencer al dolor humano. Militaban con felicidad, con alegría. La pretensión fue presentar a la militancia de los ’70 como si fuéramos cuáqueros (risas). Hubo tanto sufrimiento que lo que primó fue la historia del martirio que padecimos los argentinos, no sólo los militantes. Los personajes de esta novela no intentan enseñarle nada a nadie, ni decir lo que está mal o lo que está bien. No hacen una apología de la victoria ni de la derrota ni juzgan; pero plantean que persistir en esa reflexión los ha transformado en esos fugitivos tristes que no pueden salir. Después, es cierto, vino la derrota... y estos personajes quizá se convencieron de eso hasta que empiezan a reflexionar y a conocer las causas de lo que pasó, de la muerte de La Rusa, que posiblemente sea muchas compañeras en una sola, pero que era una persona alegre. Mis personajes quieren huir de esta idea melancólica y sacrificada de la militancia.

–¿Qué resonancias tiene el desierto que atraviesan los personajes?

–Puede ser que ellos atraviesen un desierto existencial; lo recorren en conjunto porque solos no lo podrían hacer, y ahí encuentran las verdaderas causas y empiezan a comprender. A mí me impresionó mucho el relato de Paul Celan sobre Heidegger, cuando él trata de que Heidegger confiese, cosa que no hace. Lo lleva en un viaje por pantanos sembrados de tumbas sin nombres para que el filósofo se disculpe. Pero Heidegger no alega nada, no se disculpa, y Celan escribe el poema “Aquel que nos conduce”. Los personajes de mi novela saben que son sobrevivientes, pero no van a ser otra vez exiliados. Cruzar el desierto en la Argentina los enfrenta con la historia de nuestro país. Y exagerando un poquito, quizá esa parte del desierto puede ser también proyectos de la Argentina inacabados. En el desierto, también se dan cuenta de que no son los únicos, que no están solos. La novela plantea un tema ético, no un problema moral. No quiero contar el final, pero siempre está la posibilidad de que haya una luz escondida.

–¿Pensó en el éxodo bíblico cuando los personajes se dirigen hacia Buenos Aires?

–Sería al revés, el regreso del Exodo, lindo título, ¿no? (risas). Es cierto que es una novela un tanto épica, pero en realidad la diferencia con el éxodo bíblico es que en La bienaventuranza se cruza el desierto volviendo...

“Como verás, no soy muy conversadora”, dice la escritora, medio en broma, medio en serio, como pidiendo disculpas. Tiene una novela inédita, en rigor la primera que escribió, que es una saga con mujeres irlandesas en la Argentina. “Escribir me produce mucha felicidad; mi venganza es la escritura, con todas las dificultades que eso supone en la Argentina.”

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