LITERATURA › ENTREVISTA A ALBERTO TROTTA, AUTOR DE LAS LUCES NO ALCANZARON
Al escritor se le hizo necesario resolver “el entripado” de sus dos experiencias carcelarias como preso político y eligió utilizar la ficción para cubrir los huecos que treinta años de vida posterior dejaron en su memoria.
› Por Silvina Friera
Lo previsible ocurrió: el abogado Juan Carlos Vilora perdió su libertad durante la dictadura de Agustín Lanusse. Era delegado gremial de las fiscalías en los Tribunales de Santa Fe cuando lo detuvieron sin causa y quedó a disposición del Poder Ejecutivo. El primer destino fue el penal de Coronda –“el pueblo de las frutillas”–, una cárcel con presos comunes en la que formó un grupo de estudios, la Nurapó (Nueva Ranchada Politizada). Después de unos meses lo llevaron a la tristemente célebre cárcel de Rawson, gran laboratorio de utopías en la que convivían presos políticos de Montoneros, Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo, PRT-ERP y Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), entre otras organizaciones. “Lo primero que nos enseñaron es a resistir adentro”, dice el abogado y militante del PRT, que pronto aprenderá a repetir ese apotegma acuñado ante un riesgo o una indiscreción: “No pregunte, no comente, no permita que le cuenten”. El tercer y último traslado fue a Devoto, donde comprendió, siguiendo a Ho Chi Minh, que “la cárcel es la primera escuela de un revolucionario”. La asunción de Héctor Cámpora el 25 de mayo de 1973 llegó de la mano de la promesa de amnistía. Con el penal tomado dos días antes y una multitud de militantes, familiares, miembros de los organismos de solidaridad y vecinos que penetraban festivamente y casi sin restricciones, “conducta más propia de un parque de diversiones que de una cárcel”, se exigió liberar inmediatamente a todos los presos políticos del país. Aunque fueron liberados, ese amanecer, necesario, no fue suficiente. Las luces no alcanzaron. Presos políticos, de Lanusse al Devotazo (Imago Mundi), de Alberto Trotta, es una “novela testimonial”, un híbrido entre ficción y experiencia.
Este hibridaje surge de la imposibilidad de Trotta –abogado y militante del PRT en los ’70, como el protagonista de la novela–, de tener acceso a una “memoria total”. Los recuerdos se traspapelan o se fugan irremediablemente. Para poner en negro sobre blanco acerca de ese período de su vida, necesitó del rocío de la ficción, que le permitió, en ciertas zonas donde la “realidad” se tornaba imprecisa, apelar al comodín de la imaginación. “En principio, este libro fue escrito en tercera persona –cuenta Trotta con esa voz que transparenta, por momentos, su acento litoraleño–. Después lo pasé a primera, con un personaje de ficción que me daba mayor libertad creativa. Estos hechos pasaron hace más de treinta años; había partes que tenía que ficcionalizar, aunque muy poco, por algunos datos o informaciones que no recordaba.” Este hombre del litoral, como le gusta definirse, nació en Reconquista en 1943, se crió en Paso de los Libres y egresó como abogado en la Universidad Nacional del Litoral (UNL). “Mi experiencia en la cárcel era un viejo entripado que tenía metido y pensé que era información que la gente tenía que conocer, porque prácticamente no se ha escrito nada de aquella época –plantea–. El libro tiene un valor documental para las jóvenes generaciones, los estudiantes de historia, de sociología, de filosofía, para que puedan saber lo que pasó.”
–Que no se escriba sobre ese período, ¿se deberá a un resabio de ese lema de la militancia: “No pregunte, no comente, no permita que le cuenten”?
–Todas las organizaciones trabajaban en total y absoluta clandestinidad; nadie tenía que saber más de lo necesario, por si esa persona caía presa y se quebraba en la tortura. Por eso cuando alguien cometía un pequeño desliz, inmediatamente saltaba algún compañero y decía esa frase. Era el apotegma que se manejaba por una cuestión de seguridad. Un tipo que tenía mucha data, mucha información, caía preso y sabía que había que levantar toda una zona de trabajo muy importante. Sólo se sabía lo necesario.
–Pero, ¿no cree que ese apotegma sigue teniendo resonancias en la actualidad, que muchos ex militantes prefieren no hablar, por pudor, por arrepentimiento o bien porque hay “secretos” que aún sienten que deben guardar?
–Sí, puede ser... Y tal vez no hablan hasta por miedo. Hay mucha gente que la pasó muy negra y esos miedos son legítimos y fundados. Contar una pequeña anécdota y escribir dos paginitas no es difícil. Pero escribir un libro es un trabajo muy arduo que requiere de una severa disciplina. A mí me costó prácticamente siete años. Lo que originó todo esto fue una pareja de ñanduces (risas).
–¿En serio?
–Sí. Tengo un primo hermano que es veterinario en Paraná. Una vez tuvo que vacunar a una partida de vacunos y con una camioneta lo llevaron a quince minutos del casco de la hacienda. Mi primo se fue acercando al alambrado, hasta que de pronto se paró una pareja de ñanduces que estaba en la nidada, y el macho salió a correr a mi primo, que es un urso de casi dos metros. Mi primo creía que estaba a salvo porque saltó el alambrado. Pero el ñandú empezó a buscar la forma de pasar, encontró un agujerito, metió la cabeza, la pata y pasó. Y comenzó a atacar a mi primo, a tirarle puntazos con las patas. El ñandú le fue rompiendo y ensangrentando toda la ropa. Mi primo se estaba cansando, la tarde caía y el bicho no cejaba; retrocedía y lo volvía a atacar. Mi primo se le tiró encima, lo agarró del cogote, pero al ñandú le quedó libre una pata con la que empezó a rasquetearle el arpa de las costillas. A mi primo no le quedó más remedio que ahorcarlo. Y así, como un payaso deshilachado, llegó a la estancia. “¡Pero doctor! ¿Qué le pasó!”, le dijeron cuando lo vieron. Le contaron que los ñanduces son bichos muy cuidadores; que una vez había llegado el hermano del dueño de la estancia y los ñanduces también lo corrieron. Cuando mi primo me contó todo esto, me dije: “Esto es un cuento”. Lo escribí y lo llevé a un taller de escritura. Con muy buen criterio, un día la profesora me dijo que era el momento de empezar a escribir esa experiencia carcelaria que tenía atragantada.
–Aunque dice que tenía la experiencia carcelaria atragantada, en el libro no hay una mirada negativa o pesimista, incluso pareciera que fue un espacio de aprendizaje.
–Totalmente. No quería escribir algo truculento ni duro. Las experiencias dentro de la cárcel fueron muy enriquecedoras y transformadoras para todos. El libro me salió así porque soy más bien optimista; tengo una actitud positiva frente a la adversidad. Y siempre busco la forma de salir adelante.
–¿La cárcel es la primera escuela de un revolucionario, como afirma Ho Chi Minh?
–Claro, aprendí lo que es la solidaridad, el estoicismo; si agarrabas la individual, estabas muerto. Tenías que estar totalmente disciplinado con el colectivo. En el libro cuento de un personaje, Pitty, que era un obrero de Giol y le tocó un garrón. Estaba tomando un café en un bar un día que se descolgó una volanteada y lo detuvieron. En la cárcel se disciplinó, creció, evolucionó.
–¿Hasta qué punto Cámpora fue un “factor de unidad” entre las distintas organizaciones políticas que estaban en Devoto?
–Creo que Cámpora no fue un factor de unidad.
–Pero había una esperanza en común por la liberación.
–Sí. La realidad de lo que pasaba dentro de las cárceles distaba mucho de lo que ocurría afuera. Cuando empezó la negociación con el ministro del Interior (Esteban) Righi, mandaron a desalojar a las 50 mil personas que rodeaban el penal. Si no era por esas 50 mil personas que presionaban, habría sido más difícil que se diera el indulto presidencial, a pesar de que estaba en el programa del Frejuli. Es muy posible que esa libertad se hubiera dado, pero no ese mismo día. Me parece que querían evitar el hecho político de la salida colectiva.
–Lo que sorprende en el libro es la parte en que cuenta el apoyo que tenían de los vecinos de Devoto.
–El pueblo se había metido en la cárcel; no parecía una cárcel sino un parque de diversiones. La gente estaba muy embroncada con las muertes de Trelew, nueve meses atrás. Esto habla también de la gran inserción popular que tenían los movimientos en aquella época, cuando ahora se creen que eran grupúsculos. Había manifestaciones multitudinarias de cuadras y cuadras de jóvenes. En los ’70, el insensible era un marciano. Nadie podía estar al margen, aunque hubo mucha gente que lo estuvo; los mismos que después de las atrocidades del ’76 decían que no sabían que había exiliados, desaparecidos, muertos. Es gente que está fuera de la realidad.
–¿Por qué ese título? ¿Por qué las luces no alcanzaron?
–Es una metáfora sobre la derrota...
–Aunque en el ’73 la derrota estaba en un horizonte “lejano”.
–Pero escribí el libro treinta años después. En ese momento, es cierto, pensábamos que las luces alcanzarían porque había una embriaguez de poder colectiva.
Después de la liberación, Trotta se fue a Mar del Plata. Estuvo un año y medio en libertad, pero en 1975, durante el estado de sitio de Isabel Perón, cayó otra vez preso junto a un grupo de abogados y ex presos políticos. “Fue mi segunda encanada –dice con un rictus de disgusto en los labios–. Nuevamente a disposición del Poder Ejecutivo, tramité el ‘derecho de opción’ y me fui al exilio.” Vivió en Venezuela, Francia, España e Italia, hasta que regresó al país, en 1985.
–¿Qué es una “novela testimonial”?
–Es una novela que deja una enseñanza; es el relato de una experiencia que, si no la escribe esa persona, no puede escribirla nadie por ella.
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