LITERATURA › ENTREVISTA AL EDITOR ESPAñOL JOSé MANUEL GóMEZ RODRíGUEZ
Vino a la Argentina por primera vez en 1975 para publicar El túnel, de Ernesto Sabato. Con cuarenta años en el oficio, reflexiona sobre el impacto que generará el salto tecnológico: “El libro hoy está mucho más cercano al pueblo. Antes era un objeto inaccesible”.
› Por Silvina Friera
El hombre sin arrugas extiende la mano y saluda con una amabilidad radiante en el bar de un hotel de Retiro. El asturiano José Manuel Gómez Rodríguez, presidente del grupo Anaya, podría perfectamente mentir sobre su edad sin que nadie se diera cuenta. Cuando dice que tiene 61 años, no queda más remedio que creerle. No hay en su rostro esos surcos o grietas que separan las expectativas de la juventud y la realidad de la madurez. Acaba de recibir la distinción Huésped de Honor de la Ciudad de Buenos Aires “por su infatigable aporte a la promoción del libro y la lengua castellana, y por su vigorosa difusión de la literatura y la producción intelectual argentina, en España y en el mundo”. En 1975, cuando la oscuridad y el miedo empezaban a darse la mano por las calles de esta ciudad, un joven editor español –formado en Madrid, Nueva York y Londres– llegó con el deseo de publicar la primera edición crítica y anotada de El túnel, de Ernesto Sabato, en la entonces flamante colección Letras Hispánicas de Ediciones Cátedra, que incluiría además obras de Julio Cortázar, Manuel Mujica Láinez y Roberto Arlt, entre otros. “Cuando me tomaba un taxi para ver a un autor, a veces había que cambiar el recorrido por la explosión de una bomba. Era otra sociedad”, recuerda. Las impresiones de ese paisaje con el que se encontró en su primera visita tal vez le proporcionaron la materia prima de su primera consigna, aquella que, andando el tiempo, acabaría por convertirse en el lema de su vida, que ahora repite ante Página/12: “La obligación del editor es adaptarse y reiventarse”.
Las antenas de Gómez Rodríguez se dirigen al futuro, que intuye, prevé y comprende con vertiginosa rapidez. Todo arrancó en Pilón (Asturias), donde nació en 1948, “un lugar rodeado de montañas, muy poco accesible, una zona eminentemente rural”, describe la geografía de donde viene. “Cerca hay un molino que se llama Molino de Friera; mis bisabuelos eran los propietarios. Somos todos familia ahí”, aclara incluyendo en el sustantivo, para su sorpresa, a quien esto escribe. Por problemas económicos, su familia rumbeó hacia Brasil cuando él tenía 9 años. Después regresó a España y comenzó a trabajar en una librería madrileña, Díaz de Santos, especializada en libros científicos técnicos. “Podía burlar la censura franquista por pertenecer al rubro científico; entonces entre los 300 títulos que ingresaban siempre se colaba uno prohibido”, recapitula esa primera experiencia, vivida cuando tenía 18 años. El hombre sin arrugas ha recorrido un largo camino con escalas en Nueva York y Londres, por su trabajo en la Editorial John Wiley; en París, donde formó parte de Hermann Éditeurs; hasta que en 1974 se incorporó a Ediciones Anaya y colaboró en la creación de lo que más tarde se denominaría Grupo Anaya.
Llegó a Buenos Aires por primera vez en 1975 para la creación de Letras Hispánicas, una colección dirigida a alumnos de la escuela secundaria. “Queríamos hacer unas ediciones distintas de las que estaban circulando en ese momento, queríamos innovar en el terreno de los libros para el aula”, subraya. Entonces conoció a Sabato y también a Adolfo Bioy Casares. Gómez Rodríguez tenía 24 años y estaba avanzando, con pasos firmes, en una profesión que no se estudiaba en la Universidad. “Lo que recuerdo de esa época es haber oído mucho; probablemente eso hace que hable demasiado ahora porque me tocaron muchos años de absorber”, plantea el presidente del Grupo Anaya, miembro del comité Ejecutivo Internacional de Hachette Livre y presidente del Comité de Alfabetización y Políticas del Libro de la Unión Internacional de Editores (Ginebra).
Una de las transformaciones radicales de las que fue testigo en más de 40 años de faena en el mundo editorial es la expansión de la oferta. “Hay más libros, más títulos; no sé si eso es bueno o malo porque muchas veces el exceso también confunde. Pero lo cierto es que el libro hoy está mucho más cercano al pueblo –afirma Gómez Rodríguez sin titubear–. Cuando yo iba a clases, los libros estaban en el armario, bajo llaves; era un objeto inaccesible. Ese es el gran cambio que veo. El libro está al alcance de todos y sigue siendo el regalo más barato y el que menos complicaciones tiene.” Aunque cultiva un optimismo enfático, que se traduce en la divisa “el saber se transmite a través del libro”, advierte acerca de un puñado de nubarrones que empañan el horizonte. “El peligro que tenemos es que la palabra escrita ya no es ley porque todos pueden escribir, porque todos pueden informarse o mal informarse. En lo que circula en Internet, sobre todo la información gratuita –y muchas veces pirata–, hay mentiras. El libro ya no tiene barreras y nadie dice que hay fe de erratas, pero las hay porque se publican muchos más títulos con menos gente. Una editorial que se precia tiene que tener una buena gramática, un cuaderno de uso, que sepa cómo llamar a las cosas de la misma manera.”
Gómez Rodríguez sigue al pie de la letra la obligación de reinventarse y adaptarse. En estos tiempos está analizando las novedades que trae el libro electrónico. “Lo último que salió de Apple es lo más parecido a un libro que otros readers como el Kindle. El iPad de Apple es lo que manejaría como editor, porque ves cómo pasan las páginas; es mucho más amable y agradable.” Sin embargo, alerta sobre el impacto que generará el salto tecnológico. “En el libro en soporte papel están el autor, el editor, el impresor, el distribuidor y el librero. Algunas partes de esta cadena van a sufrir más que otras los cambios. Yo estoy entre los que pelean para que no sufra el autor –explica el presidente de Anaya–. Si en lugar de vender un libro de papel a 20 dólares, lo vendes a 10, porque es electrónico, van a caer algunos elementos. Me pregunto qué sectores trabajarán dos años en un libro para cobrar 10 dólares, con el problema inmediato de la piratería. Soy partidario de las novedades, del progreso, aunque no estoy seguro de si muchos van a querer trabajar más duro para conseguir menos dinero. Mi gran reto es estimular a los más jóvenes para que puedan generar una industria editorial nueva que fomente la creatividad, porque sin autores no hay lectores. Tenemos que preocuparnos de los autores.”
Los editores, comenta, alientan una galaxia de posibilidades porque no quieren caer en las redes de un “monopolio de gigantes”, como puede ser Amazon o Google. “Es muy importante que la información sea variada, múltiple, libre”, sintetiza Gómez Rodríguez. “Nunca fui pesimista ante los cambios, pero tenemos que saber cómo utilizar esas herramientas. La tecnología no deja de ser una máquina que, mal usada, puede ser mortal.” El hombre sin arrugas se detiene en una anécdota que protagonizó junto al filólogo español Fernando Lázaro Carreter, presidente de la Real Academia Española (RAE) entre 1992 y 1998. “Mi maestro”, como lo llama el presidente de Anaya, apareció un día de comienzos de los años ’90 en la editorial. “¿Qué haces con ese monstruo?”, le preguntó Lázaro Carreter, ese hombre de cejas tupidas que lucha contra los molinos de viento y que en las fotos –basta con googlear para comprobarlo– tiene un aire a Arturo Jauretche. El monstruo era una computadora Apple que Gómez Rodríguez tenía en su escritorio. Le explicó para qué servía el “monstruo”, “una maravilla para ciertas cosas”. El filólogo que entonces escribía en cuadernitos lo miró con suma desconfianza: “No te creo”, ladró.
El desafío para el presidente de Anaya consistía en que al menos el filólogo confiara en que no le estaba mintiendo. “Te mando una a tu casa para que la veas, con unas instrucciones para que puedas usarla”, le prometió. Lázaro Carreter no sólo la probó y empezó a usarla, sino que se aficionó tanto con las nuevas tecnologías que cuando asumió en la RAE, en un encuentro con el rey, le dijo: “Majestad, quiero informatizar la Real Academia”. Y lo hizo. “Hay personas que amablemente, sin que las obligues a utilizar las nuevas tecnologías porque son reacias a hacerlo, terminan accediendo por curiosidad. Es como leer, como cuando un profesor que conoce a su alumno, le dice: ‘Mira este libro qué interesante’. Y entonces entra.” La sonrisa de Gómez Rodríguez al epilogar esta anécdota es tan ancha como la distancia que media entre Buenos Aires, ciudad de la que se está despidiendo hasta nuevo aviso, y la casa que restauró en Asturias, cerca del pueblo donde nació. “Asturias es un sitio ideal para aislarte”, sugiere.
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