LITERATURA › LEOPOLDO BRIZUELA Y SU NOVELA LISBOA. UN MELODRAMA
El escritor traza una minuciosa y compleja trama entre lo íntimo y lo histórico, con la ciudad de Lisboa como escenario. El fado y el tango se cruzan en una historia marcada por la Segunda Guerra Mundial.
› Por Silvina Friera
Una sola noche en plena Segunda Guerra Mundial. Noche inolvidable para los lectores. La angustia aprieta el estómago de un puñado de criaturas desamparadas en la capital portuguesa. Esa noche de noviembre de 1942 pone literalmente la piel de gallina. Hay un cerco, un ultimátum británico para que se declare la guerra al Eje. Se respira terror de alto voltaje: a la ocupación nazi, al bombardeo aliado. La atmósfera alienta las conspiraciones políticas. Es un tiempo sin esperanza. Los recuerdos asedian. El miedo expulsa secretos inconfesables de cada una de las bocas en esa larga noche. Cantilo –cónsul de la Argentina en Portugal– decide donar un cargamento entero de cereal a los refugiados y hambrientos de toda Europa que quieren escapar en un barco, el Boa Esperanza. Este hombre acorralado por las evocaciones de un joven que ha muerto no podrá exorcizar la tragedia que se avecina. Lisboa. Un melodrama (Alfaguara), de Leopoldo Brizuela, “novela total” y monumental de 723 páginas, traza una trama minuciosa y compleja entre lo íntimo y lo histórico. En ese escenario de inminente guerra se cruzan la fragilidad de Enrique Santos Discépolo y la potencia arrolladora de Tania –pareja que por obra y gracia del escritor está de paso por la capital portuguesa– con la cantante Amália Rodrigues.
Como una suerte de Pirandello contemporáneo de la narrativa argentina, en el teatro que monta Brizuela los seres están desnudos. Algunos actores engañosamente secundarios tienen sus momentos de gloria, como el secretario del consulado y su patética mujercita (Ordónez y Sofía), el maestro de canto de Carlos Gardel, Eugénio de Oliveira, y un joven, Ricardo de Sanctis, que asegura ser “refugiado” personal del cardenal de Lisboa, entre tantos otros dentro un elenco inusual para las novelas de estos tiempos.
La primera versión de esta novela de largo aliento arrancó en septiembre de 2003. Brizuela estaba en Iowa (Estados Unidos). El tema de la orfandad fue el abono sobre el que germinaron las historias de Lisboa. Cuando regresó, unos meses después, murió su padre. “Tal vez estaba dando vueltas en mi cabeza la idea de que me iba a quedar huérfano –dice el escritor a Página/12 calibrando el brillo de sus ojos levemente emocionados–. Hacer esta novela fue una manera de enfrentar la muerte de mi padre.” Eduardo, su padre, fue maquinista. Una larga noche en Ensenada, cerca de La Plata, donde ahora vive el escritor, Eduardo estaba de guardia en un barco, el Islas Orcadas. De pronto vio llamas que lo rodeaban como si quisieran abrazarlo. “Ese barco hizo que explotaran dos más; fue una catástrofe espantosa –cuenta el hijo que entonces tenía cuatro años–. Con mi mamá fuimos a buscarlo; yo miraba el cielo fascinado por las nubes iluminadas por el resplandor del fuego. Lo encontramos recién a las 5 de la mañana. Nunca tuve la sensación de angustia, era muy chico. Y sin embargo puedo decir que la novela está alimentada por esa historia –admite ante las torsiones del destino–. Cuando imaginé que Tania estaba cantando, hice explotar el barco. La idea salió de lo que le pasó a mi papá. Esa angustia de perder al padre está en la novela. Es curioso cómo la escritura va canalizando cuestiones tan profundas.” El padre vivió para contarla. Hasta recibió a los canales de televisión y al mismísimo José de Zer, según recuerda Brizuela.
–En la novela Discépolo dice que “el tango es música de un tiempo sin esperanza”. ¿Lisboa es una novela de aliento decimonónico escrita en un tiempo sin esperanza en la literatura?
–No, no creo. Escribí cosas fragmentarias durante unos diez años, pero en un momento me cansé. En la crisis de 2001 había escrito La locura de Onelli, que era el colmo de lo fragmentario, una novela de 300 fragmentos cada uno con un narrador distinto. Estaba tan angustiado que prefería escribir una cosa por día y no sostener algo que después no pudiera retomar. Cuando estaba en Estados Unidos, empecé a encarar el proyecto de esta novela. La novela está hecha de historias muy entrelazadas y hay una apuesta por la esperanza, por lo menos de reconstrucción. Todos los personajes son fragmentos, son lo que quedó de un mundo, astillas que confluyen en una noche.
–Pero Lisboa se publica en un momento en el que no abundan este tipo de novelas, no sólo por la cantidad de páginas, sino por la estructura. ¿Ahora se incentiva la escritura de novelas “más tranquilizadoras” y breves?
–Creo que se escriben textos cortos porque no hay tiempo. La gente está muy ocupada, pero además éste es un país muy hecho pelota en donde no se puede encarar un proyecto largo y sostenerlo. Argentina no es tan diferente de otros países como creen muchos escritores. Más que las novelas decimonónicas, algunos me dijeron que esta novela les recordaba los proyectos novelísticos latinoamericanos de los años ’60, que requerían más espacio vital. La literatura argentina parece que se hubiera acostumbrado a mirar como característica esencial lo único posible. Pero hay también otras novelas largas como la de (Andrés) Neuman o la de (Marcelo) Cohen. Tampoco quiero decir que sólo hay que sentarse a escribir novelas largas. Uno empieza a escribir y se puede dar esa posibilidad. Pero tengo que aclarar que si no le hubiera mandado tres capítulos al principio a (Guillermo) Schavelzon y no me la hubiera aceptado Suhrkamp, la editorial alemana, no hubiera podido escribirla. Eso tengo que decirlo hasta por una cuestión política. Si la literatura no está apoyada de alguna manera es muy difícil. Sólo puede escribir quien está mantenido por rentas. Que es lo que pasa. La literatura ha pasado a ser el privilegio de determinada clase. Y me preocupa esta idea de tomar como característica estética la precariedad, como si fuera algo inevitable.
–¿Por qué la precariedad pasó a ser una categoría estética?
–Se supone que se perdió el valor, pero hay una trampa en este argumento. Ha primado un criterio casi antropológico. Algunos plantean que también se escribe en el fotolog, pero me hace acordar a la actitud del antropólogo que dice que “tal vieja en tal rancho canta tal cosa”. ¿Es lo mismo un texto en el fotolog que una novela de Cohen? Me preocupa mucho esta especie de dedo levantado: “no estás haciendo lo que debés hacer”, “eso ya no se escribe así”. El desafío que uno tiene es escribir el libro que uno puede contra viento y manera. La idea que prevalece cada vez más es que hay que escribir la novela que la literatura necesita. Cuando empecé a escribir, se decía que la crítica era la sirvienta de la literatura. Ahora creo que es al revés: la novela es sirvienta de la crítica. De todos los discursos que se llaman literatura, la ficción es el menos sostenido.
Fado y tango se dan la mano en esa Lisboa construida por Brizuela. Un verso de ese tangazo que es “Secreto”, “quién sos vos, que no puedo salvarme”, oficia de vector de la historia. “En el contexto del tango ese personaje está por primera vez reconociendo que no toda la culpa la tiene el otro; que algo de su sufrimiento está en él, que eligió lo que lo hace sufrir –explica el escritor–. La novela la escribí a los 40 años y en algún momento me dije: ‘Algo debo tener yo, basta de echarles la culpa a los demás’.”
–¿Por qué todos los personajes necesitan salvarse de algo?
–Sienten la desesperación de haber llegado a una frontera donde no pueden seguir usando las palabras con que cuentan. Necesitan usar palabras nuevas. El cónsul consigue hacer un gesto que los demás después toman, como si en el momento en que se acaban las palabras habituales sólo fuera posible un gesto. Es como si ese gesto les sirviera a todos los personajes para nombrarse y para nombrar lo que en la época no estaba nombrado. Ese gesto les permite salir de su ceguera.
–¿Cómo trabajó el tema de las confesiones entre los personajes?
–Creo en el poder de la palabra. Sabía que los personajes iban a encontrar el interlocutor ideal por esa noche; era una intuición. El momento histórico haría que hablaran esa noche o nunca más. Ese decir transforma a los personajes. La escritura funciona cuando uno logra poner en juego lo que no le diría jamás ni al analista. Los personajes de mi novela están en eso. La sensación que tenía mientras escribía la novela es que esos personajes iban a encontrar, por fin, un destinatario. Es el motivo de la literatura, del Decamerón: ante la peste, la catástrofe, te recluís y contás tu propia historia.
–¿Por eso Tania canta en la novela, para conjurar el peligro?
–Sí, es cierto. Portugal era neutral y lo que me atrapó fue la atmósfera de un país que pasaba por una carestía espantosa y no tenía nada. Pero por la noche estaban los clubes nocturnos y la gente trataba de divertirse.
–¿El arte es un palo en la rueda del tiempo como le hace decir a Discépolo?
–Sí, es lo que uno siente al escribir. ¿Podés seguir haciendo más de lo mismo sin entusiasmarte ni disfrutar? Escribir sin disfrute es la mayor deshonestidad. Me entusiasma que la novela instaure un tiempo, a pesar de que digan que en la época de Internet no se puede escribir una novela como ésta. La literatura tiene que dar algo diferente, ¿por qué tiene que dar lo mismo que el blog? El arte es un palo en la rueda del tiempo que estamos viviendo. La novela larga te da la experiencia de un mundo. Algunos poetas se preguntan para qué escribir una novela de 500 o 800 páginas si se puede hacer en tres versos. Pero uno quiere tener la vivencia de un mundo y salir transformado, como hay una vivencia Dickens, como hay una vivencia Bolaño. Esa experiencia uno se la puede permitir todavía.
–Sobre el trasfondo de la novela se percibe una intervención, una vivencia Brizuela, que se podría traducir en un interrogante de clase sobre qué es un autor. ¿Es así?
–Sí, vengo de una clase social que no leía literatura. Tomo a estos personajes de la cultura popular, Tania, Discépolo o Amália, como figuras de autores. Todo el tiempo estoy preguntándome por el papel de esta gente porque creo que uno lee autores. Yo leo autores, no leo novelas. Esa ilusión de que estar leyendo un autor y no un libro es muy fuerte en mi constitución personal. Puede ser divertida entre los críticos “la muerte del autor”, pero lo que más indigna es la muerte del respeto por los escritores. Eso se nota mucho y es una gran diferencia de cuando empecé a escribir, hace 30 años. Una persona tendría que recibir dinero para dedicarse a escribir.
–¿Cómo sería el mejor lector de su novela?
–No lo sé, pero lo tendría que saber, ¿no? Supongo que el que se abandona a mi novela y la puede disfrutar, el que se puede dejar transformar por ese mundo. Es lo que uno espera de los libros: que te transformen. Nunca resigné la posibilidad de cambiar el mundo; está mal que lo diga, suena a viejo. No me refiero a transformar el mundo en mayúsculas, pero sí a transformarse uno. Hay una incomodidad esencial que la modifico escribiendo.
–¿Esa incomodidad tiene que ver con la clase social?
–Sí, claro. Llegué a todas las clases sociales gracias a la literatura. Soy como una especie de tránsfuga que pude estar en la Recoleta y en un rancho en Tucumán y al mismo tiempo no ser ninguno. De lo que no se habla es sobre cómo se podría interpretar actitudes de la literatura por la clase social, por los papeles, por los roles. Sobre las clases sociales no se habla en la literatura argentina; da vergüenza. Si entro al Patio Bullrich con Alan Pauls, a mí me paran y me preguntan: “¿A dónde va?” (risas). Nadie lo dice, pero pasa...
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