Lun 26.07.2010
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LITERATURA › MARCELO BIRMAJER Y LA DESPEDIDA, SU NUEVA NOVELA

“Aquí está prohibido hablar bien de la clase media”

El “equívoco” de una traición es el tema del último libro del autor de Historia de hombres casados. Birmajer aprovecha a Dreidel, su protagonista, para dar cuenta de sus obsesiones existenciales y sus siempre polémicas posiciones políticas.

› Por Silvina Friera

“El mundo es un puente muy angosto. La vida entera es un puente muy angosto. Lo principal: no temer jamás.” Dreidel, un cuarentón encolumnado en el ejército de solteros veteranos con serias dificultades para relacionarse con los otros, solía repetir para sí esta sentencia del rabí Nachman de Bratislava. Pero ya no puede. La frase pierde anclaje, suena “demasiado optimista” para un desencantado de todo. Hasta del propio desencanto. Su único amigo ha muerto. Llevaban más de un año sin hablarse. La última vez que se vieron, en una cena que compartieron, Kler hizo una mueca extraña, fuera del repertorio; un gesto que cifra un enigma que se llevó a la tumba. La vida y el mundo –para Dreidel– no es siquiera un puente muy angosto. Ni una cornisa. Ni un hilo de pesca en el medio de la nada. En La despedida (Norma), de Marcelo Birmajer, Dreidel –con la mochila de sus paranoias y fobias a cuestas– busca comprender la ruptura de esa amistad pateando las calles de Buenos Aires y de una provincia del norte, donde se encontrará con una suerte de “bruja” adorable, la Rosales –una vieja con un parche en lo que había sido su ojo derecho–, que con sus yuyos, sus historias y su saber “medieval” obra el milagro –momentáneo– de curar al personaje de las taras y neurosis urbanas que arrastra.

La novela explora el “equívoco” de una traición. “Dreidel no lo traicionó subjetivamente a Kler, no hizo nada para traicionarlo”, dice Birmajer en su estudio en el Once, barrio faro en su narrativa. “Su existencia en el mundo, que la mujer de su amigo se haya enamorado de él, lo convierte objetivamente en un traidor.” El escritor recuerda que en el primer tomo de Historias de hombres casados, en el cuento “La isla desierta”, está el germen de su última novela. “Ese cuento es sobre un matrimonio náufrago en una isla. El hombre se pone a pensar qué pasaría si apareciera otro hombre. La sola aparición de un tercero ya plantea un conflicto. Pero no es una traición subjetiva, decidida por el traidor, sino que las circunstancias, la condición humana, lo ponen al personaje en un lugar que él no quiere.” El traidor subjetivo –Dreidel– es un compendio de “negatividades”: es huérfano –sus padres murieron en un accidente y toda la familia de su abuelo materno fue asesinada por los nazis en Auschwitz—, no tiene esposa ni hijos, ni siquiera una novia duradera. Hay un puñado de mujeres que lo “acosan”, pero a todas las rechaza debido a su impotencia.

Dreidel no soporta los cementerios ni los cadáveres; las ceremonias de la muerte lo aterran. Como guionista de juegos de play station, tiene éxito, pero en vez de disfrutarlo trabaja como si estuviera al borde de la indigencia. El cuadro de sus pesares se agrava cuando comienza a recibir insultos y amenazas por mail: “Traidor hijo de puta”. Y para colmo de males tiene que lidiar con el rabino Merkov, obsesionado con el matrimonio. “Somos un pueblo muy pequeño. Los nazis asesinaron un tercio. Otro tercio se lo ha llevado la asimilación. El último tercio es tu responsabilidad: por cada día que no te casas, desaparece un alma judía en el mundo”, lo increpa el rabino.

–La traición, que tanto agobia al protagonista, es una conducta excepcional pero de un peso abrumador en la novela.

–Pero a diferencia de otras conductas humanas la traición está dada en gran parte por las condiciones objetivas. El traidor es repentino; el espía es consciente, decide espiar. El traidor es alguien que no da más o que se le presentaron las cosas de un modo que nunca imaginó, que queda en ese lugar, pese a su voluntad. Por ejemplo, un país que de pronto por esas coyunturas geopolíticas cambia de nacionalidad, pero un tipo todavía está gritando para el país anterior. Para que haya traición tiene que haber vínculos; la traición es cuando alguien amado, querido, cambió de bando en un momento clave sin avisar. La traición es inesperada, súbita. Y en este caso es inconsciente.

–Dreidel dice que un verdadero desencantado no debe exagerar el desencanto. ¿El personaje cumple con esta “consigna”?

–Sí, porque no predica el hundimiento. Muchas veces pienso en Cioran, que es el prototipo del suicida, pero escribió un montón de libros. Entonces me parece que hay algo de payasesco en eso de predicar el suicidio, que la vida es imposible, vivir hasta los 90 años y ser un filósofo exitoso. Un verdadero cínico, un verdadero desencantado, no anda declamando que es un cínico y un desencantado. Es un desencantado también del desencanto.

–Y además Dreidel es muy cínico con su impotencia...

–Sí, puede autoburlarse, pero no anda por la vida predicando que es un perdedor. En todo caso se lo dice a sí mismo. Incluso cuando tiene que decirle a una mujer que es impotente, ni en esos episodios piensa que se va a suicidar porque es realmente un desencantado. Sin embargo, sin decirlo demasiado, la vida es sagrada para él. Cree en eso, tal vez es en lo único que cree: que hay que seguir viviendo.

–¿Es tanta la hostilidad y sospecha que genera Dreidel por ser soltero en la comunidad judía o en la novela está exagerado?

–Por ser minoría en la diáspora el matrimonio es muy importante. Un judío que no se casa en un ambiente comunitario, como es el caso de Dreidel que está en permanente contacto con otros judíos, llama la atención. No está solucionado el hecho de que cada uno pueda hacer lo que quiera con su vida sentimental. En general, en Occidente, la soltería, la soledad, siguen siendo miradas de un modo sospechoso. Una mujer que no se casó ni tiene hijos todo el mundo se pregunta por qué. No hay libertad de criterios al respecto. En ese aspecto creo que no se evolucionó. Pero en una minoría es todavía más acuciante.

Dreidel tiene algunas opiniones que Birmajer suscribe. Lo dice el escritor –el padre de la criatura– sin pruritos. “Para los judíos no hay nada más importante que la libertad; son capaces de irse al desierto con tal de ser libres. Yo no acepto el new age, ni una ideología, ni que las ciencias decidan de qué modo tengo que vivir. También las opiniones políticas de Dreidel son mis opiniones políticas. En eso no hay ningún secreto”, confirma.

–Que Dreidel no se sepa reír de los chistes, ¿es algo que le pasa a usted?

–Sí, no me sé reír de los chistes. De hecho para reírme tengo que estar solo. Y me río mucho solo.

–¿Qué le inhibe la sonrisa social o comunitaria?

–No sé... Nunca he logrado soltarme lo suficiente con otro ser humano como para reírme. No lo logro.

–¿La risa es un rito privado?

–Sí, eso lo escribí pero no me acuerdo dónde. Una vez me pasó con (Juan) Sasturain. Nos estaba entrevistando Horacio Embón y me agarró un ataque de risa y no podía parar de reírme. Pero además me río en circunstancias inapropiadas. Me río solo y por la calle. Y la gente me mira... debería lograr el switch para pasar de reírme solo a reírme en compañía.

–El juego Brigada Freedom, escrito por Dreidel, es comentado en los blogs, pero él plantea que lo escribió para provocar el efecto contrario de lo que estaba generando. ¿Le pasó de escribir un libro que haya tenido una lectura que fuera justo el efecto contrario de lo que pretendía generar?

–Sospecho que sí, aunque no con esa fuerza, no diametralmente opuesto. Me pasó con El abrazo partido. Me inventé un cuento que es un día en que se pierde el Shabbat; no saben qué día es el viernes. Todos tratan de averiguar cómo recuperar el viernes hasta que un chico dice que es el aroma de viernes, que ese día huele a viernes. Entonces vienen los nazis y los matan a todos. La gente se ríe en la película cuando el comerciante del barrio de Once cierra este relato, que por algún motivo genera gracia. Salvo en Alemania, donde cuando lo pasaron no se rió nadie. Pero no se ríen agresivamente, para nada. Algo hay en la interpretación del relato que hace que se rían. Cuando lo escribí, había una ironía amarga, pero no creía que iba a generar risa. Cuando escribo ensayos o artículos en los diarios, muchas veces soy tildado de reaccionario por defender la libertad, la democracia, la igualdad...

En la mirada de Birmajer hay una vibración de ironía, como si anticipara, con ese moderado destello, la provocación que se avecina. Cuenta que hace poco leyó un libro de Gabriel Rot, Los orígenes perdidos de la guerrilla en la Argentina, sobre Jorge Masetti, el hombre que organizó el EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo) en Salta. “En esa guerrilla había un breve reglamento, y una de las reglas era matar a las personas homosexuales. Si descubría una relación entre hombres, que la definía contra natura, el castigo era la pena de muerte. Imaginate esas personas en el poder –sugiere el escritor–. Me parece mucho más progresista y de izquierda (Nicolas) Sarkozy, que es un gobernante supuestamente de centroderecha, que permite la libre opción sexual, que el supuesto izquierdista Masetti, que su reacción frente al amor de dos hombres era matarlos.”

–Pero está comparando dos momentos muy distintos...

–Bueno, pero en los ‘60 también estaban quienes defendían la libertad sexual. No se inventó ahora lo de no matar. Que se me tilde de reaccionario por decir que Masetti era un criminal, a mí me resulta desconcertante.

–¿Cómo explica el interés por los años ’70, y especialmente por Montoneros, que aparece en un momento de La despedida?

–Tal vez porque los años ’70 incluyen pasión y error en dosis tan álgidas, tan intensas, que no se han vuelto a repetir en la historia argentina. En los ’80 hacía falta volver a una tolerancia y convivencia pacífica, afortunadamente los militares estaban siendo juzgados; pero también hacía falta revisar a la izquierda armada. Ahora, con el kirchnerismo, se volvió a revindicar a los Montoneros, desde el punto de vista teórico y político, sin que nadie propusiera la violencia armada. Se volvió a debatir sobre algo que se había criticado hegemónicamente. Muchos analistas que se habían callado durante el menemismo y la Alianza volvieron a recuperar viejas simpatías. No hay nadie que defienda a los militares; mientras que el tema de la lucha armada vuelve a reaparecer una y otra vez.

–¿Hay algo de lo generacional en el interés por el tema?

–Tenía diez, once años, cuando empezó la dictadura, pero era consciente de lo que pasaba... Es como la canción de Calamaro, Crímenes perfectos: “Me parece que soy de la quinta que vio el Mundial 78 la moneda cayó por el lado de la soledad.” Me define mucho esa canción. Me acuerdo cuando vi que un Falcon blanco se llevaba a un muchacho de la esquina de la confitería El Foro, en Corrientes y Uruguay. No me voy a olvidar nunca de eso. Lo agarraron, le pegaron en la nuca y lo metieron adentro del auto. Una mujer gritó: “Hagan algo, se lo llevan”. Un hombre le dijo: “No se preocupe que es la policía”. La infancia es la caja de ahorro del escritor; es una caja de ahorro que nadie te puede sustraer, que nadie te puede incautar. Es una caja de ahorro inagotable. Uno inventa historias a partir del mismo recuerdo. Volvés a percibir las cosas y te ponés en la mente del que eras a los diez años para ver el mismo suceso, pero percibís cosas que entonces no viste. Es como si viajaras en el tiempo: te instalás en el que fuiste para mirar el mundo desde esos ojos.

–¿Por qué a Dreidel le pesa tanto el hecho de no haber terminado el secundario?

–En el libro hay una defensa de la clase media, que es la más odiada de la Argentina. A la clase obrera se le perdona todo porque es la clase de la revolución, supuestamente. Los ricos son los que ponen la plata y hay que cuidarlos porque en algún momento los vas a necesitar; mientras que a la clase media le podés pegar con lo que sea. Bastaría hacer una mínima encuesta para comprobar que los movimientos de derechos humanos y de protesta intelectual contra la dictadura fueron de clase media. No de clase obrera. Eso no se dice porque está prohibido hablar bien de la clase media. Cuando para un padre es una tragedia que su hijo no termine el secundario es porque valora la educación. Para mí la clase media es una clase que con todas sus contradicciones y errores ha puesto mucho en juego por la educación. El otro día leí en un diario que una mujer decía que pagaba 1000 pesos por la educación de sus hijos. Que trabajaba para educarlos. Y eso es algo que yo valoro mucho de la clase media argentina en particular. Acá en este libro digo: ¡viva la clase media!

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