La Rosales, esa bruja sabia de la novela, dice que durante la juventud la ilusión de que uno puede modificar el pasado es muy excitante. ¿Qué cosas creía que podía modificar cuando era más joven?

–La mayor imposibilidad humana es no poder volver atrás en el tiempo. Esa es la mayor frontera entre el hombre y la satisfacción. En la adultez uno se resigna, tal vez la adultez sea simplemente resignarse a que no se puede volver atrás en el tiempo. Yo nací en un hogar de clase media donde mi destino era adquirir conocimientos, respetar la ley y arreglármelas modestamente como pudiera. Pero por supuesto que hubiera preferido nacer en un carromato de circo y que mi destino fuera ser un aventurero, un hombre sin escrúpulos. Y ser más feliz que correcto. Todo esto hubiera sido renegar de quién era yo, pero con mucho gusto lo hubiera intentado. No tuve la osadía necesaria para intentar modificar mis orígenes. En la adolescencia tenía la ilusión de poder cambiar. Yo hacía lucha grecorromana, entre los 10 y 14 años, y ahí había una intención de que la fuerza física fuera definitoria en mi vida. Mi ilusión era ser un guerrero... Yo milité muchos años en la izquierda y ahí también había una ilusión de no ser de clase media.

–¿En qué sentido?

–Milité en todas las izquierdas posibles, en un grupo muy pequeño que se llamaba Praxis, un grupo trotskista, y en el MAS. Ahí había una ilusión de no ser de clase media, de rebelarte contra tus orígenes en partidos de clase media y alta. Justamente eso es lo que tiene de patético: todas personas de clase media tratando de no serlo. La verdad es que la clase en la que nacés te marca. Y lo mejor que podés hacer es vivirlo con tranquilidad y de la mejor manera. Los demás son intentos patéticos que llevan a no desarrollar los potenciales que tenés. Toda la izquierda en la que milité era de clase media y alta; nunca vi un obrero en esos ámbitos. Y todo lo que hicimos no sirvió para nada. No vi nada útil que contribuyera al avance de la distribución de la riqueza.