Miércoles, 2 de febrero de 2011 | Hoy
LITERATURA › JACQUES STERNBERG Y SUS CUENTOS GLACIALES
Se publican por primera vez en castellano los relatos del autor francés, que interpelan con sarcasmo todas las convenciones sociales. No se salvan ni la patria, ni la religión ni la virtud.
Por Silvina Friera
El cuentista francés más prolífico de su época fue un misántropo incorregible de un humor negro tan despiadado que sus ideas-látigos, sus textos minúsculos y proverbiales –llámese cuentos breves, microrrelatos o ficciones súbitas– golpean al lector. Lo que maravilla al mismo tiempo envenena con alta dosis de desesperación. Si “provocador” resulta una palabra inconveniente, para el “caso” de Jacques Sternberg se la podría aplicar como un comodín que repara sentidos oxidados por el tiempo. Sus Cuentos glaciales (La compañía), traducidos por Eduardo Berti y con posfacio de Hervé Le Tellier, revelan la agudeza siempre incómoda de un escritor que interpela con un sarcasmo excepcional las convenciones sociales. Nada queda en pie; se derrumban momias sagradas como la patria, la virtud, Dios, el heroísmo, la voluntad y el deber, entre otras cuestiones que detestaba con perfidia militante.
De la carcajada al espanto, de la transparencia de lo cotidiano a capas de densidad absurdas cuando no desconcertantes. Este es uno de los caminos posibles –no el único, claro está– de la experiencia que puede generar este autor prácticamente desconocido por las tierras de la lengua castellana, que escribió trece novelas, ¡mil quinientos cuentos!, diversas obras de teatro, dos guiones de cine –Je t’aime, je t’aime a pedido del maestro de la nouvelle vague Alain Resnais–, varios ensayos y panfletos, y una revista fundada con sus amigos del grupo Pánico: Topor, Arrabal y Jodorowsky. Pero si los antecedentes no alcanzan, otro dato: André Breton amaba los textos de Sternberg.
“Era tan educado que, antes de cruzar las puertas de la muerte hizo que su esposa entrara en primer lugar”, se lee en la corrosiva “La educación”, apenas dos líneas. “La bondad” es una granada que estalla en los ojos: “La dama de caridad miró piadosamente al ciego. Y, llena de conmiseración, sin dudarlo un solo instante, depositó sus ojos en el plato del inválido”. Hasta hay un breve texto de Sternberg, “El campeón”, que podría servir de biblia para el hincha enojado con alguna “promesa” de jugador fallida. Cada lector podrá elegir a quien considere digno representante de la semblanza. Candidatos –se intuye– sobran. “Lo tenía todo para ser el astro más importante: llevaba el talento futbolístico en la piel. Dotado de la agilidad de los felinos, de una gran destreza técnica, de singulares reflejos y de una musculatura privilegiada, podría haber sido el mejor jugador de todos los tiempos. Sin embargo, era víctima de un pequeño defecto: como tenía una pésima memoria, nunca lograba recordar para qué equipo jugaba.” En qué jugador francés habrá pensado este adorable cretino que nació en Amberes (Bélgica) en 1923, en el seno de una familia judía de origen ruso. Poco importa esta curiosidad de época. La leyenda de Sternberg ofrece mucha tela para cortar. Parece que recorrió más de 300 mil kilómetros en su bicicleta motorizada Solex y 30 mil millas náuticas en su velero.
El berretín de la escritura se instaló temprano, a los 19 años. Pero estalló la guerra. Y comenzó la carrera por encontrar un refugio seguro en París, Arcachon, Biarritz y Cannes, donde Sternberg descubrió una de las pasiones de su vida: la navegación. Allí –en Cannes– leyó a Katherine Mansfield, Erskine Caldwell, Waldo Frank y William Faulkner, entre otros autores. En 1942, los Sternberg abandonaron la Costa Azul y viajaron a España. La muerte les mordía los talones. En Barcelona los detuvieron; después de tres meses de prisión el destino fue, otra vez, Francia: el campo de concentración de Gers. En ese azar cruel que dividía la frontera entre el sobreviviente y el condenado, la madre y la hermana lograron salir. Pero el padre murió en Majdanek. Jacques también se salvó del horror. Se escapó en 1943, durante un traslado. Pronto adoptó una palabra de cabecera en francés, sursitaire, “beneficiario de una prórroga”, que utilizaba para definir su suerte. Luego del infierno, regresaba a la vida con la intención de contar sus experiencias emulando el estilo de Henry Miller o Louis-Ferdinand Céline. Destruyó seis novelas escritas al calor de ese arrebato. Evidentemente, no había encontrado aún la horma de su zapato narrativo. En 1948 se produjo esa epifanía con la que elaboraría un estilo, donde lo extraño, lo insólito y lo absurdo se despliegan en un mundo con frecuencia ordinario y absolutamente banal. Comenzó a escribir sus microrrelatos, que leía dos veces por semana en el cabaret literario La Poubelle. Algunos de esos textos están incluidos en Cuentos glaciales.
En estos relatos brevísimos se podrán rastrear atmósferas o situaciones kafkianas, una veta juguetona emparentada con las tendencias surrealistas –pero también con Cortázar–, así como hilachas del absurdo en consonancia con Ionesco y Beckett. “No sin asombro se halló, colgado en la puerta de un panteón, este cartel: ‘Vuelvo enseguida’.” Esta microficción glacial podría ejemplificar, según como se la lea, alguna de esas filiaciones. Pero como las conexiones que se pueden entablar afortunadamente son elásticas, corresponde agregar una pata fantástica con resonancias de Frederic Brown. Sin embargo, Le Tellier desglosa cierto reparo en esta dirección cuando recuerda que con ánimo de catalogar o de simplificar, la crítica clasificó a Sternberg entre los autores fantásticos o de ciencia-ficción. En el trampolín de su consolidación como escritor están La sortie est au fond de l’espace (1956), una novela vanguardista de ciencia ficción, y libros como Entre deux mondes incertains (1958). Jacques, no obstante, en la hipótesis de Le Tellier, parece indiferente a las costumbres de fantasmas y vampiros, no le importan los sudarios ni la sangre.
El batallón de Cuentos glaciales (Contés Glacés, 1974) está integrado por 270 relatos, recopilados por el propio Sternberg, escritos entre 1948 y la década del ’70. Incluye un prólogo del autor a la primera edición, en el que con el afán de echar más leña al fuego toma partido por el “patito feo” de los géneros narrativos. “Escribir una novela de más de 250 páginas está al alcance de cualquier escritor más o menos dotado. Puede hacerse en 25 días a razón de 10 páginas diarias –calculaba–. Escribir 270 cuentos, en su mayoría breves, es otra historia. No se trata de un asunto de ritmo, sino de inspiración: hacen falta 270 ideas. Y eso es mucho. No se las tiene en un mes, ni siquiera en un año.” En Sternberg hay un trabajo de captura fina y “traducción” aguda de las ideas. “La timidez” es uno de los cientos de ejemplos con los que se topará el lector: “Tanto temía causar molestias que cerró la ventana a sus espaldas luego de arrojarse al vacío desde el sexto piso”. Vuela alto cuanto más económico y despojado es un texto. “Dirigía un orfanato en decadencia por falta de huérfanos. Para que prosperase su institución, cada noche se internaba en los barrios pobres y mataba a algunos padres.” Lo que toca Sternberg –en presente, a pesar de que murió a los 83 años, en 2006– lo transforma; obliga a revisitar objetos, sujetos, oficios y situaciones para digerirlas lentamente después de la primera impresión.
Quizá el punto más flojo de Sternberg sea “El resto es silencio” y “Marea baja”, dos cuentos extensos que irrumpen con la expectativa por las nubes, pero que van perdiendo consistencia y altura hasta tornarse un tanto previsibles en las peripecias y los remates. Dos relatos “erráticos”, no obstante, jamás podrán eclipsar la potencia de los 268 restantes. La Compañía, con Eduardo Berti a la cabeza, está cumpliendo con una formidable empresa: incorporar en las bibliotecas de cientos y miles de lectores de la lengua castellana a un escritor que erosiona los lugares comunes del pensamiento.
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