LITERATURA › EL ESCRITOR Y PSICOANALISTA LUIS GUSMAN HABLA SOBRE LA REEDICION DE SU NOVELA “VILLA”
Su personaje central es un oscuro médico que trabaja en el Ministerio de Bienestar Social en la época de la Triple A. A través de él, Gusmán indaga en la zona gris de un hombre que, como tantos otros, y sin ser decididamente “un enano fascista”, colaboró para que en este país ocurrieran los delitos más atroces y se llevaran a cabo aberraciones.
“Un hombre con miedo es como una granada siempre a punto de estallar.” Lo dice el coronel Matienzo, en un momento clave de Villa (Edhasa), novela que el escritor y psicoanalista Luis Gusmán publicó hace diez años y que a 30 años del golpe se vuelve a reeditar. Villa, médico que trabaja en el Ministerio de Bienestar Social en la época de la Triple A, es un “mosca”, aquel que revolotea alrededor de un grande, suerte de mano derecha de alguien que esgrime un cupo de poder, por más mínimo que sea. Primo lejano del Bartleby de Melville, este médico acuña una frase que define su lábil posición en el mundo: “Donde me daban lugar, me quedaba”. Lo único que le importa es encontrar un espacio seguro en esa repartición estatal alborotada por la muerte de Perón, y acomodarse, sin importarle que las ambulancias funcionen como aguantaderos de armas, que la patota de asesinos lo llame de urgencia, siempre por la noche, para resucitar a los torturados por la picana eléctrica, o que le pidan que firme partidas de defunción truchas para enterrar los cuerpos con nombres falsos o como NN. El cumple las órdenes que recibe porque se presume inocente y piensa que está al margen de la política del terror que se despliega frente a sus narices.
¿Villa es el típico enano fascista? “Es un personaje que está envuelto en una gran confusión, lo cual no lo disculpa”, plantea Gusmán en la entrevista con Página/12. “No es un arrepentido, ni siquiera llega a serlo; es un pusilánime que no tiene mucha idea de su inserción política. No podemos decir que es claramente un fascista que estaba a favor de los militares y del golpe.” El escritor cuenta que en la construcción de este personaje hubo algunas resonancias de Mi jefe es un asesino, de Montherlant, en la que muestra cómo un personaje en Argel termina siendo arrastrado por las circunstancias. Además, dos de las novelas más importantes de la literatura italiana operaron como una suerte de humus: El conformista, de Moravia, y El héroe de nuestro tiempo, de Pratolini. “La novela está situada históricamente en la época del lopezrreguismo, previa al golpe, porque me parecía que faltaban relatos que estuviesen contados desde la mirada de un colaboracionista. Pero traté de evitar la moraleja; parto de lo que dice Nabokov de eludir el veneno del mensaje, la sanción moral del personaje, ya sea para un lado épico, si fuera un combatiente de la guerrilla, o para el lado más condenable, si fuera un hombre de una ideología de derecha.”
–¿La actitud de Villa representa la idiosincrasia de la clase media argentina respecto del golpe?
–No lo pensé por ahí, es más bien un lumpen, aunque pueda pertenecer a la clase media baja, un sujeto sin conciencia política. Villa todo el tiempo quiere salvarse, y el contexto y la época, para él, son absolutamente amenazantes. Por eso la cuestión de que sea un mosca, aquel que es la mano derecha de un jefe, hace que los acontecimientos lo vayan llevando, aunque él, al principio, no sabe mucho lo que sucede a su alrededor. Siempre me interesó ese tipo de personajes más desafectados de la estructura social, que no tienen conciencia política en un sentido más amplio del término. Quiero decir que no me refiero a una militancia política. Quizá lo que estoy escribiendo en los últimos tiempos vaya en esa dirección. Terminé una novela sobre un peletero que, con las pieles sintéticas, las corrientes ecológicas y los cambios climáticos, se quedó desafectado de la estructura, se siente totalmente amenazado porque se quedó sin nada en el mundo. El peletero es un oficio en extinción, como el artista de El hambre de Kafka. Son personas que se quedan sin lugar.
–¿Por qué situó al personaje en la época de la Triple A?
–No fue una decisión naïf e inocente haberlo situado en ese momento. Era contar algo de lo que nos había sucedido de distinta manera, de un modo no frontal ni directo. Siempre me gustó como estética la posibilidad de una mirada más oblicua y lateral. Recuerdo la película El tambor de hojalata, en donde se muestra la gestación del nazismo, y que salen nazis por todos lados. Pero hay una sola escena paradigmática, la de un bebé en la cuna que está jugando con una bandera nazi. No hacía falta absolutamente nada más para mostrar el contexto en el que se estaba viviendo. Haber elegido esa época previa a la dictadura y ese personaje era una manera no macro de poder contar una historia, lo cual no quiere decir haber elegido una mirada minimalista.
–¿Esa mirada oblicua es la única estrategia posible para la novela política?
–Ya no hay grandes novelas políticas, como El camino de la libertad de Sartre, que se ocupen de una cuestión más totalizadora; ya no se escriben novelas como La condición humana de Malraux, donde la novela política no quedaba reducida a lo testimonial. Por otro lado, no quería ser muy referencial, apelar al prestigio de la experiencia vivida como lo plantea Beatriz Sarlo. Ella acierta cuando sostiene que si uno se ampara en el derecho de la experiencia vivida, el testimonio adquiere automáticamente el valor de lo verdadero. Creo que estamos atravesando momentos difíciles, donde en un contexto social más amplio la víctima, para decirlo de alguna manera, se vuelve inimputable, y eso es un problema porque ser víctima no me vuelve inimputable para todos los actos de mi vida, ni hacia el pasado ni hacia el futuro.
–¿Subyace en las entrelíneas de la novela un cuestionamiento a la obediencia debida?
–Sí, pero eso se da por metáfora o por añadidura. Nosotros habíamos sacado en Sitio un número de crítica a la obediencia debida, en el que tomábamos algunas de las cuestiones que circulaban en ese momento sobre la obediencia debida en la literatura como reserva textual, es decir como grado cero de un estado de lengua poético o literario. Esta posición fue planteada en un texto de Viñas y de Sarlo, y yo criticaba este planteo, porque la obediencia debida era un problema institucional y constitucional; era letra de ley, no era ficción. Villa puede ampararse tranquilamente en el hecho de que sólo cumplía órdenes, pero es imputable en su omisión.
–A treinta años del golpe, ¿cree que se reavivará el debate sobre las responsabilidades de la sociedad civil durante la dictadura?
–Sí, después de muchos años es más sencillo hablar. Siempre recuerdo la frase que cita Barthes: “Mi única pasión ha sido el miedo”. Villa vive envuelto en el miedo y muchos argentinos vivieron envueltos en el miedo. Evidentemente, criticar la omisión es mucho más sencillo siempre a posteriori, cuando se resignifica. Villa tiene una memoria tramposa, él no quiere saber lo que sabe. En mi trabajo sobre Mansilla, Memoria política, política de la memoria, es notable que cuando el escritor tiene que referirse al pasado rosista apela a la memoria de la infancia. Rosas no es el dictador, sino su tío. Y la mirada del niño bajo el amparo que da la infancia le otorga una garantía de inocencia. Hay muchos borramientos producidos por el terror. No olvidemos lo que pasaba en Treblinka y en Auschwitz, había judíos que escapaban del campo de concentración, volvían a sus hogares, contaban lo que habían vivido y les decían que no podía ser. El miedo funciona y el mejor ejemplo de su funcionamiento se dio en Treblinka. Los nazis repartían todas las mañanas tarjetas azules a los judíos y les decían que todos los que tenían tarjetas de ese color estaban exceptuados de los trabajos, que no les iba a pasar nada. Supongamos que alguien de las SS le quería pegar un culatazo; el judío esgrimía la tarjeta azul, pero entonces le informaban: “Ahora cambió, es amarilla”. Y así sucesivamente. Nunca he visto un sistema tan perfecto y perverso de ejercer el miedo y el terror. La dictadura militar argentina supo cómo administrar dosis de su política del terror.
Gusmán, que no militaba políticamente pero había publicado El frasquito, libro considerado “subversivo”, formaba parte de la redacción de la revista de literatura Literal, junto con Germán García y Osvaldo Lamborghini. “En ese momento se había publicado un libro, El mito peronista, y a mí me dedicaron cuatro páginas junto con personajes mucho más notables, como eran Puig y Severo Sarduy. Y me acusaron de homosexual, drogadicto y guerrillero.”
–No le faltaba ninguna...
–No, pero estaba muy ofendido porque no era ni homosexual ni guerrillero ni drogadicto. Sin embargo, aunque ese libro era una guía de teléfono, infundía cierto temor. Pero nuestra forma tan hermética de escribir, tan elíptica y elusiva hacía que Literal estuviera situada como una revista de vanguardia no politizada. En este sentido, la posibilidad de situarse en los intersticios de la dictadura era más facilitadora, aunque por supuesto no garantizaba nada.
–Arendt plantea que los sistemas totalitarios ganan terreno cuando el hombre está solo porque ha roto todos sus vínculos sociales. En cambio, el hombre solitario, aún los preserva. ¿Cómo aplicaría esta distinción en la novela?
–Esa distinción me parece valiosa. Efectivamente, el solitario, aun no viendo a otra gente, tiene semejantes; en cambio, el que está solo es como un marciano, no tiene semejantes y se le han roto los vínculos con el otro, en el sentido más elemental del término.
–¿La dictadura fue un totalitarismo?
–A mí no me gusta categorizarla de esa manera. Cada fenómeno hay que articularlo en un contexto histórico y político determinado. La dictadura argentina ha adquirido una singularidad muy propia. Cuando se la compara con el nazismo, tengo dudas porque no sé si los valores eran equivalentes y si la relación con el territorio y con los símbolos era igual. Incluso en estos casos es importante analizar, como la hace J.P. Fages en su libro sobre los lenguajes totalitarios o los estudios que han aparecido posteriormente, el estado de lengua en el nazismo para percibir las diferencias. Creo que las analogías burdas impiden poder hacer alguna pregunta que haga avanzar el discurso en un campo determinado. Siempre trato de singularizar cada fenómeno porque a veces el concepto de sociedad se puede volver totalizador, como las consignas “Que se vayan todos” o “Todos fuimos culpables”, lo cual conduce a pensamientos absolutamente totalizadores que impiden justamente poder pensar.
–¿Cómo puede ser leída Villa a treinta años del golpe?
–Los libros circulan solos. El frasquito, que para mí era absolutamente trágico, dramático, escrito casi visceralmente, como dice Norman Mailer, hoy a otro lector, treinta años después, le divierte mucho; la gente más joven pone el acento en el humor. El libro no perdió lo disruptivo que tenía en ese momento, pero la lectura que se hizo después fue otra. La ventaja que tiene Villa es que no es un libro contextual, al menos ése sería mi anhelo, mi deseo. No quisiera que se leyera como una mostración de época. Nunca la escribí pensando que sería una ilustración del golpe.
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