LITERATURA › MARIANA CAVIGLIA
Docente e investigadora, acaba de publicar Vivir a oscuras, un libro que analiza a través de crónicas y testimonios un campo muy poco explorado: la vida cotidiana durante la última dictadura militar.
Lo siniestro no era un virus desconocido que se había incubado en el cuerpo social de los argentinos, no vino de afuera ni fue un acontecimiento extraño o una catástrofe natural. Estaba en el corazón de la sociedad. A 30 años del golpe, resulta pertinente preguntarse cómo se construyeron, en la vida cotidiana, las diversas condiciones que hicieron posible el surgimiento y la instalación de la última dictadura militar. La cotidianeidad, precisamente, ha sido un territorio poco explorado hasta la actualidad. En Vivir a oscuras (Aguilar), Mariana Caviglia, docente e investigadora de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad de La Plata, analiza cómo fue posible que el terror se instalara, fuera aceptado y normalizado. “¿Viste lo que le pasó a fulano?, ¿Viste que desapareció mengano? Era todo sotto voce, como dicen los tanos”, recuerda Elsa en una de las crónicas que integran el libro. Jorgelina, por entonces una adolescente, cuenta que chicos y viejos eran testigos de lo que sucedía en las calles de Rosario. “Ay, sabés que iba en el colectivo y un Falcon se cruzó, interceptó a un coche y se bajaron los tipos con chumbos... y los sacaron a golpes, los tiraron al piso, los patearon y después, apuntándoles, los pusieron contra la pared, y, de los pelos, los metieron en el Falcon y se los llevaron”. O el testimonio de Lino, dueño de un taller mecánico, que dijo: “Si me preguntás cuándo estuve mejor, aunque te parezca mentira, te contesto que en el gobierno militar: se habrán afanado la guita, como se la afanan todos, pero había mucho más trabajo”.
Caviglia, que nació en 1976, cuenta que, para la investigación, trabajó con redes sociales naturales. “Fui buscando a la gente por contactos más personales o por relaciones con otras personas, porque el tema mismo hace que no pueda parar a una persona por la calle y pedirle que se siente a hablar conmigo diez horas sobre la dictadura. Y también es muy difícil que esa persona desconocida no se quede pegada al discurso oficial u hegemónico del momento. Por la técnica del testimonio, que precisa un grado de cercanía muy grande, y por el tema fue necesario hacerlo de esta manera”, explica la autora de Vivir a oscuras en la entrevista con Página/12. “Muchas de las cuestiones que hicieron posible la dictadura estaban instaladas antes. La vida cotidiana contribuye a reproducir o a impugnar el orden social en el que se vive, y para que este orden social se materialice, los cambios deben pasar por la cotidianeidad”, advierte Caviglia, que publicará próximamente Dictadura, vida cotidiana y clases medias. Una sociedad fracturada, trabajo por el cual, en 2004, recibió el premio Rodolfo Walsh a la mejor tesis de investigación periodística.
–¿El miedo se generó previamente en la vida cotidiana o fue motorizado, primero por la Triple A y después por la dictadura?
–Cuando digo que en la vida cotidiana se contribuye a reproducir, a impugnar o a negociar ciertas condiciones sociales, no quiero decir que se las produzca. En sus prácticas cotidianas, la gente recrea un orden, pero no lo impone. Frente al miedo, a veces la gente empieza a defenderse de ciertas cosas, y contra lo que se defiende no es necesariamente aquello que es productor de ese miedo, el subversivo, el piquetero o el delincuente. La dictadura produjo la idea de que el terror era arbitrario y todopoderoso y que el peligro estaba en todas partes.
–Con 23 años de vida democrática, ¿cómo explica que perdure, aunque marginalmente, el discurso “con la dictadura estábamos mejor”?
–Es difícil hacer un juicio de por qué es posible que perduren afirmaciones como éstas. Ese testimonio me resultó muy extraño porque era alguien que me estaba hablando como si la dictadura no hubiese existido. Elegí a esa persona porque vivía a una cuadra de una casa, en la ciudad de La Plata, que ahora es un museo. Esa casa, en la que había funcionado unaimprenta, fue devastada por la policía, mataron a toda la familia, y la nena del matrimonio está desaparecida desde entonces. El me contó que había habido un tiroteo en esa casa, pero no lo podía conectar con la dictadura. Cuando le preguntaba específicamente por la dictadura, no se acordaba, decía que no sabía nada, que nunca había escuchado nada. ¿Era posible que estuviera completamente desconectado, o la estaba negando? Que diga que “con la dictadura estábamos mejor” no implica que estuviéramos mejor porque se mataba gente, lo decía por la economía, pero también en este sentido, hay un gran desconocimiento de lo que la dictadura produjo. Es muy difícil juzgar, no sé si desconoce la dictadura o no tiene las competencias y los saberes necesarios para poder evaluar lo que pasó. La situación que hoy se vive hace pensar que el miedo a la exclusión, a perder el trabajo, al otro, hace que se reproduzca este tipo de discursos. Hay una idea de que la memoria le entra a la gente por la puerta de esos miedos, cuando no hay posibilidad de darle un sentido al pasado, o de tener los elementos necesarios para poder pensarlo en el presente.
–Otro de los testimonios es el de una mujer que vio cómo secuestraban a un vecino muy joven. Ella se pregunta qué pudo haber hecho para evitar eso. La dictadura pudo mantenerse, precisamente, por la pasividad e indiferencia de amplias sectores de la población. ¿Qué opinión tiene sobre la responsabilidad de la sociedad civil?
–Es un tema demasiado complejo. No me atrevo a hablar de la responsabilidad de las clases medias porque no estuvieron involucradas en el aparato del terror sistemático. Cuando se produjo el golpe, todas las condiciones necesarias para que la dictadura llegara ya estaban instaladas. La vida cotidiana es aquello que se percibe como normal o natural y sobre lo que no se cuestiona por qué es así. La gente ya tenía miedo, vivía encerrada en sus casas, había dejado de salir y de hablar, había empezado a cuidarse. No sé si se podría haber hecho algo, porque la gente estaba desperdigada, privatizada, y había una clara ruptura de los vínculos sociales. Lo que se fue volviendo cotidiano fue no hablar, no salir, escuchar tiros, ver que se mataba. ¿A quién le resultaba extraño que se matara? Quizás hubiera sido posible hacer algo antes del golpe, y habría que ver cuánto antes, habría que rastrearlo, lo cual es muy difícil porque sólo se puede hacer desde la memoria, pero la memoria de lo que pasó está metamorfoseada: lo que se piensa hoy, con otras herramientas, no es idéntico a lo que se pensaba en el pasado.
–¿Qué herencias dejó la dictadura?
–Lo que persiste es que la Historia va por un lado y las historias individuales por otro. No hay en la mayoría de la gente la idea de que lo que uno hace tiene alguna repercusión en la realidad que vive. También perdura el hecho de tirar las culpas afuera, de buscar chivos expiatorios. Y buena parte del desencanto con la política es también una herencia de la dictadura. Además, me parece que hay una forma de valorar muy poco la vida y la muerte, que viene de ese pasado, y hay una imposibilidad de imaginarse un futuro con proyectos colectivos. Cuando se ha tenido una experiencia del orden tan horrible, esgrimir reglas compartidas suena mal. Y esto en algún sentido, tiene que ver con la memoria, que se construye a partir de lo que uno rescata del olvido porque cree necesario rescatarlo para que eso no vuelva a repetir. Y esa memoria tiene sentido nada más si yo actúo en mi vida cotidiana en función de lo que esa memoria elabore.
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