LITERATURA › PUBLICAN EN DOS TOMOS LAS OBRAS COMPLETAS DE CARLOS MASTRONARDI
Fue uno de los nombres relevantes de la literatura argentina, una figura mítica aun a expensas de no haber sido leído, el autor de versos memorables y el amigo de Borges. Un encomiable trabajo de edición de la Universidad Nacional del Litoral lo trae de regreso.
› Por Silvina Friera
El poeta de la noche, uno de los nombres relevantes de la literatura argentina, ha regresado. Quizá sea el tiempo de su revancha, una onda expansiva de justicia post mortem. Carlos Mastronardi, figura mítica aun a expensas de no haber sido leído, vivió en el siglo equivocado. En cientos de páginas ha dejado constancia de que se sentía un provinciano, un antivanguardista, un anacrónico, un simbolista, un obsesionado por el método. Su timidez fue una marca indestructible, típica de ciertos escritores rioplatenses de la primera mitad del siglo XX. Cultivó la discreción y el retraimiento como único refugio posible para ponerse a resguardo de los que ostentaban el poder cultural.
Sin embargo, a pesar de ese repliegue nocturno, “apartado de honras y de luces”, para el mundo diurno siempre fue el amigo de Borges. O el autor de “Luz de provincia”, cuyo célebre inicio, “un fresco abrazo de agua la nombra para siempre” (por Entre Ríos, su provincia natal), es tan famoso –Liliana Herrero hizo una versión de algunos fragmentos en su disco Litoral– que no faltará quien crea que es patrimonio colectivo del país, una especie de ánimo que circula de generación en generación. O fue aquel primer amigo de Gombrowicz, a quien su parsimonia le hizo declarar el conocido: “Cálmese, por favor, Mastronardi”. Nada mejor que volver con su Obra completa en dos tomos, encomiable trabajo de edición de la Universidad Nacional del Litoral. Si se escogiera al azar alguno de sus versos memorables, el lector, a poco andar vagabundeando de línea en línea, repetirá como un loro, gracias a la inmediata complicidad empática, “la mañana mansita entró a mi pieza”, “se amotinan ternuras y leguas a mi puerta”, “la inmensidad dardea”, “la quietud es más honda que una dicha” y “en la infinita rosa donde se holgó mi infancia”, entre tantos otros.
¿Qué es lo que torna memorable un poema?, ¿qué es lo que hace que “La rosa infinita” sea uno de esos poemas a los que se vuelve a lo largo de una vida? Complejos interrogantes de respuestas inciertas arroja Arnaldo Calveyra, discípulo y amigo de Mastronardi, en el texto liminar de Obra completa, que reúne toda la poesía editada, Tierra amanecida (1926), Conocimiento de la noche (1937), Siete poemas (1963), poemas editados en revistas y otras publicaciones, poesía inédita y traducciones; el relato autobiográfico Memorias de un provinciano (1967) y Cuadernos; un puñado de textos inéditos titulados B. y Borges, que incluyen el bosquejo de una reseña crítica de Fervor de Buenos Aires y el borrador de una carta escrita desde Gualeguay en la que Mastronardi le comenta a Borges el ensayo sobre las Kenningar, y un Dossier con textos clásicos acerca de Mastronardi –Conrado Nalé Roxlo, Juan Carlos Ghiano y Saúl Yurkievich– junto con dos lecturas a cargo de Ricardo H. Herrera y Miguel Angel Federik, y un trabajo de Jorge Martí sobre las variantes del poema “Luz de provincia”. “El tejido sigue intacto, intactos el perfume, color, sonido y sentido –dice Calveyra sobre “La rosa infinita”–; sigue brindando lo que le pedimos, intensidad de días y de tardes concentrados a esa luz hecha de palabras sobre una página.”
“Rincones provinciales./ Holgados en su júbilo/ allí sobre sus almas oscuras se empinaron./ Tenaces cual ombúes que enraízan en el tiempo,/ y humildes como el mate que va de mano en mano.” Estos versos pertenecen al poema “Glebario”, de Tierra amanecida, nunca reeditado mientras vivió el poeta. Gualeguay es el lugar en el mundo donde nació, en 1900, pero es también una tenaz construcción literaria. La primera escala de su periplo existencial fue Concepción del Uruguay. Hacia allí partió en 1915 para estudiar. A Buenos Aires llegó en 1920 para radicarse en esta ciudad en la que pronto construyó una red de amistades con el grupo de poetas y escritores que un par de años después darían forma a la primera agrupación de vanguardia argentina: el martinfierrismo. En ese poemario inicial ya ensayaba una postura que no le acarrearía los favores de las modas literarias de esos días. En Formas de la realidad nacional (1961), ensayo incluido en el segundo tomo de Obra completa, Claudia Rosa encuentra las coordenadas del ideario y las obsesiones de Mastronardi. “Se opone a todo lo que pueda llamarse ‘lo nacional’ con sus estereotipos: el gaucho, el coraje, el tango, el folklore, atacando con violencia los regionalismos y el concepto de provincialismo como el lugar más certero en donde se ahínca el metafísico ser nacional”. En los años ’60, en pleno auge del llamado boom de la literatura latinoamericana, en un campo literario que se autoproclamaba argentino y latinoamericano, un autor que además predicaba la sobriedad y corregía sus textos hasta expurgarlos de toda resonancia común y adjetivación trillada; que perseguía la distancia clásica, la renuncia a la primera impresión realista y a la impronta autobiográfica en términos de la intimidad del yo, amén de su profundo descreimiento en una literatura comprometida con una lucha política, era un escritor marginal o periférico que no cuajaba con el canon ni con los gustos y deseos del público lector de esa década.
“Como Juan L. Ortiz, como Antonio Di Benedetto, Mastronardi es un autor ‘a destiempo’ de su propia época –subraya Martín Prieto, autor de ‘Una lección permanente’, estudio crítico que antecede la poesía completa–. Su obra sufre de un corrimiento temporal, que es de origen temperamental y que se manifiesta estilísticamente: sus versos medidos, en el auge martinfierrista del versolibrismo, la discreción de sus ensayos, en el contexto polémico y exhibicionista de la revista Sur.” Prieto pondera en diálogo con Página/12 que la publicación de las obras completas permite por primera vez “tener una mirada de conjunto sobre una literatura compleja y atractiva”, al agrupar no solamente los poemas, sino también los ensayos publicados en Sur, las extraordinarias Memorias de un provinciano, los estudios sobre Paul Valéry y Juan L. Ortiz. Borges, amigo y confidente del poeta de la noche, lo ubicó entre los predicadores de los principios simbolistas. “En la estrofa inicial de ‘Luz de provincia’, Mastronardi no menciona el nombre de Entre Ríos, sino que lo sugiere. Siempre sugerir es más eficaz que decir –planteaba Borges–. Por ejemplo, Virgilio pudo haber dicho ‘Troya fue destruida’, pero dijo simplemente ‘Troya fuit’, Troya fue, y eso tiene más fuerza. Mastronardi no menciona el nombre de Entre Ríos, deja que nosotros lo descubramos, al decirnos ‘Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre’. Entendemos que se trata de un lugar rodeado por agua. El ha dicho, sin decirlo, Entre Ríos.”
En los años ’20, Mastronardi fue el gran amigo literario de Borges. Hubo caminatas arrabaleras, lecturas compartidas, algunos poemas escritos a cuatro manos y publicados en Martín Fierro. Como precisa Prieto, estaba latente “una idea un poco vaga, no manifiesta, de que en Entre Ríos, de donde venía Mastronardi y hacia donde iba Borges simbólicamente en esos años, estaba el reservorio de una patria que se desvanecía en Buenos Aires”. A fines de esa década, Mastronardi regresó a Gualeguay, muerto su padre, a hacerse cargo de la familia. Y volvió a Buenos Aires recién en 1937. “Borges ya era amigo de Bioy Casares y vivía, literalmente, en otro mundo –repasa Prieto–. La patria, de repente, ya no estaba en un Entre Ríos esencial, sino en unas concretas estancias bonaerenses, o en San Isidro o en Mar del Plata. El Borges de Mastronardi y el Borges de Bioy son una inquietante manifestación de ese pasaje.”
La boca de Mastronardi pesó virtudes y pecados de cada uno de los poemas que pulió en busca del anhelado equilibro clásico entre la forma y la efusión sentimental. Raúl González Tuñón le recordó que “al elaborar tan minuciosa y cuidadosamente el verso, puede decirse que corre el riesgo de convertirlo en un producto químico”. Calveyra aporta una anécdota irónica que pivotea sobre la contienda fondo y forma: “Recuerdo que nos paseábamos una tarde por el barrio de Flores cuando en eso nos cruza una dama vestida como un árbol de Navidad al que sólo le faltaran las lucecitas de colores. Usted siguió silencioso pero casi enseguida, levantando una mano dirigida ‘a nadie’ como usted solía, en la semioscuridad de la tarde me dijo, o dijo: ‘Van al sastre antes que al estilo’”. El mismo Mastronardi en Siete poemas (1963) le advierte al lector el uso de ciertos modismos y giros propios del corriente lenguaje oral. “Allí donde la preciosa figura literaria es más asidua, más débil es el sabor de la vida inmediata. Todo cuanto se gana en altura se pierde en verosimilitud. La fantasía –siquiera modesta o rasante– pide el contrapeso y el firme amparo de la realidad.”
El dueño de esa voz que ahora retorna, remolona, para generar un “fulgor adicto” por goteo, verso a verso, con una sintaxis compleja que demanda una lenta digestión, murió el 5 de julio de 1976 en un geriátrico de Buenos Aires. ¡Salud, señor Mastronardi! Los lectores están prestos a recibir sus lecciones: “Creer siempre es vivir más vida. Erguirla en canto”.
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