Martes, 14 de junio de 2011 | Hoy
LITERATURA › A 25 AñOS DE LA MUERTE DE JORGE LUIS BORGES
Cuatro escritores argentinos –Edgardo Cozarinsky, Sylvia Molloy, Juan José Becerra y Guillermo Martínez– aceptan el convite de revisar el inventario borgeano, rehuyendo tanto la monumentalización complaciente como la estampita escolar.
Por Silvina Friera
El apellido de un escritor puede evocar una beatitud inaccesible o ser sinónimo de una autoridad reverencial hasta la náusea. La obra, en cambio, flirtea con un porvenir cuyo engranaje se va articulando al andar de las sucesivas lecturas. A 25 años de su muerte, Borges a secas –como si en el camino se hubiera despojado del acaso barroco o folletinesco Jorge Luis– cifra un puñado de coordenadas móviles y moldea una autonomía literaria abierta a las múltiples miradas de los lectores. Más allá de la saturación, la repetición y hasta la deliberada pereza intelectual por reproducir un libreto que condenaría al museo textual las mejores páginas del autor de Otras inquisiciones, cuatro escritores aceptan el convite de revisar el inventario borgeano, rehuyendo la monumentalización complaciente y la estampita escolar. Desde un umbral de cierta “incorrección” pertinente para conjurar “la placa bruñida”, Sylvia Molloy sugiere aprender a ver a Borges como veía Pierre Menard a Cervantes: como un escritor “contingente”, “innecesario”, para volver a leerlo. Edgardo Cozarinsky repara en un único texto desperdigado “en innumerables fragmentos contradictorios”, que solos no representan la complejidad de una obra. Juan José Becerra plantea la existencia de “literaturas autónomas” que quizás hayan surgido de la onda expansiva de Borges, como las de Ricardo Piglia y César Aira, para convertirse en “otra cosa”. Guillermo Martínez rechaza las simplificaciones académicas que postulan a un Borges como organizador o divisor de aguas del canon y propone rescatar un puñado de lecciones que no deberían perderse de vista, como la precisión, el papel de la corrección, la búsqueda del adjetivo certero y la ambición de llegar a una forma “última y perfecta”.
“Borges es el hecho radiactivo de la literatura argentina –afirma Becerra–. Lo único que se puede hacer al respecto es escapar de él. Si hay un horizonte borgeano, ese horizonte está atrás; es el horizonte que preferimos no ver. Aunque está claro que por acción de fuga u omisión de su importancia, Borges sigue siendo una presencia fuera de lo común. Pero es bastante visible que a la hora de escribir los escritores argentinos, en general, prefieren la negación de Borges, hacer como si nunca hubiera existido, antes que someterse a la tragedia artística de descubrirse teniendo una vida o una obra borgeana.” Cozarinsky, en diálogo con Página/12, destaca que siempre lo cautivó “una imagen de la literatura, o la historia, o la filosofía, o el cine, como un único texto desperdigado en innumerables fragmentos, aun contradictorios, que solos no la representan ni juntos la agotan”. Al listado de prodigios borgeanos también agrega otra enumeración medular. “Borges borroneaba con elegancia, hace más de sesenta años, los bordes del ensayo y la ficción; leemos Otras inquisiciones como libro de ensayos porque se nos presenta como tal, pero algunos de sus textos –‘La muralla y los libros’, por ejemplo– no son menos ficciones que ‘Examen de la obra de Hebert Quain’ o ‘Tres versiones de Judas’”, compara el autor de La novia de Odessa. “Además, no sólo esas lábiles categorías pueden deslizarse, confundirse, sino que podemos leer como literatura textos que no pretenden pertenecer a esa augusta disciplina, pero donde un ardid narrativo, una felicidad de adjetivación, confieren a alguna crónica periodística o histórica, una anotación en un diario de viaje, un exabrupto –el famoso ‘Esto, señor, es una digresión; espero su argumento’ de un doctor Henderson, citado por De Quincey, a quien en una discusión le arrojaron un vaso de vino a la cara–, una dignidad de la que son huérfanos muchos esforzados ejercicios que aspiran a la literatura. Atento a la variedad del mundo, el joven Borges lo estuvo a las inscripciones de carro y a las letras de tanto en tanto, como a la Encyclopedia Britannica.”
El interrogante sobre si la literatura argentina, aun la “menos borgeana”, lleva la firma del autor de El Aleph continúa flameando en el horizonte de un modo dispar y objetable. “Nunca creí en la tesis que sostiene que Borges divide líneas u organiza la literatura argentina o es el centro de un sistema, o proyecta su sombra terrible –aclara Martínez–. Me parecen las típicas simplificaciones erradas de una mirada académica que cree, en primer lugar, en algo tan discutible como que existe un sistema literario argentino y, en segundo lugar, que el interés principal de los escritores sería escribir obras en alianzas u oposiciones unos contra otros, como si fueran ejércitos en ese tablero imaginario de soldaditos trazado por ellos.” El autor de Crímenes imperceptibles plantea que basta pensar que hasta que Borges cumplió sesenta y pico de años, con casi toda su obra escrita, “se lo despreciaba e ignoraba absolutamente en estos mismos círculos, tanto por el carácter ‘no comprometido’ y de juegos ‘estériles y metafísicos’ de sus obras como por sus posiciones políticas”. El hollín de ese pasado de ninguneo es conjurado por la efusión de la efemérides. “No puede decirse que la generación del ’60 haya escrito bajo su influjo o en oposición a él, más allá de que algunos lo admiraran en una relación amor-odio, como prueban los cuadernos de Saer –recuerda Martínez–. Tampoco creo que la literatura de los años setenta pueda pensarse en términos de adhesión o rebelión a la estética borgeana; sería claramente forzado y reduccionista. Sí hubo en los años ochenta, con la figura de Borges y su obra en el cenit de la fama, un intento de ‘juegos de guerra’ para oponerle, primero a Puig, luego a Walsh. Pero por supuesto, otra vez, estas son más bien muestras de las limitaciones de nuestra crítica: ni Puig ni Walsh se propusieran nunca hacer la contraobra borgeana, sino otra cosa. La obra de cada escritor tiene en general mucho más que ver con su vida, sus obsesiones, sus secretos, su infancia, y sus lecturas propias, que con ese juego posterior de clasificaciones y guerras ilusorias que pesan muy poco a la hora de sentarse al escritorio.”
Molloy subraya que cuando se produce una marca tan fuerte como la de Borges tarda mucho en eclipsarse, en transformarse, en traducirse. “El mero impacto de su obra se vuelve referencia inamovible, saturada por lecturas repetitivas y perezosas. La referencia Borges, ya sea la obra o el autor, queda condenada a una suerte de museo textual. Esa monumentalización complaciente de Borges opera en contra de su texto, es decir lo reduce, lo vuelve, como hubiera dicho él, ‘todo para todos, como el profeta’, limitando la posibilidad de una interlocución fecunda”, advierte la autora de El común olvido y Desarticulaciones. “Tenemos que aprender a ver a Borges como veía Pierre Menard a Cervantes, es decir, como un escritor ‘contingente’, ‘innecesario’. Es el mayor de-safío: desplazar a Borges, distraernos de él, inventar su deslectura para volver a leerlo.”
Becerra estima que hoy se escribe “sin Borges” porque no ha dejado una herencia de la que se pueda “disfrutar”. “La obra de Borges es una línea única y dorada de la literatura argentina que se cortó con él. Me refiero al Borges que escribía ficciones. En cambio el otro Borges, el lector, sí convive con esta actualidad y no sé si directamente no piensa por nosotros”, dispara el autor de Toda la verdad. Molloy vacila: no sabe si hoy se escribe “con” o “contra” Borges. Al fin de cuentas –suscribe– no importa. “Escribimos después de Borges, quien a su vez escribió después de otros, sabiendo que todo ha sido escrito y a la vez no pudiendo dejar de escribir. Borges no cree en la originalidad como tampoco cree en la clausura; ‘el concepto de texto definitivo –escribió– no corresponde sino a la religión o al cansancio’. Cree, sí, en lo que llama la ‘diversa entonación’ de los textos: todo está escrito pero, a la vez, todo está por escribirse, por entonarse de otro modo. Borges cree en la conversación entre textos, que es también conversión, traducción, nueva lectura. El escritor facilita esa conversación: establece nexos, se hace cargo del relevo –explica–. Vale la pena recordar los muchos cuentos de Borges que son, o dicen que son, historias ya contadas, twice-told tales, como los llamaba Hawthorne. No sé si Borges escribe contra un fantasma, más bien creo que se resigna a serlo, asumiendo lo que él mismo hubiera podido llamar la nadería de la autoridad.”
En los renglones del presente, estampar el vocablo herencia en singular obtura los hilos de esas conversaciones que se podrían entablar con sus textos. “La herencia borgeana es tanto una obra como una actitud en la literatura”, dice Martínez, quien rescata como lecciones que no deberían perderse la precisión, el papel de la corrección, la búsqueda del adjetivo certero, la ambición de llegar a una forma “última y perfecta”. Menciona, además, la hospitalidad con la filosofía y las ideas, la erudición y la preferencia por los mundos autónomos de la ficción. “Creo que tuvo un gran valor y un orgullo de la mejor clase para resistir con su programa y su propia estética, en un mundo intelectual que le fue por mucho tiempo muy hostil. Valorizó al relato policial, fantástico y de ciencia ficción a contracorriente de su época –pondera el autor de La muerte lenta de Luciana B–. También es notable su manera desprejuiciada de leer y juzgar a los grandes popes literarios, no importaba si se llamaban Joyce, Goethe, o Shakespeare, nunca se inclinaba incondicionalmente. En los Textos cautivos y en Textos recobrados puede verse en toda su dimensión esta manera personal de ejercer la crítica.”
Más que una herencia, o varias herencias, Molloy prefiere precisar que dejó inquisiciones, para usar una palabra muy suya. “Nos enseñó la necesidad de cuestionar certidumbres, de desarticular planteos demasiado perfectos, de dudar. Borges sabe que hay siempre, para todo argumento, aun los más convincentes, un and yet, and yet, es decir un resto que pone en tela de juicio lo que se ha dicho anteriormente. Y esto desde un comienzo, aun en su obra más temprana. Pienso en un libro para mí crucial, su Evaristo Carriego, que es, de todos sus libros, el que me llevaría a la proverbial isla desierta si me dieran a elegir sólo uno; y pienso en la descripción de la casa de los Borges que aparece al comienzo, el hortus conclusus que es a la vez hogar protector –‘detrás de una verja con lanzas’– y biblioteca familiar ‘de ilimitados libros ingleses’. Pues bien, inmediatamente ese lugar conocido, reconfortante, se ve inquietado por un afuera perturbador, a la vez peligroso y atractivo, el ‘más allá de las rejas’ que es Palermo. Esta desazón que aquí Borges plantea en términos espaciales es emblemática de toda su obra. No hay clausura: hay siempre una salida, un intersticio, una falla que se presta, para citar a su muy leído Henry James, a otra vuelta de tuerca. Y si no parece haberla, nos dice su obra, es porque no sabemos ver.”
Cuesta encontrar epígonos borgeanos en el horizonte literario argentino. “En las nuevas generaciones, la influencia de Borges es nula –opina Becerra–. Pero veo literaturas autónomas que quizás hayan surgido de la onda expansiva de Borges para luego convertirse en otra cosa. Piglia es un ejemplo. En él vemos una aceptación de Borges y también un modo de alambrar su obra, como si dijese: ‘todo bien conmigo, Georgie, pero de acá no pasás’. Me parece que Piglia hace un uso muy sagaz de Borges y encuentra modos útiles de relacionarse con él. Y el otro caso es (César) Aira, que lo que hace es sabotear la máquina borgeana de producir ficción, enloquecerla y superarla. Toma de Borges la especulación como materia prima de la ficción y la lleva a niveles inalcanzables incluso para el propio Borges.” Martínez tampoco alcanza a vislumbrar, al menos entre los escritores argentinos, epígonos de Borges. Pueden, de vez en cuando, asomar algunas pocas influencias, cada tanto una cita aquí o allá, “lo que resulta casi inevitable como tentación para cualquiera que se haya puesto en contacto con su literatura”. Cozarinsky no duda en definir como “fatal” la tentativa de imitar el tono, el vocabulario y la sintaxis de Borges. “Quienes lo intentaron en los años ’40 y ’50 perecieron víctimas de su error. El mismo Borges fue limpiando su prosa del asfixiante barroquismo populista de sus artículos de los años ’20, hasta acceder al tono inconfundible que lo iba a identificar”, argumenta el autor de La tercera mañana. “No veo en las letras argentinas una herencia de Borges que valga la pena señalar, a menos que se trate de una fe inconmovible en la primacía de lo literario. En cambio, en W. G. Sebald, en Danilo Kiš, en Aleksander Hemon, autores más cercanos a mi sensibilidad que mis vecinos, discierno una presencia, a veces tácita, otras declarada, siempre fecunda, de una lectura asidua de Borges.”
Piglia postula en El último lector que quizá la mayor enseñanza de Borges sea la certeza de que la ficción no depende sólo de quien la construye sino también de quien la lee. “Nunca está claro en la literatura si es más importante escribir que leer –matiza Becerra–. Lo que hace Borges es poner ambas fuerzas en una relación de equilibrio. Pero se trata de una idea bastante lógica, porque si la ficción no depende en gran medida del lector, entonces leer no sería una experiencia. Sin embargo, una cosa es esa idea, muy democrática y precisa, y otra cosa es el uso que ha hecho Borges de algunas literaturas que no le gustaban y por lo tanto no las sometía a la interpretación sino al desprecio.” Molloy coincide con el análisis de Piglia. “No sólo cree Borges que, pese a que todo está ya escrito, todo puede entonarse diversamente; cree también que todo, a medida que pasa el tiempo, puede leerse diversamente. Para Borges la literatura no es monumento sino hecho móvil.” La escritora y crítica cita al propio Borges para redondear esta interpretación: “Si me fuera otorgado leer cualquier página actual [...] como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil”. “En ese hecho móvil participan tanto escritores como lectores: escribir y leer son dos aspectos del proceso, igualmente efímeros, pasajeros, inestables, intercambiables.” Molloy elige recordar las palabras al lector del comienzo de Fervor de Buenos Aires: “Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”.
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