Jueves, 30 de junio de 2011 | Hoy
LITERATURA › ANDRéS RIVERA, SU NOVELA KADISH Y LA MEMORIA
En el texto de apenas 67 páginas, Arturo Reedson, alter ego del escritor, recuerda momentos de su vida, atravesados por la historia política de la Argentina. Y, autocrítico, se pregunta “qué carajo” hizo a lo largo de su “famélico peregrinaje”.
Por Silvina Friera
Cosa extraña, la memoria. Arturo Reedson recuerda momentos de su vida. Es un hombre viejo que sin apuro enciende un cigarrillo en su departamento, en el barrio porteño de Belgrano. De las luchas proletarias a la irrupción de Perón, del Cordobazo al ramalazo de la dictadura militar –incluido ese fugaz romance con Pirí Lugones (ver aparte)–, el péndulo de la historia astilla esos fragmentos hilvanados con la urgencia de quien presiente, cercana, la despedida. Cosa extraña, la memoria, repite como si fuera el estribillo perfecto de la perplejidad. Buenos Aires era una fiesta en 1945. Parafrasea a Hemingway. “Perón firmaba decretos que no eran letra muerta. Que volvían realidad canónica décadas de combate reivindicativo contra la burguesía criolla”, reconoce. ¿Divaga ese octogenario un tanto cascarrabias ante la presencia de Pablo Fontán? No, aunque de tanto en tanto reitere esta pregunta retórica y pierda el hilo de lo evocado. Si la melancolía tiene horarios fijos, si llega puntual de cinco a siete de la tarde, ese hueso duro de roer que nació hace 82 años como Marcos Ribak, que fue militante comunista, obrero textil y periodista y como escritor es y será para siempre Andrés Rivera, en este mediodía nublado en que recibe a Página/12, el autor de Kadish (Seix Barral), su última novela, no parece aquejado por la melancolía. Al contrario: se podría decir que se ha inoculado una dosis de humor ajena a su habitual aspereza. Se burla de su andar “vacilante” y ofrece un whisky, que será rechazado por la inconveniencia del horario.
Cosa extraña esta novela de Rivera. Nunca proclive al exceso de la prosa, cada vez más condensada y económica, en tan sólo 67 páginas combina pequeñas escenas iniciáticas con extractos de noticias de los diarios que suele leer –Página/12 y Clarín– y citas de Marx, Brecht, Foucault y Paul Auster, entre otros. Acurrucado en su sillón de lectura, cerca del teléfono y con parte de la biblioteca como telón de fondo, dice que la saga de novelas en las que aparece Reedson, su alter ego, es “excesiva”. La palabra kadish –oración que pronuncian los judíos creyentes en homenaje a las personas que amaron con una intensa excepcionalidad– es bastante común en la colectividad, según cuenta el escritor. “Las autoridades de la colectividad judía tuvieron una actitud conciliadora con la dictadura militar. Antes de que advinieran Massera, Videla and company, se enfrentaron con la inmigración judía que se pronunció en muchas oportunidades a favor de la izquierda argentina. Pero me permito decir que yo también dudo de que haya una izquierda real en este país”, subraya Rivera.
–¿Por qué duda?
–Por cómo se movió la llamada izquierda. El Partido Comunista formó parte de la Unión Democrática. ¿Qué es hoy la izquierda? ¿Hermes Binner? No.
–Pero hay un Frente de Izquierda, una alianza electoral entre el Partido Obrero (PO) y el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). ¿No los considera una izquierda real?
–¿Quiere que hable de (Jorge) Altamira?
–Hable...
–No, no vale la pena. Hace poco me entrevistaron algunos jóvenes del PO y les mencioné, sin ánimo de agredirlos, sólo porque como decía Freud la memoria es selectiva, que Altamira se presentó en el programa A la cama con Moria; fue a la cama a participar de ese mamarracho en la pantalla de la televisión. Si era una vía para acumular fondos a favor del PO o el trotskismo aborigen, me pareció una vía equivocada. No porque yo sea un puritano, pero un dirigente de izquierda debería abstenerse de actitudes como ésas.
Es amargo y feroz el esbozo de risa de Rivera. Quizá como la de Reedson, ese viejo que dice que los argentinos y porteños “depositan la memoria en el fondo de los inodoros y aprietan los botones”. “El agua de los tanques –agrega el alter ego del escritor– se lleva las crueldades de eventuales infartos.” No se salva de la autocrítica ese hombre que en la novela orilla los 82 años y se pregunta “qué carajo” hizo a lo largo de su “famélico peregrinaje”.
–Qué cosa extraña la memoria, porque da la impresión de que cuando Reedson dice que Buenos Aires en el ’45 era una fiesta, le está haciendo un gran guiño al peronismo, que se volvió “peronista” con los años.
–No, pero hay que admitir que ese año y los dos o tres que siguieron al ’45 fueron años de una prosperidad burguesa que también dejó espacio a los trabajadores. El pensamiento marxista no se renovó y el peronismo que usufructuó ese estado de bonanza es o fue, o sigue siendo, la matriz de ministros como José López Rega y del propio Perón. Quien, como se recordará, fue agregado militar en Italia y copió, con buenos ojos y buen oído, los gestos de Benito Mussolini; que no tuvo un pasado militar, sino que venía de las filas del socialismo.
–Pero insisto: Reedson repite varias veces que el ’45 era una fiesta, como si la añorara.
–Y sí, sí... porque este país creció y dio ciertos espacios a una clase obrera nueva que venía particularmente de las provincias del norte, atraída por los fulgores de una Buenos Aires que se expandía. Recordemos que Domingo Mercante fue gobernador de la provincia de Buenos Aires y Perón y el peronismo usufructuaron de esos fulgores. A ninguno de los miembros del nuevo proletariado se le iba a ocurrir, porque no conocían, cuestionar la presencia de esa Gestapo criolla que se llamó la Sección Especial de Represión al Comunismo; tenía su sede en la calle Urquiza, en los altos de una comisaría. Y su jefe, una suerte de Himmler criollo, fue Cipriano Lombilla.
–¿Su padre fue un preso político durante el peronismo?
–Sí, mi padre fue dirigente sindical de los obreros del vestido de Capital Federal. En los últimos meses de la dictadura del 4 de junio de 1943, fue detenido. Todos esos años vivimos de hecho en la clandestinidad. Yo era un jovencito insolente; estábamos en una casa de inquilinato y compartíamos la cocina con los otros inquilinos. En la pieza, mi padre, que era un obrero de calidad, instaló una máquina Singer con motor. Mi madre retiraba trabajo en la calle Canning –que ya no se llamaba más así– y mi padre cosía. Y lo que cosía mi padre, mi madre lo llevaba a esa casa de vestidos de la calle Canning y con lo que ella cobraba vivíamos...
Enciende el primer cigarrillo de los diez que fuma cada día “por recomendación médica”, aclara. “Algunos militantes del socialismo que compartían la dirección con mi padre ocuparon después cargos de jerarquía en el aparato peronista –continúa Rivera armando el rompecabezas de esos años–. Ellos eran miembros del socialismo de la Casa del Pueblo; Américo Ghioldi era su figura más prominente y un excelente orador, como lo fue en el Partido Comunista Rodolfo Ghioldi, su hermano; que acompañó a Luis Carlos Prestes, militar brasileño que luego se enroló en el Partido Comunista, en una dura lucha contra Getulio Vargas. La diferencia consistió en que Prestes, cuando obtuvo su libertad, se puso del lado de Vargas. Y el Partido Comunista argentino con Rodolfo Ghioldi y Victorio Codovilla enfrentaron a Perón. Que quede claro que no estoy proponiendo que deberían haberse adscripto al peronismo, pero tampoco debieron ingresar a la Unión Democrática.”
–¿Por qué dice que era un jovencito “insolente” en el ’45?
–Yo fui militante comunista, lo que pasó fue que por prudencia, el partido me expulsó veintipico de años después. Yo me afilié pocos días antes del 17 de octubre del ’45. Mi militancia fue del ’45 al ’64, mechada por medidas disciplinarias y reincorporado para escribir en la clandestinidad un periódico del partido, Nuestra palabra; hasta que finalmente, insisto, por prudencia, decidieron expulsarme con una de las habituales notas condenatorias del partido.
–Desviación pequeño-burguesa.
–Tal cual. Yo criticaba la política fluctuante del Partido Comunista, hasta que se hartaron de mí.
–Ante las mejoras reales que le reconoce al peronismo, ¿nunca tuvo la tentación de sumarse a “esa fiesta” del ’45?
–No. Había leído lo suficiente o lo necesario a Marx, a Engels, a Lenin, y creo tener en claro dónde hay una clase y dónde hay otra. Y yo, cualquiera sea mi situación en estos días, sé dónde estoy parado. A veces reflexiono acerca de cómo cambiaron su lenguaje aquellos que se supone que hoy integran el mundo del trabajo. Nadie habla ya de proletarios. ¿Por qué se habla de los “indignados”? No son proletarios, son indignados. ¿Contra qué se indignan? Hay un libro, Indígnate, un alegato a favor de una indignación que, muy pacíficamente, induzca a las clases dominantes a tener más tolerancia. En eso no creo. No hay una oposición de izquierda real que diga que no hay una vía pacífica para derrotar a la clase dominante. Las clases dominantes son dueñas de las armas y las usan. Cuando supone que la desborda la indignación del universo del trabajo, la clase dominante dispara balas de plomo. Reparemos en Eduardo Duhalde; cuando era presidente asesinaron a dos muchachos, Kosteki y Santillán. ¿Con qué tiraron? ¿Tiraron sobre ellos con balas de goma? ¿A quién defendía ese presidente?
–Ese panorama cambió; la orden política que tiene la Policía Federal es no disparar, aunque haya muchos sectores que se salgan de la vaina y sigan pidiendo mano dura y represión.
–Pero eso no va a ocurrir, no ocurrió con Néstor Kirchner ni ocurrirá con esta Presidenta mientras que Buenos Aires siga siendo una fiesta. ¿No estamos viviendo una fiesta? Los que están hoy a cargo del Gobierno, de Cristina Fernández para abajo, gozan de un momento de prosperidad del país y tienen a su favor la prédica antigubernamental de los grandes medios. ¿Usted cree que quienes apoyan al actual gobierno leen los diarios? No, miran la televisión. Si compran Clarín es porque tiene muchas ofertas de trabajo, desde servicio doméstico hasta obreros calificados, y ventas de autos. Las cifras económicas que tiene Clarín en sus páginas son bastante expresivas de este instante de prosperidad que vive el país.
–¿El Gobierno goza de la prosperidad o la generó gracias a varias de las políticas económicas implementadas en los últimos años?
–No me cabe la menor duda de la responsabilidad de algunas medidas económicas. Aunque estoy eximido de votar y siempre voté en blanco, espero que estas elecciones sirvan para enviar al baúl de los recuerdos a candidatos como Duhalde. No es una revancha; pero los partidos que representan de un modo u otro a la gran burguesía y a la clase media alta no renuevan sus cuadros. Estas elecciones van a empujarlos al baúl de los recuerdos. Y absolutamente creo que Cristina Fernández gana estas elecciones.
Rivera acumula materiales, anotaciones sueltas “esenciales” en su cuaderno. Cuenta que está “jubilado” de esa tarea “azarosa y de dicha” que es escribir. No sabe si habrá otro libro. “Yo ya no leo, releo”, advierte parafraseando a Borges. “He vuelto a reeler Caballería roja, de Isaak Babel, un escritor notable a quien el estalinismo encarceló y fusiló; un libro que se compone de una cantidad de relatos en los que por momentos encuentro la presencia de Hemingway. Pero no creo que Babel haya llegado a leer a Hemingway”, explica.
–Ese jovencito insolente que dice que fue, ¿pensó que pasaría la barrera de los 80 años?
–No. Uno se siente acorralado por la prudencia. Los amigos me recomiendan que me compre un bastón porque tengo el andar vacilante cuando salgo a hacer las compras, a buscar los diarios o cuando tengo que ir al médico. Lenin supo decir que los revolucionarios deben morir a los 50 años. Pero en este país, ninguno de nosotros fue revolucionario.
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