Sáb 12.05.2012
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LITERATURA › SEONGDONG KIM PRESENTO MANDALA, QUE ACABA DE PUBLICAR BAJO LA LUNA

El escritor que odia las palabras

La novela trata sobre un monje budista apóstata que se convierte en el mentor de otro más joven y desorientado. Y su autor, que era monje hasta entonces, fue expulsado. “Su deambular es el de un sacerdote sin sacerdocios”, definieron a Kim en su país.

› Por Silvina Friera

El mundo está en desorden; ancestrales angustias y añejos delirios rubrican el caos. Esto piensa un monje budista disoluto de 32 años, entregado al alcohol, al tabaco y a las mujeres, como si esa tríada fuera el único amortiguador de sus penas. No es de extrañar que de entrada ese monje llamado Yisán –de cara demacrada, los ojos huecos y ojerosos y tono mordaz–, que no vacila en sumergirse en la desesperación, sacuda las frágiles certezas del joven monje itinerante Bobún, en la habitación de huéspedes del templo Byogunsa, donde sus caminos se cruzan. Lejos de la pátina de conformismo que se atrinchera en un falso decoro, Yisán –visto con desdén como un demente, un sujeto extraviado– bebe a plena luz del día con una dignidad irrevocable. Ese dolor coagulado en un sarcasmo sin igual perfora las murallas mentales, el sofocante ambiente de la obediencia y el sentido común. “Para tus ojos esto es un vaso de alcohol; para los míos es Buda –provoca Yisán–. Esta es la diferencia entre Buda y la humanidad ordinaria. El Buda que tú buscas quizás está en la capilla principal del templo. El que yo busco está aquí, en esta habitación, en este vaso de soyu. ¡Que nos salve el Buda Soyu!”

La atracción que ejerce este borracho sufriente con sus comentarios filosos –no viene mal recordar que beber está terminantemente prohibido en el budismo– es radical, porque su experiencia se traduce en una rebelión plena contra un orden naturalizado. Desde ese umbral se ponen en tela de juicio las irregularidades y trapisondas de la institución religiosa. Pero Yisán da un paso más de lo soportable. “La religión es para las personas que se engañan a sí mismas y a los demás viviendo vidas falsas –plantea–. Las personas que viven de un modo auténtico no necesitan de religión alguna.” Cuando apareció Mandala (publicada por primera vez en español por la editorial argentina Bajo La Luna), se la consideró un ultraje contra el budismo, un insulto contra la práctica monacal. El escritor coreano Seongdong Kim, que presentó la novela en la Feria del Libro, fue despojado de su condición de sacerdote y tuvo que empezar de nuevo su penoso vagabundeo.

Quizá la historia de la novela continúa en la realidad, como afirmó el crítico coreano Boyeong Lee. Kim abandonó los hábitos del monje para probarse los del escritor. “Su deambular es el de un sacerdote sin sacerdocios, el de un escritor de literatura budista en busca del camino.” El autor de Mandala nació en 1947 en Chungra, en el sur de Corea, en el seno de una familia de nobles venida a menos. En la Guerra de Corea, su padre y un tío paterno fueron ejecutados. También padeció igual suerte un tío materno. La sensación de ruina, de deriva, está en el principio. Hubo un intento de convivencia con su madre y su hermana mayor. Pero las secuelas y los graves traumas psicológicos por las torturas que había recibido su madre –que fue jefa del comité en la Unión Democrática Femenina– frustraron la esperanza de una infancia feliz.

Kim regresó a la casa de su abuelo, el hombre que le había enseñado la escritura china y conocía al dedillo las prédicas morales de Confucio y Mencio. Cuando el ejército tomó el poder, el 16 de mayo de 1961, su abuelo fue confinado a prisión preventiva. El adolescente no soportó la persecución policial y se marchó. La peregrina empresa de llegar hasta el fin del mundo lo impulsó a tomar un tren a Mokpo, por donde vagó hambriento durante tres días. En las escalas de este periplo desgarrador, como si un conjuro de redención asomara en el horizonte, se reencontró con su madre y hermana en Seúl, donde se instaló la familia. En 1966, con apenas 19 años, se rapó la cabeza y se hizo monje. Y llegó a ser discípulo del maestro Jihyo Daeseonsa. Escribió el relato “El pájaro en el pez de madera”, antecedente de Mandala, a fines del otoño de 1974, en una cueva que se encuentra a los pies del monte Dobong. La vida monacal fue necesaria, pero no suficiente: no alcanzó la iluminación anhelada y decidió retornar al mundanal ruido.

“Mientras tenga vida y respire y el mundo ande torcido, atacaré a mordiscos este mundo, y para poder hacerlo, mantendré fuertes mis colmillos”, dijo Kim durante la presentación de Mandala, primera novela que escribió a fines de la década del ’70. “Si la época y las circunstancias en que vivimos son sombrías, en lugar de refugiarme en la indiferencia, me rebelaré con todo el cuerpo y todas las fuerzas. Si habiendo tantas cosas que hacer en este mundo, hemos elegido ponernos en la frente la corona de espinas que significa ser escritor, es porque estamos dispuestos a convertirnos en púgiles llenos de heridas sangrantes por luchar contra las injusticias del mundo. Mi visión de la literatura es la dialéctica budista que dice que la negación puede llevar a una afirmación para negarlo después, con el fin de arribar a una afirmación más abarcadora.”

Indagar en los límites podría ser el “tema” de esta novela. Romper el velo de un silencio milenario a través una textura que no se propone aniquilar el budismo. Al contrario: el movimiento consiste en negar lo fosilizado por la burocracia y la corrupción, pero jamás la verdad budista, que Kim define como “sublime”. Bobún tiene 25 años cuando conoce a Yisán. Recién inicia una nueva página de su existencia: acaba de poner fin a seis años de mortificante vida ascética. Carga en su mochila con una tesis de meditación que no pudo resolver durante ese período en que se consagró a la meditación y a la purificación espiritual; un dilema que por más que se queme las pestañas y se esfuerce es insoluble: “Supongamos una botella de cuello estrecho y fondo ancho, en la que se ha metido un pequeño pájaro que aún tiene que crecer. Después de algún tiempo quieres sacarlo de la botella, pero como el pájaro ha crecido, no puedes hacerlo sin romperla. No debes romper la botella ni tampoco sacar al pájaro herido. ¿Qué hacer entonces?”.

Los destinos se asocian, aunque ese “qué hacer” implique para Yisán la praxis de la depravación, que si es sincera y auténtica le permitirá llegar a ser Buda. Juntos empiezan a recorrer Corea. El monje disoluto deviene maestro de Bobún por las calles de Seúl. Las curvas de las mujeres les lastiman los ojos. “¿Por qué todas las mujeres tienen senos? ¿Por qué nutren el amor con sus senos, alimentando la muerte con sus nalgas? Si las mujeres no tuvieran senos, yo me sentiría menos solitario...”, confiesa Yisán. Los diálogos entre maestro y discípulo no tienen desperdicio. “Todos los límites son temas de meditación. Todo lo que debemos superar se hace un tema. Si chocamos contra el alcohol, éste se hace tesis, si nos chocamos con la mujer, ésta se vuelve tesis”, predica, a esta altura de la novela, el adorable monje apóstata. En ese permanente desplazamiento de las fronteras del escepticismo, nada parece salir indemne de las desmesuras que profiere Yisán, ese hombre que nació para vivir en la “de-sesperación total”.

“Mi tristeza y desánimo eran los de un corredor que luchó con todas sus fuerzas para alcanzar a su antecesor, y se percata de que éste, agotado, abandonó la carrera y lo dejó solo”, piensa Bobún en las páginas finales, en las que develará el tejido de su padecimiento, tras la muerte de Yisán. Kim postula que el budismo es una filosofía, “la cumbre más alta a la que puede arribar el pensamiento humano”. “Si me lo preguntan, diría que soy una persona que odia las palabras y la escritura, pues están a kilómetros luz de la verdad. Por eso mismo, es todavía más mortificante esta paradoja, puesto que a pesar de odiar las palabras, no puedo evitar el utilizarlas y a pesar de odiar la escritura, no puedo dejar de escribir. Así debieron sentirse los monjes de antaño, que al mismo tiempo que predicaban que la verdad, la iluminación, no se transmite a través de la palabra o la escritura, sino de un alma y otra, no tenían más remedio que componer cánticos a Buda, dar oficios y escribir libros”, compara el narrador coreano. Hay pocos púgiles tan sangrantes como Kim que sean capaces de llegar al fondo de sí mismos, a esa zona de intensidad insoportable en el mar de dolores que es la vida.

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