LITERATURA › EL ADIóS A CARLOS FUENTES
La noticia de su muerte llegó de la manera más inesperada, a pocos días de su visita a la Feria del Libro. Tenía lista la novela Federico en su balcón y ya trabajaba en un nuevo libro.
› Por Silvina Friera
Un pensamiento avanza en espiral y se niega al reposo. A la pantalla mental le cuesta editar la sustitución de un tiempo desterrado por otro ya desaparecido. La estampida del adiós suena como si las ideas pasadas y presentes se movieran y desdibujaran, como los elementos de un paisaje que se desplazan ante los ojos de un caminante. La imagen más reciente que la memoria despliega –antes y después de su reciente presentación en la Feria del Libro– es la de un caballero amable, pasional, inquieto, infatigable. No parecía un anciano octogenario con los achaques de la vejez. El misterio de esa especie de “eterna juventud” estaba en su temperamento entusiasta, en su devoción por la literatura, en ese simulacro de felicidad que le suministraba la escritura. “Cuando se llega a cierta edad, o se es joven o se lo lleva a uno la chingada”, predicaba con sus mexicanismos a flor de piel. “La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte –dijo el autor de La región más transparente, “el Premio Nobel que no fue”–. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es”. Ese día llegó ayer sorpresivamente, sin preludios. Carlos Fuentes, uno de los más destacados narradores mexicanos del siglo XX, autor de una veintena de novelas y acreedor de varios galardones importantes, como el Cervantes y el Príncipe de Asturias, murió a los 83 años en México.
Las trampas de la memoria encienden el asombro, como si trucando imágenes remotas se pudiera mitigar del desconcierto y la pena que por estas horas atraviesan a lectores y lectoras del mundo hispano. Las calles de Buenos Aires, que el narrador transitó hace no más de quince días, conjuraron el recuerdo de su infancia por estos pagos. Quizás el azar sea parte del orden invisible de las cosas. Fuentes, hijo de un diplomático, nació el 11 de noviembre de 1928 en Ciudad de Panamá. Los sucesivos destinos asignados a su padre –Argentina, Chile, Brasil, EE.UU. y otros países iberoamericanos– lo transformaron en una suerte de niño-adolescente itinerante. Pateó avenidas y arrabales porteños por 1943, cuando el ministro de Educación era Martínez Zuviría, el escritor que firmaba como Hugo Wast. “Mira: yo vengo de la escuela pública de Washington, no soporto esto”, le dijo el adolescente Fuentes a su padre. Ni una amnesia galopante ni los analgésicos más poderosos podrían atemperar el fantasma en ciernes de esa “educación fascista” que con tanto ahínco rechazaba el joven. “Tienes toda la razón, tienes 15 años, dedícate a pasear”, le respondió el entonces consejero de la embajada de México. Bastó esa palmadita de su progenitor para que el joven se dedicara a conjugar en todos los modos y tiempos verbales posibles el “yirar” porteño. Durante un año se convirtió en hincha de la orquesta de Aníbal Troilo. Se jactaba, con una sonrisa pícara, que la siguió a todas partes, como a esa vecina casada que lo doblaba en edad –30 años–, y de la que se enamoró. Volver a Buenos Aires –confesaba sin ademán nostálgico– le deparaba la sensación de rejuvenecimiento, como si otra vez tuviera 15 años y lo estuviera esperando la vecinita.
“Recordar el futuro. Imaginar el pasado”, consigna el escritor con economía ejemplar en La gran novela latinoamericana. “Este es un modo de decir que, ya que el pasado es irreversible y el futuro incierto, los hombres y mujeres se quedan sólo con el escenario del ahora si quieren representar el pasado y el futuro. El pasado humano se llama Memoria. El futuro humano se llama Deseo. Ambos confluyen en el presente, donde recordamos, donde anhelamos.” En el escenario de ese pasado “imaginado”, Fuentes leyó por primera vez el Quijote a los 12 años. Y sin embargo, la obra capital de Cervantes no fue el primer encuentro sentimental con la literatura. En Río de Janeiro, otra de las escalas por las obligaciones diplomáticas del padre, el pequeño Fuentes se sentaba en las rodillas del escritor mexicano Alfonso Reyes, embajador de Brasil, quien le aconsejó que estudiara Derecho. Las cartas estaban marcadas. Aunque obedeció la recomendación y se formó en leyes, su radical voluntad por la literatura, ese futuro que entonces era un deseo, se impondría con la fuerza de una certeza sonora y formal de la que nunca se apartaría.
No es una empresa sencilla narrar un país con sus historias y mitologías –más o menos visibles– en la mochila del imaginario; con sus esperanzas y fracasos que calan hasta los huesos. Urgencia juvenil y precoz sabiduría se confabularon cuando aquel joven de 29 años publicó su primera novela, La región más transparente (1958), tan vertiginosa y caótica como innovadora, considerada como el “primer estallido del llamado boom de la Nueva Novela Hispanoamericana”; texto insignia que inscribiría a su autor en la galería de los grandes nombres de la literatura latinoamericana. Cada voz, cada rincón, cada tugurio de la ciudad de México de mediados de la década del ’50 –esa “región más transparente del aire”, alusión-homenaje a Reyes–, con sus enmarañadas texturas, sabores, dicciones y prodigios rompía el velo de ese umbral que nadie se había animado a explorar. Lo vivo, lo deforme, lo bello y desgarrador administraban una espesura que tal vez sólo se reveló completamente cuando se disolvieron los prejuicios. Como suele suceder, abundaron objeciones hacia novela con munición gruesa: por “soez” –quién sabe si en el mejor de los casos–, por “antinacionalista”, sin duda el reparo más peligroso y reprobable. Un puñado de escritores como Julio Cortázar, Salvador Novo, José Lezama Lima y Miguel Angel Asturias, entre otros, no dudó en respaldar la “vapuleada” primera incursión literaria de Fuentes. Ese bautismo de fuego con la ductilidad de las “interpretaciones” fue el anticipo de una cifra. O un precio. Una novela es algo contradictorio y ambiguo.
Por las páginas de esa novela precursora donde lenguaje, temática y estructura son objeto de una radical experimentación, aún se oyen los últimos balazos de la Revolución Mexicana (1910-1917), como lo advirtió la escritora y periodista Elena Poniatwoska, la primera que entrevistó a Fuentes. Semejante alboroto no podía pasar inadvertido. Los lectores más avezados todavía pueden revivir las esquirlas de ese texto intenso y complejo en la profusión de hilvanes y fraseos mexicanos. La publicación de una novela no suele ser un “acontecimiento”. Quizá nunca lo fue, excepto que se quieran pontificar los tiempos idos. Pero algunos libros de Fuentes y de Gabriel García Márquez –unos años después– parecían manchas de aceite que se expandían con el afán de cristalizarse. “Los mexicanos vieron en esta novela un mural muy simbólico y al mismo tiempo muy ceñido al detalle de la mezcla de clases”, explicaba Carlos Monsiváis. “Era una novela muralística con choferes de taxi, prostitutas, figuras de esta sociedad banal y escritores fracasados. Era todo y especialmente la vibración de la ciudad, el ruido de la ciudad.” La mayor proeza que consuma ese libro –como señaló Guillermo Saavedra cuando se presentó una reedición por los cincuenta años– radica en la simultaneidad literal que ofrece al lector. “Por la vía de los constantes cambios de convención narrativa, el lector puede viajar al pasado atávico del México precolombino y regresar al presente tenaz e inmediato de mediados de los ’50; darse de narices con diversos momentos de la prolongada Revolución mexicana para instalarse de pronto en la interioridad febril de la conciencia de un personaje del presente de la novela o en el diálogo casual de unos obreros emborrachándose en un bar de ese mismo presente”, planteaba Saavedra. Ya intuía ese joven escritor mexicano lo que escribiría en uno de sus ensayos: “El tiempo perdido es, como en Proust, un tiempo que uno puede recuperar sólo como un minuto liberado de la sucesión del tiempo”.
De lo que no se pudo “liberar” Fuentes –acaso no quiso o no supo cómo– fue de continuar la estela del mandato paterno. Entre 1950 y 1951 representó a México en Ginebra ante la Organización Internacional del Trabajo. A mediados de esa década creó y dirigió la Revista Mexicana de Literatura (1955-1958) junto con Emmanuel Carballo, y trabajó en el departamento de Relaciones Culturales de Exteriores. Muchos años después, cuando era un autor consagrado, fue catedrático de Literatura en la Universidad de Princeton (Estados Unidos), pero también impartió clases de español y de literatura comparada en otras universidades americanas, como Columbia, Harvard y Pennsylvania. Entre 1975 y 1977 regresó al cuerpo diplomático y fue enviado a París como embajador, pero renunció en protesta por el nombramiento como primer embajador de México en España del ex presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz, uno de los responsables de la masacre de Tlatelolco en octubre de 1968. En una noche helada de esa breve instancia parisina de dos años, el embajador decidió viajar en tren a Praga, junto a Cortázar y García Márquez, para visitar a Milan Kundera. Ninguno pudo pegar un ojo, anonadados por los conocimientos de jazz de los que hizo gala el autor de Rayuela. No fue casual que los dos pilares del “boom latinoamericano” inauguraran en 1994 la Cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara. Otro placer del que no se liberaría fue el cine. Ese gusto comenzó en la infancia cuando su padre lo llevó a ver el Ciudadano Kane de Orson Welles; años después conocería al español Luis Buñuel, con quien mantuvo una fuerte amistad. De sus incursiones en el cine quedan guiones como Las dos Elenas, Un alma pura, El gallo de oro y Pedro Páramo. El mexicano Paul Leduc y el argentino Luis Puenzo filmaron dos novelas de Fuentes: La cabeza de la hidra (1981) y Gringo viejo (1989).
El autor de novelas como La muerte de Artemio Cruz, Aura, Cambio de piel, Terra nostra y Gringo viejo, por mencionar apenas los títulos más memorables de su amplísima producción, solía profesar su preferencia hacia Quevedo “por su capacidad para nombrar las cosas, por no dejar nada sin nombrar”. Excesivamente prudente a la hora de participar en las reyertas literarias, Fuentes no defenestraba a Góngora; al contrario: decía que era un “buen poeta”. Pero Quevedo –opinaba– tenía “la particularidad de ampliar la referencia lingüística”, como lo hicieron los grandes satíricos. Si algunas voces protestaron contra el canon de lecturas personales que el mexicano articuló a través de su último ensayo publicado, La gran novela latinoamericana, y subrayaron la omisión de Roberto Bolaño, él esgrimía que todavía no lo había leído. Prometió que lo haría. Esa lectura será una cuenta pendiente, aunque no la única. Había terminado Federico en su balcón, que presentaría en noviembre en la Feria de Guadalajara y ahora saldrá póstumamente, y ya andaba con la mente en otra novela, El baile del Centenario. “Tengo ya muchos capítulos, notas y personajes. Hay una mujer que me interesa mucho, que no quiere decir nada de su pasado y se va descubriendo poco a poco, hasta que llega al mar y se libera”, anticipó en una de las últimas entrevistas que dio en Buenos Aires.
La narrativa del mexicano podría agruparse en torno de una gran “comedia humana” con el nombre de la Edad del Tiempo. En Terra nostra, con una flexibilidad inapelable y de una manera audaz, cifra la historia de los inicios mexicanos, como una biblioteca que abreva en múltiples textos para imaginar el choque de dos mundos opuestos y complementarios. Si cultivaba una obsesión, fue la de establecer continuidades más que rupturas. Fuentes comprendió como pocos la soledad íntima e incomunicable a la que el hombre está confinado, aparentemente sin remedio. Y representó como pocos esa tierra pródiga en promesas de la literatura latinoamericana. Ahora quedan los recuerdos de sus mejores páginas. Como los recuerdos de un sueño.
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