LITERATURA › LA ESCRITORA LAURA ALCOBA Y SU NOVELA LOS PASAJEROS DEL ANNA C.
La autora de La casa de los conejos vuelve sobre los años de militancia de la generación de sus padres. “La novela confronta el ideal con la realidad”, señala Alcoba, que persigue la empresa de articular el rompecabezas de una historia siempre abierta.
El silencio en sus ojos es como una mancha genética. Laura Alcoba conserva los vestigios de un tiempo que regresa como eco de la espera que conjugó la generación militante. Construir varias vidas paralelas no era una tarea sencilla. Cualquier incongruencia podía despertar sospechas, desmoronar las máscaras y hacer volar en mil pedazos esas identidades tan frágiles como elusivas. Los días no se sucedían idénticos a sí mismos a mediados de la década del ’60. En una orilla estaba el designio de la Revolución, elevando en los muros del porvenir una luz que eclipsaba las zonas de oscuridad. Un puñado de jóvenes inexpertos, “Los cinco de La Plata”, respira el aire de esa urgencia que huele a La Habana, la ciudad donde nació la escritora argentina en el momento en que sus padres se estaban preparando política y militarmente, en Pinar del Río, para abrir las puertas de un mundo nuevo. Tenía apenas poco más de un mes de vida, hacia fines de mayo del ’68, cuando realizó la travesía a bordo de un barco que partió desde Génova hacia Argentina, clausurando el capítulo cubano de una experiencia fallida. No sabe qué nombre llevaba por entonces. Lo único seguro es que no era el mismo que le habían dado al nacer. Lo invisible no esconde nada: puede ser conocido o ignorado. Esta es la disyuntiva que enfrentó en su última novela, Los pasajeros del Anna C. (Edhasa), traducida por Leopoldo Brizuela.
La narradora es esa beba ahora adulta que persigue la empresa de articular el rompecabezas de una historia fugitiva, mediante los relatos orales de sus padres –Manuel y Soledad– y Antonio y El Loco. “La afición por el secreto que cultivó toda una generación de revolucionarios: he aquí la primera valla a que me enfrento –confiesa en las primeras páginas–. Discreción y clandestinidad. Maestría en el arte de borrar las pistas. En toda circunstancia, ocultamiento, impostura y apariencias falsas.”
En esos trazos reunidos como una novela dentro de otras novelas posibles, desde el desvío de la clandestinidad, los relámpagos verbales iluminan dudas, olvidos, lagunas. Alcoba, que reside en Francia desde los diez años, aún no sabe cuál era su identidad a bordo del Anna C. Sus padres no se ponen de acuerdo en este punto. Como en otros. Quizá nunca lo sepa, por más que indague, pregunte, escarbe. Ese residuo original –según parece– la acompañará siempre. A pesar de esos obstáculos íntimos, su última novela examina otra cuestión, que acaso sea la misma: los días de espera y esperanza de quienes ansiaban unirse al Che para incorporarse al que sería el último viaje: Bolivia. La mirada de la escritora encuentra las palabras que nombran, aun en la dificultad, el paisaje que está recorriendo. “Trabajar con esos secretos, con las omisiones y las inconsistencias de los relatos, era importante desde el principio”, subraya la escritora en la entrevista con Página/12. Si en su primera novela, La casa de los conejos, se centró en sus propios recuerdos a través de la voz de una niña que reconstruye cómo fue su infancia en la imprenta más importante de la agrupación Montoneros en La Plata, disfrazada de criadero de conejos –la casa operativa donde sería asesinada, un tiempo después, Diana Teruggi, la hija de Chicha de Mariani–, en Los pasajeros... necesitaba del esfuerzo y la voluntad de los otros.
“El encuentro en la casa de Régis Debray lo evoco en una parte de la novela. Lo primero que me dijo fue que iba a ser difícil hacer hablar a mis padres y al resto, que no iba a poder escribir esta novela. ‘¿Por qué no la voy a poder escribir?’, le pregunté. Debray me dijo que mi generación no puede entender lo que fue esa espera y la esperanza: ‘es un momento que no se puede entender más’. Le dije que lo intentaría –repasa Alcoba–. El rompecabezas se fue construyendo con huecos, lagunas, contradicciones. Entonces me pregunté: ¿qué hago? Los baches forman parte de la imposibilidad de precisar los detalles, del laberinto de la memoria que se pierde en las sucesivas máscaras. Era interesante dejar esas dudas sembradas en el camino de la novela. Ellos salen siguiendo la figura del Che, que ya en vida era mítica. La historia me llega a mí como una serie de cuentos de manera oral y en los relatos orales siempre hay variaciones, versiones diferentes. Yo misma hago con esos cuentos otro cuento. Quería que esa dificultad de decir estuviera. No deja de ser el eco que dejó en mis padres esta historia de la que no hay ninguna huella.”
–Además del silencio y la falta de precisiones, otro problema está en la escasa documentación, ¿no?
–Los documentos no existen. Se daba un paso y se borraba la huella. El hecho de que no haya casi nada dice mucho de esa época. Sólo podía contar con los recuerdos de los protagonistas, con lo que puede tener a posteriori la memoria en cuanto a su forma de reconstrucción y de olvido. No hay fotos. Puede ser una tontería, pero no hay. En La casa de los conejos tenía la impresión de estar escribiendo un álbum fotográfico ausente porque sólo tenía mi memoria. No tenía ninguna foto de la casa de los conejos. Aunque Los pasajeros... es un espacio anterior, tampoco hay fotos. No tengo ninguna foto de recién nacida en Cuba. La primera foto que recuerdo es a los dos años. No deben haber sacado ninguna foto antes. En la casa de los conejos estaba prohibido sacar fotos; formaba parte de las reglas de seguridad. La condición para que esa aventura cubana tuviese lugar era el secreto absoluto.
Los nombres de los protagonistas que aún viven están cambiados, excepto el de Debray, que para Alcoba es “un personaje histórico”. “Los cinco de La Plata” se cruzarán en Cuba con quienes serían los fundadores de Montoneros: Fernando Abal Medina, Gustavo Ramus y Emilio Maza, apodados “los trillizos” por el grupo platense. “Necesitaba una distancia para que funcionaran como personajes –admite la escritora–. El intercambio de mails con El Loco fue muy intenso. La charla con el personaje de Antonio, a quien grabé en Barcelona y que hoy es un importante editor, fue central. No quería basarme únicamente en los relatos de mis padres. Cambié los nombres porque elegí las historias que escuché. No es un libro de testimonios, no quería que me reprocharan: ‘Yo te conté tal o cual cosa y no la pusiste’. Escribí la novela como si fuera viaje iniciático y de aprendizaje. El libro tuvo un eco fuerte en Francia cuando salió, hace cuatro meses, porque habla de la última generación épica que estaba embarcada en una épica internacional. Pero además de la cuestión generacional, la novela también confronta el ideal con la realidad”.
–Sus padres terminaron militando en Montoneros. ¿Antonio también?
–No. Antonio –creo que se nota en la novela– tenía una reticencia muy fuerte hacia el peronismo católico. El venía del guevarismo ateo marxista. Había muchos conflictos; Antonio me decía: “No nos entendíamos, y eso no podía funcionar”.
–La escena de la novela en que Ramus, Maza y Abal Medina están orando en una suerte de ronda mística, ¿es parte de la ficción o responde al recuerdo de Antonio?
–Eso sucedió. Como también la escena del enfrentamiento; estuvieron a punto de matarse en uno de los últimos entrenamientos. Y ahí terminó la aventura. Había un grupo que tenía que encontrarse con el Che en Bolivia, que estuvo entrenándose para eso en Cuba. En la última etapa, después de la muerte del Che, igual se quedaron y entonces aparecieron los católicos, que serían los fundadores de Montoneros. Los conflictos eran tan grandes que los cubanos dijeron: “Basta”. Me lo contaron tanto mi padre como Antonio. Para mí era importante reflejar esa tensión desde adentro de la novela misma. Hay por mi parte una elección de momentos que significaban más allá de esta historia particular, pero todos me fueron contados. Esos episodios son auténticos.
–Aunque dista de juzgar ese enfrentamiento en Cuba, ¿qué sintió cuando escribía esa escena?
–Para mí decía mucho lo que vendría después, una nebulosa con muchísimas contradicciones. Ese episodio tal como me lo contaron, que efectivamente estuvieron a punto de matarse en Cuba, me pareció muy fuerte. El diálogo, no obstante, tiene lugar después. Cuando regresan todos juntos en el Anna C., se puede leer de una manera simbólica. A pesar de no haberlo querido, están en el mismo barco, con las tensiones que continuarán, pero que se atenúan durante el viaje. Esto me lo confirmaron Antonio, mi padre y mi madre: que en el viaje de vuelta pudieron hablar.
–¿Su padre está seguro de que vio al Che?
–Esa escena para mí es fundamental en la novela. Mi padre está seguro de que lo vio en Pinar del Río. Me dijo que era el momento en que el Che se había transformado. Cuando cotejé con biografías, descubrí que no era imposible, pero que sólo hay diez días en los que el Che pudo haber estado en Cuba. “Papá –le dije–: si lo viste, fue casi antes de que se subiera al avión.” Aunque me entraron dudas, incluí ese relato porque se cuenta desde el deseo. Mi padre tenía tantas ganas de ver al Che que, finalmente, lo vio. “Lo vi en sus ojos”, me dijo mi padre. ¿Y cómo reconociste sus ojos?, le pregunté. “Me hablaron de sus ojos.” La persona que le habló de los ojos del Che tampoco lo había visto. Ahí funciona la cadena del deseo. Y el deseo era tal que me dije que esa escena no podía faltar en la novela.
–¿Cómo explica la reticencia a hablar sobre las experiencias de entrenamiento y clandestinidad?
–Hay muchas razones. Lo que me dijo Debray fue muy interesante: “No podés entender”. La impresión que tienen ellos es de haber protagonizado una aventura en donde hubo una causa más allá de la vida individual. Eso, que la vida individual no importara y que pudiera parecer monstruoso para otros, es el motor esencial; entonces yo, desde afuera, no podía entender lo que había significado esa certeza. Sólo podía mirarlo desde el exterior como algo delirante. Después hay también otras cuestiones. Cuando escribí La casa de los conejos no hablé con nadie. Es algo que hice sola, en un aislamiento total. Si lo pienso bien, esa escritura fue una forma de clandestinidad respecto a mi familia. Ya entonces había percibido la importancia que tiene la culpa en el sobreviviente. Evocar esa militancia implica rastrear muchas penas y dolores; al final, cuando trazan un balance, te dicen: “La mayoría están muertos”. Y ellos, en cambio, están para contarlo; algo muy difícil de sobrellevar para mis padres. Y especialmente para mi madre, habiendo salido como salimos de la casa de los conejos, ese lugar donde poco tiempo después mataron a todos. Para mí es más simple hablar porque no elegí, ¿se entiende? Es mi historia, una parte de mi historia, sin serlo del todo.
–¿Pero usted sabía que había nacido en Cuba? ¿O se lo dijeron después, en el exilio?
–Lo supe desde muy chica. En un momento la nena de La casa de los conejos evoca un viaje a Cuba que hicieron sus padres. Cuando escribí esa línea, recuerdo que pensé que ahí tenía la semillita de otra novela, pero que iba a ser mucho más difícil escribir porque necesitaba información. Desde chica sabía que había nacido en Cuba –pero que no podía decirlo–, y que me habían anotado como nacida en Argentina. Soy la única que conservo algo clandestino. Y lo voy a conservar siempre. Cuando me preguntaban en Francia por la cuestión de que escribo en francés pero nací en Argentina, siempre tenía una fórmula que me permitía no mentir y no meterme en cuestiones demasiado complicadas de explicar. Yo contestaba: “Me crié en Argentina hasta los diez años”, que era una manera de corregir y reformular el tema del nacimiento. La pregunta más simple del mundo, dónde naciste, es un quilombo responderla (risas). Habiendo contado cosas raras en La casa de los conejos, que en su momento no pude contar, me di cuenta de que me crié en el silencio, en todo lo que no se puede decir, incluso el lugar donde había nacido. Hasta que dije “basta”. Claro que al mismo tiempo tenía miedo de embarcarme en un problema legal. Cuando se lo comenté a mi editor en Francia, estaba tan fascinado que todo el tiempo me decía: “Tenés que escribir esa historia, tenés que escribir esa historia”. Pero en mis papeles dice que nací en Argentina, ¿hasta dónde voy a asumir esta historia? Entonces mi editor consultó a un abogado y cuando supe que no tendría problemas me animé.
–A propósito de su condición de nacimiento, ¿qué resonancia tiene para usted la palabra clandestinidad?
–(Piensa.) Hay un autor francés, Olivier Rolin, que dice que cada autor, explícitamente o no, escribe sobre lo que él llama “el paisaje original”. La clandestinidad es mi paisaje original, más paisaje original que ése no puedo tener. La identidad, en cambio, tiene otros ecos. Pero la clandestinidad es para mí, en verdad, la imposibilidad primera.
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