LITERATURA › MAURICIO ROSENCOF Y SALA 8, SU úLTIMA NOVELA
En su más reciente libro, el escritor uruguayo reconstruye lo vivido por los detenidos por la dictadura en la sala 8 del Hospital Militar de ese país. Allí eran llevados para “rehabilitarlos” y luego someterlos a nuevos vejámenes.
› Por Silvina Friera
Un espectro regresa para descorrer el velo del silencio tan rápido como sea posible. Pan de Dios –como quien diría “infeliz”– está hecho miga. Estuvo ahí, en una de las camas. Aunque ahora descubra otros inquilinos, el paisaje no ha cambiado. Quizás al volver a rondar por ese espacio siniestro pensó que era hora de reencontrarse con viejos conocidos, temerosos de que la recuperación –los paliativos suministrados a esos cuerpos que sólo balbuceaban “aguaaa”, si aún les quedaba un residuo de fuerza para emitir sonido alguno– sea el señuelo del eterno retorno a la tortura. “La penumbra es casi un descanso”, dice el narrador de Sala 8 (Alfaguara), las más reciente novela de Mauricio Rosencof, una “creación fantasmagórica”, como la realidad que se vivía en la sala homónima del Hospital Militar uruguayo, donde los detenidos “averiados” por la dictadura eran “recauchutados” sólo con el propósito de someterlos, luego de esa rehabilitación cuasi surrealista, a más interrogatorios, vejámenes y torturas. El narrador y dramaturgo uruguayo, ex dirigente tupamaro que pasó trece años en “cana” –entre 1973 y 1985–, presentó el libro en el coloquio “Memoria y representaciones artistas del pasado reciente en la Argentina y Uruguay”, organizado conjuntamente por el MUME uruguayo (Centro Cultural y Museo de la Memoria) y C.C.M. Haroldo Conti.
En las pupilas cercanas de Rosencof, especie de “arqueólogo de los recuerdos perdidos”, resuenan los rastros de aquellos tiempos en esa sala 8, junto al Pepe –el presidente de Uruguay, José Mujica– y el Ñato, Eleuterio Fernández Huidobro, actual ministro de Defensa. “Ellos también estuvieron internados y baleados los dos: Pepe primero en un sucucho, cuando estábamos de rehenes; el Ñato, esposado y con una bala en la pierna y otra en el pie. Yo estuve en silla de ruedas. En esa sala nos encontrábamos con un mundo de gente que venía de todos lados, en pleno silencio”, resume el escritor en la entrevista con Página/12. “Hay un individuo que está identificado con su cama y un día regresa a la cama, pero ya está ocupada. No puede salir de ahí, aunque su madre lo demanda permanentemente. Y termina en un bidón de doscientos litros... Los diálogos, los comentarios, con la presencia del humor, son un testimonio literario más en la construcción de la memoria. Cuando uno teclea este tipo de novelas, tiene la sensación de que hay alguien adentro que le está guiando los dedos. Si tengo faltas de ortografía, responsabilizo al otro –bromea–. Yo estuve dos veces en la sala 8; era una isla en el tiempo. Los diálogos en la novela se dan con los muertos y con los vivos sin solución de continuidad. No se sabe quién es quién. En una de las historias aparece una muchacha embarazada. Cuando se la llevaron, ya sin el embarazo, la única palabra que pronunció fue: ‘Mariana’, que su nombre es Mariana. En la novela, pero también en nuestro espíritu, no están muertos. La muerte no existe.”
–¿Qué vivencias de esas dos veces que estuvo en sala 8 están en la novela? ¿Usted sería el personaje Pan de Dios?
–No estoy en ninguno y a la vez en todos. El Chongo y la petisa Ana, romance que se cuenta en la novela, ahora están viviendo juntos en Villa Unión, en el norte del país. Ella es doctora; tenía una espina bífida y le aplicaron la picana ahí. Hay otros compañeros que ya no están, como uno que había caído junto al Pepe y lo llevaron a la sala. Tenía 17 perforaciones en los intestinos y no volvió... Era medio sorprendente porque viniendo de donde veníamos, de los calabozos, había sábanas. El mundo de las sábanas te impactaba de otra manera; era una cuestión de piel, de recuperación de la civilización, como si redescubrieras un mundo perdido. En cuanto te recuperabas un poco, otra vez te mandaban “de vuelta al barrio”. Lo que me importaba, sobre todo en esta historia, es la presencia de todos. El que narra termina narrando desde un bidón, que está en la tapa de la novela. Y qué cosa curiosa... en un bidón encontraron a Marcelo, el hijo de Juancito Gelman. Y junto con Marcelo había un uruguayo, (Alberto) Mechoso, que fue identificado. Allá, en lo que se denominó la “Operación zanahoria”, se sabía que había enterramientos en bidones.
–¿Recuerda cuándo fue la primera vez que estuvo en la sala 8?
–Por una biaba en la que me quedé, y se acuerda de esto quien hoy es ministro de Cultura, Ricardo Ehrlich, porque habíamos caído en cana juntos. Estaba en el cuartel 9º de caballería, me habían pegado mal y me llevaron a sala 8 en el ’72. La segunda fue cuando llevábamos diez años a media ración, sin agua, muy enfermos. No me podía levantar. Por debajo de la venda, vi que el médico me palpaba el vientre y que había tomado mi piel. Me causaba mucha gracia porque la piel se alzaba como si fuera la carpa de Sarrasani; era impresionante. Además, el médico le hizo un comentario al comandante, pensando que yo no estaba en condiciones de oír: “Para tenerlos así, es más humano fusilarlos”. Ese fue el diagnóstico clínico del médico de turno.
–¿Por qué cree que los tenían así, por qué llevarlos a “reparar” para seguir torturándolos?
–Eramos rehenes, estábamos condenados. Hubo un momento en que nos vinieron a comunicar que nos iban a fusilar, cuando mataron al coronel Ramón Trabal en París. El comando que se atribuyó la muerte de Trabal firmaba como Brigada Internacional Raúl Sendic; pero era absolutamente falso. Los militares plantearon que cinco de nosotros íbamos a ser boleta. Se reunieron con el dictador (Juan María) Bordaberry y él esgrimió que como estábamos muy publicitados, y al mismo tiempo aislados, no se justificaba que nos mataran. Pero decidieron fusilar a diez que habían traído de Buenos Aires, que no estaban registrados como detenidos en Uruguay. Bordaberry dijo que diez era mucho y entonces fusilaron a cinco en Soca. Esta fue la reacción del ejército frente a un crimen que nosotros no perpetramos y que pudo haber sido un asunto interno. Dicho sea de paso, en Soca mataron a los padres de un gurí, que estuvo apropiado y que recuperamos cuando tenía 14 o 15 años: Amaral García.
–En un momento de la novela, cuando se menciona que Aquiles devolvió el cuerpo de Héctor a sus padres, el narrador plantea que Homero no concebía que Aquiles pudiera llevar más lejos su crueldad, como ocultar el cadáver. “Los guerreros también tienen una moral, una ética y esa cuota de humanidad que, quien más, quien menos, todos tenemos”, subraya el narrador. ¿Cómo explica que acá, en el Río de la Plata, se rompieron todos los umbrales de la crueldad?
–La única palabra que se me ocurre es aberración. En la ex ESMA, donde presenté la novela, hay un lugar que lo asocié con sala 8. Debajo del casino de oficiales, en un sótano, había una enfermería. Ahí estaban las presas embarazadas; tenían los bebés y después las mandaban a los vuelos de la muerte. Cómo se puede llegar a ese grado de barbarie con la bendición de más de un monseñor, que sentía que era una lucha por principios... El alma del hombre tiene sombras que a veces lo cubren todo. Hay que seguir escarbando en la tierra de los cuarteles de Uruguay, hay que escarbar también en las aguas y en tantos lados, para encontrar hasta el último huesito. Permanentemente están apareciendo cuerpos y están recuperando su identidad los hijos apropiados de los desaparecidos. No encuentro palabras para describir ese grado de barbarie, cuando explicaban que esos chicos apropiados tendrían una familia que no sería subversiva. Esos límites no tienen calificación; cuesta mucho entender cómo se puede llegar a una aberración así.
Nunca se había animado a explorar desde la ficción la tortura y desaparición por el pudor que significaba haber sido parte de esa historia. En Memorias del calabozo, el libro que escribió junto a Fernández Huidobro sobre sus experiencias como prisioneros de la dictadura militar uruguaya, narra cómo fue la vida en esos años, encerrados en un calabozo de 180 por 60 centímetros. “Me di cuenta de que no estaba bien soslayar el tema de sala 8; por eso no hay límites ni fronteras precisas entre la vida y la muerte. Hay una especie de eternidad que no es un limbo, pero es un estado distinto que se daba en esa sala, como la cosa más natural del mundo –explica Rosencof–. Cuando uno toca este tema con gente que ha tenido alguna peripecia, surge algo que sentíamos: que la realidad tangible no era vivible, que se vivía en el terreno de la imaginación, de la fantasía.”
–Esa sensación de estar fuera de tiempo, y de que todos los tiempos son uno, ¿la sintió más en el calabozo o cuando pasó por la sala 8?
–Era constante; pero en la situación que estábamos, ir al hospital era como dar un paseo por el Parque Rodó. En la novela transmito lo que sentíamos y pensábamos a través de una literatura “testimonial” o, si se quiere, “fantástica”. Pero era una fantasía real que estábamos viviendo. No hay intención de venganza, sólo el hecho de dar testimonio de cómo fueron nuestras vivencias. Y al que le quepa el sayo, que se lo ponga. Nosotros actuamos como quienes somos, ellos actuaron como quienes son. Toda esta construcción es para que con una gran barricada de memoria se pueda llegar a eso que flamea como un deseo, mucho más que como una consigna: Nunca Más.
–¿Cómo trabaja con la memoria esta literatura “testimonial” o “fantástica”?
–Los ingredientes de la novela forman parte de la memoria. Uno puede elaborarlos o reelaborarlos. El hombre que está enterrado hasta el cuello tiene nombre y apellido en la vida real; es un desaparecido. Yo no lo concibo como una fantasía, aunque pueda parecer una fantasía. Para mí era un mundo real y ese mundo era así, como los romances entre el sector de las mujeres y el de los hombres que se decían todo y se invitaban a salir al Parque Rodó sólo con mirarse, sin conocerse la voz. Hay que pensar en la situación trastornada en la que estábamos: sin ver un rostro humano, sin poder dialogar con nadie. Y hay que tener en cuenta que de ahí salieron un presidente de la República y un ministro de Defensa. Ray Bradbury sería un escritor naturalista de cuarta si hubiera tratado de concebir una historia así. ¿Cómo hacés para escribir en términos de realismo? Lo escribís en términos realistas y es una fantasía. Si le comentás esto a alguien que no conoce la historia, lo primero que te va a decir es: “Vamos, no jodas”...
–No sería verosímil una historia en la que de tres detenidos en un calabozo de 180 por 60 centímetros salen un presidente y un ministro de Defensa, ¿no?
–Seguro. Mirá qué bien escribe Shakespeare, que escribe una obra donde mueren catorce personas. Cómo justificás la muerte de catorce, quince personas; y hasta el muchacho, pobre Hamlet, muere en el final. El arte de la literatura es hacer creíble las historias inverosímiles.
–¿Cómo narrar escenas de torturas como lo hace en Sala 8, cuando es una experiencia que está en el umbral de lo que no se puede decir?
–Lo hice con naturalidad, de una forma coloquial. Como la cosa más natural del mundo, cuento cómo a uno de los personajes le introducen una cachiporra en el orto y cómo se la sacan en frío. Es como si un cirujano te estuviera comentando las dificultades que tuvo para extraer un tumor. Es eso: el lenguaje coloquial; no adjetivás, no comentás, no valorás. Pero con un ingrediente que está presente en lo que escribo, porque estuvo presente en nuestras peripecias: el humor. Los españoles dicen que “los duelos con pan son menos”. A lo que nosotros sustituimos “los duelos con humor son menos”. Primo Levi nos enseñó a dar testimonio sin enjuiciar.
–¿Podía reírse o tener cierto sentido del humor en el calabozo?
–Sí, para adentro. Nos habían prohibido cantar, entonces empecé a cantar para adentro. ¡Y me acompañaba Troilo, piba! Cantaba con sinfónica, con filarmónica, con Piazzolla. Yo era el vocalista.
–¿Bailaba para adentro también?
–Sí, y a veces se me iban los pies (risas). ¡Cómo no bailar! Para adentro hacía de todo: me empilchaba, me duchaba, daba discursos, iba con mi hija a tomar un helado al Parque Rodó. Esa vida era la real... lo otro no era vivible. Nuestra misión militante era resistir: no suicidarnos, no volvernos locos.
–Pero, ¿cómo no volverse loco en esas circunstancias?
–¿Y quién te dijo que no? Uno murió en el calabozo, dos enloquecieron. Yo soy la confirmación de que estoy en tratamiento (risas).
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