Domingo, 17 de junio de 2012 | Hoy
LITERATURA › VICENTE BATTISTA PRESENTA SU NOVELA OJOS QUE NO VEN (EL ATENEO)
El autor de Siroco vuelve a convocar como protagonista a Benavides, el escéptico periodista de Cuaderno del ausente, involucrado aquí en una trama policial durante el menemato.
Por Silvina Friera
Accidente, suicidio o asesinato. El misterio por la muerte del adolescente Juan Ignacio Aráoz –producida por un golpe en la cabeza después de haber caído de la azotea de un club privado, cuatro pisos en picada– es la medida exacta de un cierre: una nota de 60 líneas; urgencia inaplazable que impone la costumbre periodística. Raúl Benavides, redactor de la revista Impacto, pone manos a la obra ante el pedido de reciclar una historia que –tras casi tres años– estaba condenada a extraviarse en los últimos cajones del esquivo archivo de la memoria colectiva. Pronto el periodista en cuestión, un escéptico por naturaleza, no entenderá lo que está pasando. O ya no sucederá lo que creía que estaba entendiendo. No es un juego de palabras, aunque las hipótesis –accidente, suicidio o asesinato– podrían emular al juego de la piedra, papel o tijera. “Fantaseá un poco –le dice su jefe Di Salvo–. Inventate cualquier cosa.” Benavides cumple la recomendación al pie de la letra: señala algunas sospechas sobre esa muerte, que el juez caratuló como “accidental”, y expone ciertas ambigüedades. El caso Aráoz, que había dejado de ser noticia, regresa. Un personaje sombrío, Fagot, el intendente de ese club privado, será quien asuma el rol del “papel” que vence a la “piedra”, envolviéndola bajo el manto de una amenaza que mete miedo. A fines de la segunda presidencia de Carlos Menem, se insinúa en Ojos que no ven (El Ateneo) de Vicente Battista, hay pactos entre el poder económico y político que están vedados. En la última página de esta novela policial, una frase rubrica un límite, el umbral de la sobrevivencia: “Hay cosas que no se deben escribir”, dice Benavides, luego de comprender la intricada madeja que escamotea ese “crimen perfecto”.
Benavides es el protagonista de las dos últimas novelas de Battista (Buenos Aires, 1940), autor de Siroco, Sucesos Argentinos y Gutiérrez a secas, entre otros títulos, que integró la redacción de la revista El escarabajo de oro. En Cuaderno del ausente, ambientada en 2009, Benavides es un solitario periodista free-lance, recién abandonado por su pareja, que escribe una nota sobre Evaristo Meneses, célebre comisario de la década del ’60, un duro de la estirpe de los que ostentan “códigos”. En Ojos que no ven, en cambio, trabaja en una redacción y aprovecha los cinco minutos de fama que le proporcionan sendas invitaciones a dos programas emblemáticos de los años ’90: el de Susana Giménez y el de Bernardo Neustadt. “No hay ninguna figura heroica en esta novela. Si me apretás un poco, la figura más heroica y ética es Fagot, que es un killer”, dice Battista a Página/12.
–¿Cómo explica esta ausencia de figuras éticas?
–Yo soy poco proclive a crear héroes, más bien me tira la figura del antihéroe, porque creo que desde el antihéroe se pueden decir más cosas. El héroe está condenado a ser héroe y no puede defraudar. En cambio, aquellos que hemos leído en nuestra infancia a Dostoievski y compañía y posteriormente a Arlt, nos damos cuenta de la impronta que pone en marcha el antihéroe.
–¿No es paradójico que la única figura ética de la novela sea el killer?
–Acá vuelve a aparecer la cuestión del antihéroe. De pronto pensé qué pasaba si ponía en movimiento a un tipo muy extraño, que nunca termina de contar la historia. Pero que, ante una sociedad hipócrita, tiene códigos muy duros que respeta. La sociedad de la “gente honesta” suele ser muy farsante. Fagot es una persona que tiene todas las cartas jugadas y entonces se maneja con códigos; es un killer con la categoría del verdugo. El verdugo te mata porque le pagan para ser verdugo, pero no tiene la menor emoción; hace caer la guillotina o te dispara sin que se le mueva un pelo. El killer también. En tanto, el torturador goza con la tortura, y es lo más inhumano porque no hay ningún animal, del ser humano para abajo, que goce torturando. El killer no goza; en principio da el balazo certero para que te mueras de inmediato.
–Fagot plantea que a él no le gustan las novelas policiales porque las muertes siempre quedan claras. ¿Qué diría usted?
–En las novelas de enigma, las muertes quedan claras. El final siempre es el mismo: todos los personajes de la novela en una sala y Poirot contando quién es el asesino. Y el caso está cerrado. No hay duda de ningún tipo y el mundo continúa armonioso, tal como lo imagina Agatha Christie. Pero no es así. Cuando (Dashiell) Hammett comienza su ciclo y funda lo que después se llamaría el “policial negro”, a Jerome Cowan, el socio de Sam Spade, lo matan en el segundo capítulo de El halcón maltés. Y aunque al final se sabe quién provocó esa muerte, en el policial negro –que es el que me interesa– la muerte es una excusa, un modo de mover una historia. Recordemos novelas formidables como 1280 almas de Jim Thompson. ¿Quién muere o cómo muere? Eso no importa tanto; lo que te queda de la novela es ese caos tremendo, esa escritura violenta, esos personajes en el límite siempre.
–En su caso, ¿la muerte de Aráoz también fue una excusa?
–Sí, quería que Benavides, que es un tipo a quien le da lo mismo estar viviendo bajo Menem, Alfonsín o Kirchner, le cayera esta historia de casualidad. El sigue porque quiere cobrar, vive sus quince minutos de fama y su ego se siente bien satisfecho. Pero no pasa de eso. Necesitaba una muerte de un joven con un apellido más o menos patricio y una madre que rompe con el estereotipo. Susana Gonçalves no es un ejemplo de lo que se dice una “buena” madre; prácticamente lo entregó al hijo.
–Esos “ojos que no ven” del título podrían aludir a lo que no se vio entonces del menemismo, ¿no?
–Claro, es la primera novela de todas las que escribí en la que parezco tan “naturalista”, en el mejor sentido de la palabra, porque pongo en acción a personajes como Neustadt o Susana Giménez. Benavides va a dos programas que no son la maravilla de la ética. Y un personaje como Di Salvo, que es un poeta en los ratos libres, termina siendo también bastante canalla porque cumple con lo que el patrón ordena: que lo echen a Benavides cuando sus artículos empiezan a molestar. Hubo mucha gente que compró el engaño de las AFJP y creyó que el día que se jubilara sería una especie de playboy del futuro. Ese club que aparece en la novela y esa clase social se podría reflejar en la frase “pizza con champán”, que sintetiza lo que fue el menemismo. Si nos ponemos a pensar, es lo que Lampedusa muestra en esa formidable novela que es El gatopardo –después Visconti lo puso a los ojos del espectador en su película–, donde uno ve cómo la naciente burguesía entra con su dinero en la decadente aristocracia. Acá, en la novela, no tenemos una alta burguesía con pretensiones de aristocracia. Por eso Aráoz viene de una buena familia, tiene nombre de calle, pero el padre del chico termina siendo un hippie en decadencia.
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