Lunes, 18 de junio de 2012 | Hoy
LITERATURA › LA MUERTE DE ALICIA STEIMBERG, UNA ESCRITORA FUNDAMENTAL
La autora de Músicos y relojeros, La loca 101 y Cuando digo Magdalena, entre otros títulos, murió el sábado a los 78 años. Dejó un puñado de cuentos y novelas magistrales, que dan cuenta de un fino –y a veces negrísimo– sentido del humor.
Por Silvina Friera
“Lo demás era muerte y sólo muerte/ a las cinco de la tarde”, en el poema de Federico García Lorca que tanto le gustaba. Un día –hace mucho tiempo– el reloj antiguo que Alicia Steimberg tenía en el living de su departamento se detuvo a las cinco en punto. Y nunca más lo arregló. La sonrisa de Alicia, con ese mohín de niña pícara pintado en el rostro, tal vez eclipsaba el frío ambiente del sábado a la tarde, cuando tomaba el té con sus amigas. Nada presagiaba lo que se avecinaba. No estaba enferma. No tenía “sentencia”. Sólo disfunciones que se arreglaban con medicamentos. “Si uno no se divierte un poco, ¿para qué pasó por este mundo? Yo estoy pensando que pasé. Pienso en la muerte todos los días, un rato. Y después... después pienso en otra cosa”, decía la escritora. Se divertía con sus amigas, parloteaba con ese decir suavecito y punzante, nunca exento de una imprevista vuelta de tuerca irónica. Quizá no eran las cinco en punto de la tarde. Pero la escritora, repentinamente, sufrió una descompensación cardíaca. Y aunque la llevaron al Hospital Italiano, la autora de Músicos y relojeros y La loca 101 murió a los 78 años, el sábado por la tarde. Poco importa la minucia horaria. Como en ese poema –“Llanto por Ignacio Sánchez Mejía”–, como en la vida misma, las heridas y la tristeza queman como soles.
En la espalda de un pasado lejano, hubo una niña –nieta de inmigrantes ucranianos, rumanos y rusos– que se crió en el barrio de Flores, en una familia de clase media. Infancia de largas horas en soledad fue el caldo de cultivo para entrenar la musculatura de la imaginación. Steimberg, que nació en Buenos Aires en 1933, siempre evocaba un personaje imaginario que la acompañaba: una señora que la ayudaba, porque Alicia no sabía qué hacer ante los problemas que se le presentaba con su hija, su muñeca. “Entonces decía: ‘Le duele la barriga, qué hago’, y ella me decía: ‘Dele esto, dele lo otro’.” Hay apellidos que remueven añejos dolores con la precisión de un bisturí. A ella le preguntaban de dónde era Steimberg. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, ciertas respuestas no podían conjurar la telaraña de prejuicios imperantes. La niña que fue se sentía desgarrada entre dos vertientes: el disimulo de su familia materna hacia el judaísmo –“decí que es un apellido alemán, o decí que no sos nada”, le advertían para azuzar el asombro y la confusión–; y el tradicionalismo por la rama paterna. Pero la escritora sospechaba que su padre tuvo “que estar sometido a mi mamá, porque nunca insistió en que supiéramos nada al respecto”. El “nosotros” incluye a su hermano, el semiólogo Oscar Steimberg. El abono familiar, en manos de la escritora, daría múltiples frutos: una obra que podía ser implacable (y muchas veces impecable) en el modo de reflejar, en un mismo movimiento, levedad y profundidad. Leer a Steimberg es como levitar por el cuarto trasero de un puñado de criaturas atrofiadas, que supieron ser promesas de algo “mejor”. O diferente.
Lejos de teorizar sobre el humor y la ironía, apelaba a su infancia para encontrar el germen de un estilo. Tenía ocho años cuando su padre murió –demasiado pronto, demasiado joven, a los 42 años– por una “hipertensión esencial”. “Una mañana me levanté, vino un tío mío y me dijo: ‘Vos ya sos grandecita, sabés lo que pasó anoche’. No me dijo ‘se murió’. Y después empezaron a llegar las flores”, repasaba la escritora el modo elíptico en el que se enteró de la muerte de su padre. “Desde chica, me di cuenta de que nada era tan serio como parecía y que de todas las cosas se podía afirmar algo, pero también decir lo contrario. La ironía viene de ahí. Prefiero contar tratando de que mis lectores vean lo que estoy narrando, así no hay cosas ambiguas. Y si es ambiguo, se nota que me lo tomo en broma. Jamás pienso en estas cosas; espero ver qué digo para saber lo que pienso porque cómo puedo saber lo que pienso, antes de oír lo que digo. Y así vamos por este mundo... Si logramos pasarla más o menos bien, mejor.”
De la noche a la mañana quedó huérfana de padre y con una madre severa, agobiada por la pérdida de su marido y de su empleo. Ella era dentista y antiperonista; trabajó en el Departamento de Higiene hasta que un compañero la delató y la dejaron cesante. A hurtadillas, cuando estaba fuera del radar materno, Alicia hurgaba en la biblioteca de su padre en busca de esos libros no aptos para el paladar de una niña. “Se suponía que había libros prohibidos que describían las relaciones entre los hombres y las mujeres como algo bonito, y ésa fue mi verdadera instrucción –admitía– porque hasta entonces yo creía que las relaciones entre un hombre y una mujer eran algo quirúrgico.” Steimberg estudió en el Profesorado de Lenguas Vivas, donde se recibió primero de maestra normal y luego de profesora nacional, especializada en inglés. Figurar nunca fue un incentivo equivalente al triunfo para esta gran narradora. A los 18 años empezó a garabatear los primeros textos con intención literaria. Pero de la intención al hecho tuvo que transitar veinte años de ensayo-error; recién a los 38 confirmó que ya no era una transeúnte más de las calles de la iniciación.
Su primer libro, Músicos y relojeros (1971), participó de dos concursos literarios: el Seix Barral (Barcelona) y el Monte Avila (Caracas). Y salió finalista en los dos. “Eso sí que fue una especie de diploma para mí. Me sentía segura en ese momento”, recordaba esa felicidad inenarrable de haber comenzado un camino del que nunca se apartaría. “Llegué a ir al Tortoni, a esos cenáculos que armaba Abelardo Castillo. Era 1971 y él estaba en la cabecera, de este lado Liliana Heker, del otro Vicente Battista, y yo pensé en el Renacimiento. En la cabecera el señor con sus acólitos, y a medida que avanzabas en la mesa larga empezabas a no conocer a nadie –ironizaba Steimberg, siempre con ese afán de burlarse de lo solemne–. Pero era importante lo que ellos hacían, porque era el único punto de contacto entre escritores.” Pronto añadiría títulos a ese gozoso itinerario: La loca 101 (1973), Su espíritu inocente (1981), Como todas las mañanas (1983), El árbol del placer (1986) y Amatista (1989), espaldarazo internacional porque la novela obtuvo el primer premio en el Concurso de Literatura Erótica La Sonrisa Vertical, en España. ¿Cómo era posible que una profesora de inglés, madre de tres hijos, se animara a escribir “chanchadas”? Este rancio tufillo surfeaba por el imaginario de unos cuantos. Las reacciones estuvieron a la orden del día. Antes de que la novela llegara las librerías, Steimberg tenía una nutrida agenda de entrevistas. Y en muchos casos enfrentó variaciones de una misma pregunta: ¿sus hijos siguen usando su apellido? Habrá que imaginar el repertorio de gestos de Alicia en cada ocasión. Pero ella no dudó en afirmar que ellos siempre habían usado el apellido del padre, y que sus hijos eran “personas evolucionadas, adultas”. Escribir Amatista fue un “jolgorio” para la escritora. “Estaba transgrediendo todas las reglas, haciendo lo que mamá no quería, siendo una chica desobediente. Fue divertidísimo –explicaba–. Además pensé: ‘Quieren erótico, les voy a dar erótico’.”
Alicia tuvo una noche gloriosa que nunca olvidaría, allá por 1992. Su novela Cuando digo Magdalena ganó el primer Premio Planeta en Argentina. El dinero le vino literalmente como anillo al dedo para saldar las deudas por la larga enfermedad de su segundo marido, que había muerto dos años antes. Luego, hacia fines de la década del 90, aparecerían el libro de cuentos Vidas y vueltas y la Antología del amor apasionado, que recopilaría junto con Ana María Shua, una amiga de años que por estas horas no tiene consuelo. El sábado recibió un correo de Steimberg. Le confirmaba que, como cada domingo por la mañana, tomarían un té en la confitería Las Violetas. Alicia dejó ayer una silla vacía y el sabor amargo de un encuentro abortado. Una digresión se impone al curso de la cronología. Nada oculta más que la transparencia. Ese humor sobre el que resulta imposible no reincidir una y otra vez –con la emoción a flor de piel y una sonrisa también, como si ella estuviera diciendo “la muerte no es para tanto”–, podía ser negro. Muy negro. Alicia, como acostumbraba, era la primera en aplicarlo. Cuando publicó Aprender a escribir (2004), una especie de vademécum a lo Steimberg sobre cómo se escribe un cuento o cuáles son las condiciones imprescindibles de un buen relato, como la visualidad y el carácter concreto, Página/12 la entrevistó en su departamento de Almagro, en ese living con el reloj detenido, para siempre, a la cinco de la tarde. “Estuve cinco años sin publicar y supongo que algunos se habrán preguntado: ‘¿Steimberg vive?’. Y está bien, porque a mí me pasa lo mismo con otros que creo que están muertos”, bromeaba entonces.
En ese libro ilustraba sus recomendaciones con varios ejemplos de formidables principios de cuentos, como los de Hebe Uhart, Felisberto Hernández, Jorge Luis Borges, Juan José Hernández, Isidoro Blaisten, Clarice Lispector y Joyce Carol Oates. Tenía en su haber más de veinte años de coordinación de talleres literarios. Entre sus consejos se destaca el “irse por las ramas” –una defensa y reivindicación de la asociación libre que “hace más variada y entretenida la escritura”–; pero además la reescritura porque “no hay nada nuevo bajo el sol”, según plantea el Eclesiastés. “Siempre tuve mucha ironía en la escritura, pero no creo que haya escritura femenina o judía, en el sentido de que ciertas escrituras que parecen femeninas la tienen también los hombres –aclaraba–. Eso de contestar una pregunta con otra pregunta, que dicen que es una costumbre judía, quién no contesta alguna vez una pregunta con otra.”
La última novela que publicó fue La música de Julia, en 2008. Narra una historia de amor atípica entre dos viejos amigos que se reencuentran a los setenta años: Eduardo, un ex funcionario del Ministerio de Cultura, periodista retirado y autor poco conocido que ha estado casado tres veces –y siempre está pensando en las mujeres–; y Julia, una escritora con un “problema de oído”, acúfena como Steimberg, que escucha un interminable repertorio de toda la música que recuerda haber oído desde su infancia. A esa altura del partido o de la vida –que es lo mismo–, los amigos se quieren con sus manías y achaques. Pero no viven juntos. A Eduardo le molesta hablar en términos de pareja, aunque le gusta despertarse en la cama de Julia el sábado por la mañana. Y acepta escribir lo que Julia piensa o sueña. Aunque se espanta un poco de los sueños eróticos de su amiga. “¿Qué hombre que haya leído esta parte del texto –se pregunta Eduardo en la novela– se sentirá cómodo junto a Julia, después de saber que soñó que metía la mano en la bragueta abierta de un número no determinado de hombres y jugaba, simplemente jugaba, a llevar un pequeño pene flácido a una franca evolución eréctil, digamos así?”
Cuando estaba sola en su casa, por el problema acústico que tenía, oía una música que sólo ella podía oír. A veces Alicia escuchaba la marcha peronista; mayúscula ironía del destino porque le gustaba la melodía. La letra –obvio– no. “Fui ardientemente antiperonista, pero estamos hablando de la primera presidencia de Perón, no de la época en que mis hijos entraron en los prolegómenos de Montoneros. Rara vez hablamos de esto con mis hijos, pero a veces lo hacemos. Espero poder escribir sobre la década del ‘70 y el papel de los padres. Me interesa mucho más entender qué pasó con los padres que con los hijos. Porque como me decía una amiga de mi hija: ‘Nosotros éramos así porque ustedes eran así’. Los hijos más bien son como los padres, aunque crean que son diferentes”, planteaba. ¿Cómo sería una novela o un cuento sobre esos años bajo el estilo Steimberg? “La levedad no es siempre divertida –subrayaba–. La levedad puede ser fatal. Nos tomábamos con levedad que los chicos entraran en ‘grupos de estudio’, como los llamaban ellos, que eran en realidad los primeros grupos de reclutamiento y captación, hasta que a los 15 o 16 años les daban un explosivo en un paquete lleno de folletos, se disfrazaban, como una vez hizo mi hija que se maquilló y se puso lo más linda posible, parecía una muñeca, y salió con una caja con esas cosas. Levedad había porque los padres no investigaban mucho y se quedaban con lo que les decían los chicos. La superficialidad de ese tipo puede ser peligrosísima.”
Alicia atravesó el espejo de su vida con un puñado de cuentos y novelas magistrales, únicos, inolvidables. En el corazón de todos sus lectores quedará para siempre una hora: “Ay qué terribles cinco de la tarde!/ ¡Eran las cinco en todos los relojes!”.
* Sus restos serán velados hoy de 7 a 13 en Córdoba 3677.
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