LITERATURA › DAMIáN TABAROVSKY
El autor de Fotos movidas presenta su nueva novela, Una belleza vulgar, y dice que “la literatura es una especie de contragolpe”.
› Por Silvina Friera
Los restos de una guerra invisible o el ciclo siempre fallido de la expectativa: la inminencia del desplome, del derrumbe. Nada volverá a ser como antes. Todo termina al fin. O comienza de nuevo. En el principio, una hojita de plátano se suelta de un árbol de la calle Thames al 2100. La medida exacta de esa caída se prolonga durante 135 páginas, mientras sopla el viento –“una dialéctica sin síntesis”– que “atrapa lo poético en lo histórico y lo histórico en lo transitorio”. Una belleza vulgar (Mardulce), la última novela de Damián Tabarovsky, genera un efecto similar al de una lupa que, al enfocar el derrotero de un golpe que será definitivo, proyecta una radicalidad políticamente incómoda en ese vaivén de escenas fragmentarias, en esa sintaxis loca que postula una tensión extrema. “Quizás haya que inventar una literatura y un arte que creen novedad, no como una ruptura que borre las huellas del pasado, sino como la introducción de paradojas en los discursos existentes, en el discurso del presente”, dice el narrador, conjetura o sugerencia que coincide con el horizonte de intereses del autor y editor.
“De manera programática, sospecho de las tramas, de los argumentos, de las novelas que tienen introducción, desarrollo y conclusión. Habría que replantearse las preguntas básicas de la literatura: qué significa narrar y con qué sintaxis. Aquella literatura que no se replantea estas preguntas vive en estado de positividad, de plenitud. Sería la parte de la novela que se puede contar por teléfono, como decía Néstor Sánchez: ‘Se trata de esto o de lo otro’. Pero la experiencia de la lectura no se puede contar por teléfono”, ironiza Tabarovsky en la entrevista con Página/12.
–Intenté que estas tradiciones que menciona estuvieran laterales o periféricas en el texto, que fueran elusivas. Efectivamente está muy presente La cabeza de Goliat, porque es una novela sobre el estatuto de Buenos Aires y la relación entre la ciudad y la literatura contemporánea como problema. En realidad, más que una tradición que estaría suspendida lo que me interesa discutir es la idea misma de tradición: cómo pensar la relación entre tradición y ruptura. En el momento en que la tradición se efectúa, la pongo en discusión, instalado en una cierta negatividad; es como recomponer el lugar negativo de la propia tradición en que la novela se inscribe, sospechar de la tradición misma. Todas estas tradiciones y autores están puestos en tensión, una palabra que define mis últimas novelas. Este mapa de autores no se lleva necesariamente bien: Martínez Estrada y Aira; González y Lamborghini, por mencionar cuatro puntos. No son tradiciones que en sí mismas dialoguen, pero a mí me gusta ponerlas en tensión sin encontrar una síntesis.
–Sí, pero acá hay varias cosas. La primera es una crítica a la izquierda en el sentido de que el fracaso de la izquierda reemplazó el futuro –la utopía– por la memoria, por la obligación de hacer memoria. En un país como la Argentina es muy difícil instalar un hiato, un matiz, porque en el mismo acto en que se plantea esta cuestión se piensa que el que lo dice es un reaccionario porque, efectivamente, lo que ocurrió fue tan grave que la memoria no podría no estar presente. Pero, al mismo tiempo, la literatura –el arte o la vanguardia– es siempre hija de la no memoria. La vanguardia aparece como lo nuevo, lo que viene a romper con todo y la que no aprende de sus errores. Me interesa esa perspectiva: el que repite el error; la idea de la tensión que no se resuelve, bajo la figura de encontrar la novedad en la repetición. Y preguntarse si es posible que la repetición opere de alguna manera con la novedad. Copi tiene dos textos clave sobre la relación entre memoria y desmemoria: El uruguayo, que va pidiendo que mientras escribe borre todo lo que escriba; y el final de una obra de teatro, La pirámide, en que una reina, una princesa y un jesuita se quieren comer una rata en una pirámide y termina la rata convertida en fantasma de la rata del museo de la memoria de esa pirámide. Copi reflexiona sobre la necesidad de olvidar para poder tener memoria. El asunto es la tensión entre el proyecto de Estado que uno puede saludar –el Estado proponiendo la memoria– y la literatura o el arte discutiendo con ese proyecto estatal, que es lo que impediría que este tipo de pensamiento no caiga en un lugar reaccionario, sino todo lo contrario, en un lugar más libertario, anarquista, donde se pueda discutir con los lugares comunes que se consagran en las instituciones de la memoria. La memoria es un terreno de disputa más que un monumento.
–Es una buena pregunta, pero es difícil saberlo... Yo sigo pensando la literatura como un lugar de contrapoder frente a los lenguajes hegemónicos, el lenguaje de los medios, del deporte, de la salud, que son lenguajes binarios: el exitoso y el fracasado, el sano y el enfermo. La literatura es una especie de contragolpe. Me di cuenta de que el único tenista que me gustaba, sin saber mucho de tenis, era André Agassi, porque era un contragolpeador. Necesitaba que el otro pegara primero y él contragolpeaba. La literatura viene detrás: primero están esos grandes poderes y luego la literatura contragolpea. Existe el riesgo de que haya un sentido común de vanguardia o un sentido común de academia o un vanguardismo-académico –categoría que usé en Literatura de izquierda–, un vanguardismo hecho como un producto bastante accesible. Si eso ocurre con mi novela, es que fracasó (risas). Por eso intento sospechar de mí mismo y de ese tipo de literatura para que no se vuelva doxa. Ahora se cumplen veinte años de que publiqué mi primer libro. O sea que hace veinte años que escucho la misma pregunta: ¿cuáles son tus propuestas? (risas). Y otras veces me preguntan: ¿qué defendés? Precisamente defiendo la negatividad, pensar la literatura por sustracción. Intento que cada novela mía vaya más adelante en esta idea.
–No, porque lo primero que me viene a la cabeza es Martínez Estrada. El me hace frenar, me detengo antes del momento ontológico. Muy al comienzo de Radiografía de la Pampa dice que, en la Revolución de Mayo, el ejército lleva la revolución a las provincias; ergo: en la Argentina se generó primero el ejército y después el pueblo. Por lo tanto, hay algo que viene fallido desde el origen, lo que Murena después llamaría el “pecado original” de América latina. En la novela juego con el fracaso del entubamiento del arroyo Maldonado, pero también con el fracaso de qué hubiera pasado si no se hubiera entubado. Ahora pertenecería a Palermo Soho, sería un arroyo con barcitos alrededor, como en París con el Sena, con un tipo tocando el violín y lleno de turistas. El entubamiento es la alegoría de la oclusión, de lo obturado, lo que la ciudad no quiere mostrar porque le molesta: que derrama agua e inunda todo; entonces lo entubamos y no lo vemos. Y reaparece el trauma y la inundación. Ese pequeño hiato donde entra mi literatura es mostrar que el arroyo entubado es la reaparición del trauma, va a derramar agua siempre; pero también sospechar de los efectos del no entubamiento y detenerse antes de que lo ontológico postule que esto está fallado para siempre.
–Sí, y estoy muy feliz porque tengo la impresión de que tiene más lectores ahora. Siento que formé parte de la tarea de divulgación y lo sigo haciendo, particularmente de El árbol de Saussure y de otro libro que me parece clave, Nueva escritura en Latinoamérica, por la idea de que ya no se puede ser vanguardista como un ejército, un grupo que rompe con la tropa, va hacia adelante y subvierte, sino como alguien que lo hace de manera oculta, discreta, que irrumpe cuando no se lo espera. La vanguardia talla las piedras en las cavernas, o sea que es arqueológica, si se quiere, y paradójica. Esta idea libertelliana me marcó para siempre. En A la santidad del jugador de juegos de azar tiene un capítulo sobre Goyeneche que es un artículo sobre la vanguardia. Hay una idea de Deleuze, que Héctor conocía muy bien, que la literatura lo que quiere es hacer tartamudear a la lengua. Héctor era un gran apropiador de citas, las masticaba, las rumiaba, hacía siete digestiones y la cita salía de otra manera. Pero está hablando de eso: de destrozar la sintaxis.
La pausa de Tabarovsky anticipa otro modo de inscribir las marcas de Libertella en tiempo real. “Es más fácil decir ‘estoy en contra del hambre en Nigeria’ que discutir tu praxis cotidiana: la relación entre literatura y mercado, entre literatura y sociedad, y de qué manera el mercado incide en las escrituras; un tema que generalmente se resuelve con el chistecito: ‘¡Pero si en la Argentina no hay mercado!’... Y ahí está esa idea genial de Libertella: allí donde hay un lector se constituye un mercado –recuerda–. Un escritor que no polemiza es un escritor prestigioso. Yo sospecho radicalmente del escritor prestigioso como de la peste. Ni Martínez Estrada, ni Fogwill, ni Aira encarnarían el lugar de escritor prestigioso. También se puede discutir por lo que un escritor deja de hacer.”
–Aira, en este momento, puede dar talleres y cobrar una luca por clase. Y no lo hace. Podría, perfectamente, con un buen agente pasar de Mondadori a Planeta y que le den el premio Planeta-Casa de América. Y no lo hace. Lo mismo valía para Héctor (Libertella). Yo no lo puedo hacer porque nadie me va a dar el premio Planeta, ni cursaría conmigo una clase por mil pesos (risas).
–¡Dios no lo permita...! En Flores, desayunando en Pumper Nic, porque creo que no se enteró de que ya no se llama más así. No lo quiero plantear en estos términos porque sería un juicio moral. Yo publiqué casi todos mis libros en Mondadori. Una belleza vulgar salió en España por Caballo de Troya, un sello que pertenece a Mondadori. Cuando discuto con los talleres literarios, polemizo por los efectos literarios de la escritura de taller. Me importan los efectos culturales de ciertas instituciones, como los talleres literarios o el mercado. Nunca es un juicio moral, sino un discurso político sobre los efectos literarios. No querría quedar en el lugar del “policía intelectual”, que no lo soy. Aira podría escribir una novelita sobre desaparecidos, una entre setenta, y tener un best seller. Y no lo hace porque él no cree en esa literatura. Podría hacerlo, pero él frena antes. Eso es muy interesante como efecto político y serviría para rediscutir de qué se habla cuando se habla de literatura política.
–Literatura política no es que aparezca Videla en una novela; son los efectos de la sintaxis. La literatura política es inventar una sintaxis que discuta con las doxas establecidas.
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