Jueves, 2 de agosto de 2012 | Hoy
LITERATURA › GORE VIDAL (1925-2012) FUE EL MOSCARDóN MáS ANóMALO ENTRE SUS PARES
Intelectual de fina estampa, aristócrata elegantísimo de personalidad arrolladora y ego monumental, el novelista, ensayista, guionista y dramaturgo fue la lengua más indómita, cáustica y brillante de los escritores norteamericanos.
Por Silvina Friera
Las palabras necesarias son las únicas que cotizan, en los libros y en los márgenes de las mejores páginas que se escriben. Lo más sutil de un agravio verbal, premeditado con alevosía, es la ironía. En el arte de la provocación sacó un par de cabezas de ventaja. Gore Vidal –intelectual de fina estampa, aristócrata elegantísimo de personalidad arrolladora y ego monumental– fue la lengua más indómita, cáustica y brillante de los escritores norteamericanos. El narrador y ensayista, autor de La ciudad y el pilar de sal, considerada la primera obra literaria del siglo XX en la que se habla abierta y detalladamente sobre la homosexualidad, murió a los 86 años por complicaciones de una neumonía, en su casa de Hollywood (Los Angeles). Jamás escamoteó pensamientos incómodos bajo la alfombra de las apariencias. Este “gentleman bitch”, como él mismo se definía, pertenecía sin ambages al mundo de las celebridades. Además de codearse con los grandes autores de su tiempo, los embistió con una ferocidad descomunal. A Ernest Hemingway lo consideró “una broma”, a Truman Capote lo comparó con un “sucio animal que ha encontrado su camino en la casa”. Norman Mailer, equiparado con el asesino de culto Charles Manson, lo atacó físicamente. En una ocasión le dio un cabezazo antes de una aparición en TV; en otra, lo tiró al suelo. El inventario parcial de sus contrincantes literarios parece eclipsarse al repasar sus agudos cuestionamientos hacia la política norteamericana. “La única razón por la que Estados Unidos es amenazado es porque amenaza a otros. En geopolítica, como en física, no hay acción sin reacción. No hubo un 11-S. Quiero decir, nuestras políticas eran tales que forzosamente tenía que haber en el mundo árabe un montón de gente enloquecida queriendo volarnos en pedazos por los crímenes que sentían que cometíamos contra ella. Cualquier tonto lo hubiera visto venir”, aseguró en tiempos de la presidencia de George Bush.
La vida y la narrativa de Vidal estuvieron atravesadas por su temprana vocación política, acentuada no sólo por su abuelo materno, sino también por ser primo del presidente Jimmy Carter y del ex vicepresidente Al Gore y hermanastro de Jacqueline Kennedy. Un total de 24 novelas, media docena de obras de teatro, el doble de guiones –entre ellos el del clásico Ben Hur–, más de doscientos ensayos y sus memorias en dos partes –Una memoria (1995) y Navegación a la vista (2006)– componen la ecléctica y celebrada obra del escritor a lo largo de seis décadas. En sus ensayos punzantes arremetió contra la idiosincrasia americana. “El genio de nuestra clase dirigente es que ha sabido mantener a la mayoría de las personas en un sistema que carece de equidad sin ni siquiera cuestionarlo, en el que la mayoría de las personas trabaja a destajo, paga fuertes impuestos y no recibe nada a cambio.” En sus escritos –por ejemplo en El último imperio– y en sus intervenciones públicas no desaprovechaba la ocasión para referirse a “la muerte del imperio estadounidense”. “El imperio se acaba porque se acabó el dinero. La avaricia pudo con nosotros. Así se han acabado históricamente todos los imperios, incluido el español. Estados Unidos acabará encontrando su lugar, posiblemente entre Argentina y Brasil”, reflexionó en una entrevista. Vidal invirtió su energía de polemista impetuoso, sin que le temblara el pulso y la voz, cuando acusó a la familia Bush de haber conspirado para estafar al pueblo estadounidense. El escritor denunció que la presidencia fue vendida a empresas con suculentos negocios armamentísticos como Exxon y Halliburton. “Cheney (vicepresidente de Bush) y el presidente son culpables de graves crímenes contra la Constitución de EE.UU. Tenemos un gobierno pésimo, fuera de control. Y nos hemos convertido en una sociedad totalitaria horrorosa.”
Eugenio Lutero Vidal Jr. nació el 3 de octubre de 1925 en West Point (Nueva York), la academia militar, en el seno de una familia con aceitados contactos políticos. Tomó el apellido de su madre –Gore– como su nombre de pila. Su padre, Eugene Vidal, habría sido el amor de la pionera de la aviación Amelia Earhart, desaparecida en el Pacífico hace 75 años mientras intentaba dar la vuelta al mundo. Se crió en Washington DC, donde su abuelo, el senador demócrata por Oklahoma Thomas Gore, tuvo una fuerte influencia en su primera formación. “La única cosa que siempre he querido hacer en mi vida es ser presidente”, declaró el escritor en diversas oportunidades. Luego del divorcio de sus padres, la madre de Vidal se casó con Hugh Auchincloss, quien más tarde también se convertiría en el padrastro de Jacqueline Kennedy. A los 23 años, una mañana de enero de 1948, Vidal se despertó con la trémula soga de la fama de autor de culto ciñéndole el cuello. Aunque por entonces ya había publicado Williwaw (1946), inspirada en su servicio en la Marina estadounidense en tiempos de guerra, el reconocimiento y la controversia, dos caras de la misma moneda, irrumpieron con la recién editada La ciudad y el pilar de sal, pionera a la hora de hablar del amor entre personas del mismo sexo, dedicada a un tal J. T., probablemente Jimmie Trimble, muerto en 1945 durante la batalla de Iwo Jima.
Vidal pagó un precio demasiado elevado ante esa celebridad incipiente. El editor jefe del departamento de ficción del The New York Times declaró que era “un libro sucio y repugnante sobre la homosexualidad”. Pero no se conformó sólo con este atropello a la razón. El troglodita en cuestión fue hasta la editorial que publicó la novela y confesó, abiertamente, que no pensaba revisar ni leer un libro más del autor. “Somos una nación de esclavos. La timidez moral del norteamericano es notable. Todos están aterrados de que los consideren diferentes del resto”, afirmó hace unos años. Así como acarició tempranamente la fama, del otro lado de la noche avanzaba el ostracismo de la década del ’50. “Si no publicabas un artículo diario en el The New York Times, no existías como novelista. Y significaba que las demás publicaciones –Time, Newsweek y el resto– lo respetaban. Te habías quedado fuera”, resumía Vidal las dificultades que enfrentó. La sociedad bienpensante no le dio tregua ni él a ella. Al “niño bien” no le costó nada ser progresista, más allá de lo que implique este término tan manoseado. No abundan los intelectuales de izquierda que se puedan ufanar de cultivar un sentido del humor y una acidez tan corrosivos, que a veces parecen patrimonio casi exclusivo del conservadorismo y la derecha.
Tal vez el autor de Myra Breckinridge (1968), comedia protagonizada por un transexual megalómano, sea el moscardón más “anómalo” entre sus pares norteamericanos. Su fruición por cierto exhibicionismo –“nunca pierdo la oportunidad de practicar el sexo o aparecer en televisión”– lejos estuvo de rozar el menú de extravagancias simpáticas que suelen ser cáscaras vacías de contenido en ese afán de exaltación de la rareza por la rareza misma. “El patriotismo es algo tan enfermizo hoy como lo fue siempre –aseguró–. Estaba viendo el noticiero hace un rato: cubrían los problemas en Kosovo, y mostraban a un grupo de personas quemando la bandera norteamericana. El presentador se quebró y se le llenaron los ojos de sangre: ‘Me hace (solloza) sentir mal, cuando veo (solloza) una bandera americana ardiendo’. Y yo pensé: ‘Pedazo de pelotudo. ¿En qué se convirtieron los noticieros?”
Cuánta polvareda levantó el último de los caballeros terribles. El mejor epitafio, una lección magistral para la posteridad, lo redactó el propio Vidal: “El estilo es saber quién eres, lo que quieres decir y que no te importe”.
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