LITERATURA › SE PUBLICA LA OBRA POéTICA REUNIDA DE TAMARA KAMENSZAIN
El libro La novela de la poesía, que tiene estudio introductorio de Enrique Foffani, recopila sus nueve libros y un conjunto de poemas inéditos. “Siento que tuve una época de velar y otra de ir desvelando. Como olas”, señala.
› Por Silvina Friera
¿Y si escribir es, al principio, opacar el lenguaje hasta que parezca levemente ilegible? La “sujeta” ha trascendido la primera persona y ha ensayado múltiples máscaras, reformulando y cuestionando sus propias convicciones, como si cultivara una conciencia refractaria a las normas. Pero sus huellas, sus cortes y puntadas, quedaron grabadas en unas cuantas páginas memorables. La mirada de Tamara Kamenszain practica una especie “vouyerismo retrospectivo”, acendrado en la perplejidad, por imperio de una circunstancia editorial. La novela de la poesía (Adriana Hidalgo), su poesía reunida con estudio introductorio de Enrique Foffani, hilvana sus nueve libros y un conjunto de poemas inéditos, eslabones perdidos que una vez recuperados para los lectores conceden el permiso de indagar en el sentido de una poesía que reniega del confesionalismo y esquiva los acentos lastimeros. Pero que también recela de la mera oscuridad de ciertos procedimientos. “Para armar un libro hay que hacer/ como las modistas que cosen/ siempre del lado de adentro/ y cuando dan vuelta la tela esas costuras/ que ellas trabajaron confiadas/ desaparecen para ver/ un aceptable/lado de afuera”, se lee en uno de esos poemas inéditos titulado “Lo que empieza donde termina”.
Los espirales de la poesía reunida ensanchan la órbita de una vida, sentidos deshilvanados que en la ronda de los versos, los poemas, las páginas, regresan al lugar de donde partieron. Ya en su primer libro, De este lado del Mediterráneo (1973), emerge a la luz del presente una línea reveladora: “Toda palabra es un círculo, una flecha que vuelve sobre sí misma”. Tamara –ojazos de niña asombrada que almacena en su estudio fotos de Osvaldo Lamborghini, Marosa Di Giorgio, Néstor Perlongher y Roland Barthes, entre otros– vuelve sobre sí misma en la entrevista con Página/12. “Esos poemas inéditos los llamé Libro intermedio para mí, caseramente, porque mientras los escribía quería pasar a otra cosa”, cuenta la poeta.
–Es curioso el “orden” que le dio a esos poemas inéditos: empieza con “Destino”, “Destinación”, “Destinatario”, y el último es “Lo que empieza donde termina”. Da la impresión de que es un período bisagra, donde asoma un pensamiento de estructura más integral de idea de libro, ¿no?
–Sí, estaba con ese pensamiento de la poesía como un libro porque De este lado del Mediterráneo es una suma de cosas, una especie de mélange de lo que escribía. Eran poemas sueltos. Recuerdo que sufrí mucho cuando lo armé. Lo mandé al Fondo Nacional de las Artes, ganó un premio y lo pude publicar. Y sufrí mucho porque me pregunté: “¿Cómo lo armo?”. Eso no me pasó después, por suerte, porque las partes se van amasando en algo medio circular. En cambio la escritura de mi primer libro fue espontánea, naïf; un día me salía una cosa, otro día otra. En el Libro intermedio empecé a pensar en la instancia libro: lo que empieza donde termina, el destino, la destinación, cosas que se van encadenando.
–En ese primer libro ya hay algunas cuestiones embrionarias. En uno de los poemas se lee: “Trato de ver las bocas de los que pasan por la puerta de mi casa para saber que de cada lengua salen palabras que transitan las ondas de sonido y se instalan en las paredes de mi oreja para después evaporarse entrando en una larga línea descendente en la que están alojadas todas las palabras que se pierden, todos los rasgos que se olvidan”. Ya se percibe que hay una poeta que entiende que la poesía trabaja con la pérdida.
–Y... debe ser (risas). Mis lectores de ese libro ya no sé por dónde andan, si es que viven. Ese libro nunca lo quise reeditar. Me daba vergüenza.
–¿Por qué?
–Lo sentía extremadamente naïf, mostraba mucho la hilacha. Hay que tener el valor de que se vea la hilacha de cómo uno empezó. La mayoría de los escritores esconde su primer libro. No sólo los poetas, también los narradores tienen vergüenza de su primer libro. Como si empezaran por el segundo. En mi cabeza, empecé por el tercero, Los no, porque el intermedio no lo publiqué. Ahora me va gustando más De este lado del Mediterráneo porque paradójicamente creo que estoy buscando de nuevo algo de lo que está ahí, en cuanto al modo de escribir: menos barroco.
–De este lado del Mediterráneo tiene un “aliento” más narrativo. Pero si se lo vincula con otro verso muy posterior de “El eco de mi madre”, pareciera que en esos poemas “debajo camina la narradora que no fui”. O la poeta que todavía no era, que está en el umbral de una búsqueda.
–En De este lado del Mediterráneo digo desembozadamente, sin velar. No hay el velo que después se arma con el neobarroco, digo derecho viejo cosas medio brutales. Durante muchos años me dejaba muy vulnerable: qué es esto, esto no es poesía, esto no es escribir, esto es medio vomitar las cosas personales. Creo que pasé como una especie de abstinencia con Los no. Yo era amiga del grupo Literal y Osvaldo Lamborghini era como un superyó para mí; entonces lo escribí pensando en un lector más intelectual. Y el teatro y las máscaras ayudaban. El neobarroco era también un juego de máscaras, como ir velándolas y darles otra pátina. Después me tuve que liberar de eso también. Uno quiere escaparse y siempre está lo que tenés que hablar, que en mi caso es la familia, estar perdido en la familia, o cierto tipo de cuestiones que reaparecen aunque las trate de ahogar: la lengua, la ausencia, la pérdida...
–En La casa grande aparece la famosa “sujeta”. ¿Recuerda cómo fue que irrumpió, de dónde vino?
–Tiene que ver con un lenguaje de época; estaba de moda el sujeto. No sé cómo aparecen estas cosas, pero lo de la “sujeta” quedó porque se ve que no se usaba y se sigue sin usar. Era bien neobarroco por la torsión con la lengua. Si uno se diera cuenta de todo lo que hace, no escribiría. Escribir es como andar medio a ciegas con alguna intuición, obviamente. Pero algo te lleva por la nariz. La palabra “sujeta” me debe haber llevado por la nariz y la puse. Después se me naturalizó. Claro, para mí ahora es natural haber puesto “sujeta”. Pero no parece, ¿no? Ahora que me acuerdo de ese poema, hoy no escribiría al yo nombrándolo como tú: “se interna sigilosa la sujeta/ en su revés, y una ficción fabrica/ cuando se sueña”... No es otra, no es mi prima ni mi vecina. Pero ese momento me daba pudor decir yo. A lo mejor si hubiera dicho yo, no inventaba la “sujeta”. Siento que tuve una época de velar y otra de ir desvelando. Como olas.
–¿En qué momento empezó a desvelar?
–En todos mis libros desde La casa grande tengo tres partes y un poema final largo. En esas terceras partes es donde me permito ser más “narrativa”, ser más transparente o decir las cosas sin tener vergüenza. Debe tener que ver con un rollo que se extiende y que necesita o pide cierta claridad. El poemita corto me permitía reescribirlo mucho, volver, hacer eso que dice Jorge Panesi: no dejar los versos en paz. Ahora, en estas terceras partes, siento que dejo un poco más en paz los versos.
–Es una transparencia que no renuncia a la complejidad, ¿no?
–Sí, es cierto, pero también me liberé de los superyós de una época, de pensar la literatura de un modo que estuvo muy bien, porque peleábamos contra otros tipos de transparencias que no eran transparencias. ¿Cómo llamarlas? Más que transparencia era una bajada de línea que resultaba ingenua y malediciente. En ese sentido, la pelea de mi generación, de mi grupo, fue mostrar que el lenguaje opacado también puede decir cosas. La “sujeta” decía algo, aunque se escondiera en una segunda persona. Que es muy (Alejandra) Pizarnik.
–Lo interesante es que nunca cayó en lo confesional, a pesar de los temas. ¿Cómo trabajó ese núcleo de tópicos personales, la madre, el padre, la familia, la pareja, las pérdidas, para no trastrabillar en la cosa tanguera y lacrimógena?
–Lo único que puedo reconocer es haber estado atenta a que cuando digo “yo” no estoy hablando de mí. “Ojo yo es otro”, pero tampoco en el sentido tan textualista con que lo tomaron algunos, un sentido muy formal. Creo que Pizarnik lo vivió como un drama eso de que “yo” sea otro, lo tomó literalmente. Esa imposibilidad de unir lo que se es y no se es, Pizarnik lo vivió como un drama que le impedía escribir. Yo no. Se ve que lo viví sabiendo: “ojo que no me trague la píldora”, “ojo que no me la crea”. Digamos que en mí creérmela sería creerme que cuando digo yo realmente estoy hablando de mí y quedarme muy cómoda en eso. Pero no es dramático, con ese hiato tan metafísico en cuanto a la subjetividad. Para mí fue un desafío, casi te diría que es lo que me lleva de la nariz para seguir escribiendo. A ver cómo hago para contar esto y que a la vez no sea un diario íntimo o vomitar algo y que el yo se agigante. Ese fue un motor. Y en ese sentido, por suerte, no fue sufriente.
–La paradoja de no poder narrar, ¿la toma de Pizarnik?
–Sí, un poco sí, sobre todo de los diarios, cuando Pizarnik cuenta que no puede escribir la novela y en realidad lo único que quiere escribir es una novela, pero está escribiendo poemas. “Los calmo a mis lectores dándoles poemas”, dice. Pero quiere escribir una novela. Ultimamente juego con eso bastante, pero sin la cuestión sacrificial. Pizarnik lo sufría realmente.
–Un poema de El eco de mi madre empieza de esta manera: “No puedo narrar./ ¿Qué pretérito me serviría/ si mi madre ya no teje más?”. ¿La pérdida, en cierto modo, no se podría narrar pero sí inscribir en el cuerpo de un poema?
–Si ella no me reconoce, si no es mi testigo, qué puedo contarle. Esta sería la idea. Qué puedo contar si ella no me reconoce, ella a la vez no me narra, no me da una entidad; entonces estoy como deshecha. Cómo hago para armar algo. Narrar es tantas cosas que ya no sé qué es para mí en ese libro. Es como contar algo pero, como siempre, dejar de contarlo, soltarlo, porque con la poesía terminás suspendiéndolo. O sea nunca lográs cerrar, queda esa espiral abierta y el cierre no está. Pizarnik decía en sus diarios que ella no podía escribir novelas porque era judía y el padre hablaba mal y usaba mal el pretérito. De ahí me viene también lo de los pretéritos. El padre usaba mal los pretéritos y ella no sabe usar los tiempos pretéritos. Entonces cómo podía narrar, si para narrar tenés que usar los tiempos pretéritos. Esto lo pongo en la madre. Si ella no te reconoce o no te puede armar el cuentito, cómo podrías contarles algo a otros. Creo que ésa es la perplejidad con la que empecé ese libro.
–¿Por qué Osvaldo Lamborghini se presenta para usted como el límite: “no puedo hablar de la muerte como lo hizo él”, se lee en un poema de La novela de la poesía?
–Lamborghini llegó a una manera de escribir, a un punto poético, que siento que no se puede intentar saltar. Lamborghini es el escritor del futuro, un escritor que todavía está por descubrirse. Creo que por momentos, claramente para mí, intento imitarlo; no es que lo vea el lector porque no es una imitación de estilo. Es un empuje, un tono, que me lleva a plantearme que si él pudo por qué no me voy animar. Pero es el límite: “este tipo fue muy lejos y yo no llego”.
–En La novela de la poesía se lee lo siguiente: “innovemos para el oído la dirección de lo dicho”. ¿Podría ampliar esta idea?
–La idea es buscar otra manera de leer lo mismo; no mistificar, creo que también es eso. Es no dejar en paz los versos, pero también no dejar en paz lo que uno lee, que es el lugar del crítico. Yo le afané el título a un libro de ensayo que había empezado a escribir. Me gustaba el título para la obra reunida, pero el ensayo quedó ahí... Evidentemente cada vez más se me confunden un poco las cosas que antes eran muy fijas y obsesivas. Antes, cuando terminaba un libro de poemas, me decía: “ahora viene el ensayo, no me vengan con poesía, no me puedo distraer”. Como si fuera una buena alumna. Ahora voy a escribir ensayo y me aparece la poesía. Algo está cambiando.
–Y si algo está cambiando, ¿escribirá alguna vez una novela?
–Yo no sé... Estoy muy enamorada del género poesía. La poesía me meloneó mal: todo lo pienso desde esa lente. El hecho de no tener que llegar al final de la página es como un alivio. Pero quién sabe...
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