LITERATURA › SANDRA LORENZANO PRESENTA SU NOVELA FUGA EN Mí MENOR, EDITADA POR TUSQUETS
La narradora y ensayista argentina, exiliada en México desde la última dictadura militar, dice que “una de las cosas que más me interesa trabajar es la construcción de la memoria, la relación entre memoria individual y memoria histórica”.
› Por Silvina Friera
La orfandad, como las fotos viejas, tiene algo inquietante: la presencia de lo que ya no existe. El padre de Leo, miembro de la resistencia italiana que desapareció en agosto de 1943, es una sombra distante en una fotografía, una mancha oscura, sin rostro, que la madre salvó en su desesperada huida del terror hacia otro país, al otro lado del océano, lejos de la guerra, para empezar una nueva vida junto a su hijo de apenas tres años. Antes que la música se transformara en su hogar en el mundo, Leo estuvo hundido en el más absoluto mutismo; era un “mudo cargado de ruidos”. Ahora la madre es otra ausencia y el silencio emerge bajo la estampida de un bloqueo creativo –“una moneda atravesada en la tráquea”–; muertes apretadas en el frágil hilo del tiempo. Pero la búsqueda del padre, de esa sombra impenetrable, es una herida abierta que no cicatriza. Como un voyeur, espía las marcas, subrayados y anotaciones al margen de la páginas del libro de Pavese que heredó, donde su padre –Giulio– diseminó un puñado de huellas que el hijo intenta descifrar. Mientras bosqueja el rompecabezas paternal, construye un violoncello junto a un luthier, a quien le irá narrando sus vacilaciones, temores y desgarros. “Tengo cincuenta y tantos y aún no sé si lo considero una víctima, un traidor o alguien a quien nunca he podido imaginar más que como una sombra”, confiesa Leo en Fuga en mí menor (Tusquets), la última novela de Sandra Lorenzano.
“¿Valía la pena seguir buscándolo entre los sonidos? ¿Valía la pena que siguiera esforzándome por merecer un héroe como padre? Su herencia no fue el amor por el chelo, ni un libro apenas subrayado, ni una ausencia punzante, ni siquiera unas líneas escritas que no sé si existen: su herencia fue este silencio que me bloquea la tráquea con sabor a óxido, esta imposibilidad, esta parálisis”, agrega Leo en esta novela intensa que empieza y termina casi con la misma escena, como una imagen del fondo del mar que emerge para escudriñar los sonidos que encierra el silencio. “El proceso creativo es algo que me da mucha curiosidad, pero no quería escribir la enésima novela del escritor que escribe”, aclara Lorenzano en la entrevista con Página/12. “El protagonista es un músico porque me permitía meterme en un universo diferente –si no escribo sobre algo que desconozco, me muero del aburrimiento–; el mundo de alguien que trabaja con el más inasible de los elementos de la creación artística: los sonidos. Por el lado materno, vengo de una familia de músicos. Y aunque no toco ningún instrumento ni hago nada vinculado con la música, escribir esta novela era una forma de que mi mamá, que nos transmitió el amor por la música como una buena Schifrin, me acompañara”, agrega la narradora, poeta y ensayista argentina, que se exilió en México durante la última dictadura cívico-militar, autora de la novela Saudades (2007) y del poemario Vestigios (2010), entre otros títulos.
–En un momento de la novela se lee: “lo que en verdad hace la música es oponerse a la atracción que ejerce el silencio. De él surge y hacia él vuelve”. ¿Cómo sería lo que en verdad hace la literatura?
–Para mí es lo mismo. En esta novela se juegan dos tipos de silencios que me interesaban explorar. Por un lado el silencio más terrible por el que atraviesa Leo, que es el silencio del bloqueo creativo, el silencio del horror, al que todos aquellos que tenemos algo que ver con la creación le tenemos pavor; ese momento en que te sientas ante la computadora y no te pasa nada por el cuerpo, porque para mí la escritura pasa más por el cuerpo que por la cabeza. Pero hay un silencio luminoso, el silencio creativo, que vincula a la creación con lo sagrado, por decirlo de alguna manera; es el silencio de Edmond Jabès, el silencio del que va al desierto buscando eso que Jabès llama “la palabra verdadera”. El dice “vamos a escuchar a Dios”, pero Dios es una manera de decir lo que uno quiera.
–Fuga en mí menor está atravesada por las esquirlas de la Segunda Guerra Mundial, por el horror del nazismo, por la inmigración, los desplazamientos y también, en menor medida, por la dictadura argentina. ¿De qué modo impacta la historia con mayúscula en la ficción?
–Una de las cosas que más me interesa trabajar, tanto en los ensayos como en las novelas, es la construcción de la memoria, la relación entre la memoria individual y la memoria histórica; cómo atraviesa la historia con mayúscula la historia íntima de cada uno de nosotros, cómo nos marca. Aunque esa marca se da en cualquier vida, es más evidente cuando hay situaciones dramáticas que trazan un parteaguas tanto en una comunidad como en lo personal. Como el tema de la Segunda Guerra es muy trillado, lo llevé a un espacio menos explorado, un pueblito en Italia, pero no era tanto para hablar de la lucha partisana, sino para reflexionar sobre cómo a este chico, o al padre, le cambia la vida esta situación. Esto implica también la imagen que el chico se construye del padre a través del tiempo, que pasa del heroísmo posible que le transmiten a la idea adolescente de “mi padre es un traidor”. Y después se traduce en un “no me interesa”. Y ese “no me interesa” lo hace caer en una crisis creativa. Me gusta explorar las marcas que nos deja la historia con mayúscula. Yo elegí a Pavese, Trabajar cansa y especialmente el poema “Los mares del sur”, que se repite a lo largo de la novela.
–A partir de una frase que aparece en la novela, que hay tantas memorias y ningún recuerdo claro, se podría pensar las tensiones que plantea la relación memoria-recuerdo. La memoria tiene un clivaje político por excelencia, en cambio el recuerdo es más “literario”, una construcción; aunque la memoria, basada en los recuerdos, también tiene un componente de ficción, ¿no? ¿Cómo entiende la relación entre memoria y recuerdo?
–La idea de la memoria vinculada con lo político es de países que han atravesado situaciones de horror, donde se ha planteado o intentado borrar la memoria. Cuando se dice que Proust es un escritor de la memoria, se está pensando en otro tipo de memoria. Lo que dijiste es muy interesante y eso me hace pensar por qué en esta novela no podía dejar de hablar de la Argentina. Me interesa la idea de la memoria como una suma, como algo en plural, en el sentido de que “soy contrabandista de historias propias y ajenas”. La memoria como contrabando de las historias de los demás, de las historias propias pero también de las historias que nos han contado, que hemos leído y hemos visto. El recuerdo para mí haría referencia a cosas muy puntuales. La memoria sería la suma de esos recuerdos, que incluye a todos. Y cuando escribo una novela me interesa cómo funciona esta memoria a nivel de la intimidad.
–En el momento de tránsito entre el heroísmo hacia el escepticismo emerge un interrogante: ¿quién inventa las historias que alimentan la derrota? Leo vacila sobre el lugar del padre, no es un héroe ni un traidor, ¿no?
–Como es en la realidad. A lo mejor el padre fue víctima de su propia decisión al dejar a la mujer y al hijo para combatir. María Inés Roqué, que es unos años menor que yo pero somos de esa generación de hijos exiliados en México, hizo un documental maravilloso que se llama Papá Iván. En el documental ella cuenta que todo el mundo le dice: “Tu papá era un héroe”. Pero María Inés siempre pensó: “Hubiera preferido un padre vivo que un héroe muerto”. Esta idea se la robé: Leo también hubiera preferido un padre vivo que un héroe muerto.
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