Lunes, 25 de febrero de 2013 | Hoy
LITERATURA › MARISA SILVA SCHULTZE HABLA DE SIEMPRE SERá DESPUéS
Su novela narra la violencia a partir del mundo interior de un niño que la padece, y desde su propia pelea por conjurarla, ya más grande. “La familia es un espacio privilegiado donde apenas uno pone la lupa estalla la condición humana”, subraya.
Por Silvina Friera
Nada es más contagioso que la muerte. Alvaro, un muchacho alto y flaco que trabaja en una inmobiliaria, sabe que no puede recordar lo que no vivió. Este “nómada nocturno” que anda de casa en casa, de living en living, de cuarto en cuarto, noche tras noche, necesita ser testigo de un drama que nunca olvidará. Este retazo de pensamiento fúnebre que gira en su mente, como un ave carroñera que espera lo inexorable, no es una frase suelta de un huérfano más de los que habitan este mundo. El no estuvo en esa plaza, tal vez hamacándose y jugando con otros niños como él, pero hubiera deseado estar. O eso cree. Entonces inventa, imagina cómo fue la escena final, cuando todavía sus padres estaban vivos. “No hay muerte más larga que la de tu madre que sigue cayéndose y cayéndose hacia atrás porque la bala en su rostro la empuja y la empuja y no puede mirar por última vez el sol de las dos de la tarde en la plaza y no puede tampoco recordarte a vos y empieza en esa plaza a dejarte solo para siempre y no fue a las dos de la tarde que empezó a dejarte solo, fue antes, mucho antes. Tu soledad –ya lo habías entendido en aquellas interminables noches– empezó en el primer estremecimiento de su miedo”, se lee en Siempre será después (Alfaguara), de Marisa Silva Schultze, una novela desgarradora que indaga en las cicatrices de la violencia familiar.
La escritora uruguaya tiene dibujada una cálida sonrisa en sus mejillas. Hasta cuando se pone seria parece que estuviera a punto de reír. Narrar la violencia a partir del lacerado mundo interior de un niño que la padece, y desde el joven que intenta conjurarla luego, la dejó exhausta. “Desde el punto de vista corporal, fue la novela que más me costó escribir. Ese desgarro que siente el lector lo sentía yo mientras escribía –confiesa Silva en la entrevista con Página/12–. El camino que encontré para narrar la violencia parte del hijo que está imaginando cómo fue esa escena. En realidad no se narra el hecho en tercera persona, tal cual sucedió, sino que ese muchacho va reconstruyendo fragmentariamente una imagen, una escena que él no vivió. Y en el transcurso de la novela logra narrarse a sí mismo la violencia.”
–El mundo interno de Alvaro está lleno de traumas, de cuestiones que no puede digerir. Tal vez por eso muestra casas y departamentos, porque tiene el alma encerrada en cuatro paredes, ¿no?
–Sí, en esos apartamentos vacíos hay una metáfora del vaciamiento que significó la muerte de sus padres: la madre muere asesinada y el padre se suicida. Este vaciamiento es el máximo abandono que puede sentir. Alvaro quedó anclado en ese momento, desde el día en que estaba en la escuela y se enteró de lo que pasó. No sólo por lo que significa la muerte, sino por la exclusión. Hay momentos en que Alvaro, durante el transcurso de la novela, imagina que hubiera querido estar. Que es la manera en la que pudo haber sido incluido. El asesinato es la última de las exclusiones que padece Alvaro. Al haber estado excluido en la relación de sus padres, en la estructura familiar, se ha convertido en un ser invisible. Alvaro es una persona que no logra la otredad, el vínculo con los otros. No está únicamente solo, está desvinculado; así quedó. Y no sólo quedó así a partir del asesinato de su madre y el suicidio de su padre, sino que ya estaba así. Hay un capítulo que para mí es muy importante, cuando Alvaro va al estadio de fútbol. Es un niño de ocho años, sus padres están separados y él está contento de ir a ver un partido con su papá. Pero su padre no está con él; le pregunta si su madre está con otro hombre. Alvaro no importa: ahí empieza la exclusión. Digo esto porque no es sólo la violencia extrema la que excluye, también están las “pequeñas” violencias cotidianas.
–¿La novela es meramente ficción o está construida a partir de alguna noticia que leyó sobre una mujer asesinada por su pareja o por su ex, de algún episodio de la realidad que causó conmoción en Uruguay?
–Es pura ficción, lo que pasa siempre con la literatura que está conectada con hechos de la realidad es que la realidad es tan desbordante que ha entrado por la novela. Yo soy una ciudadana uruguaya que se sienta a mirar el informativo todos los días y vive en un país en donde una mujer es asesinada por su pareja cada nueve días, en un país de tres millones de personas. El lugar más peligroso para decenas de mujeres es la casa, a contrapelo de esa idea que tenemos de la protección que ofrece el hogar. Pero además, cada cuarenta minutos hay una denuncia de violencia. Los números en Uruguay siempre son pequeños en comparación con otras partes porque somos un país con poca población. En todas mis novelas hay una problemática social que entra dentro de la casa. La palabra familia, hogar, tiene una serie de aureolas, de connotaciones, en sí mismas positivas. Se dice, por ejemplo, “conversar en familia”, pero depende de qué se converse y quiénes sean los que conversen, ¿no? En mis novelas busco investigar la complejidad de los vínculos familiares. En el caso de Apenas diez, era cómo la dictadura militar uruguaya había atravesado los vínculos familiares. En este caso, es la violencia adentro, en la casa. La palabra familia puede estar asociada a la violencia. Hasta en el lenguaje tenemos dificultades para asociarlas.
–¿Por qué cuesta asociar familia con violencia? ¿Será el peso de la tradición católica?
–Probablemente, tal vez una socióloga pueda explicarlo mejor que yo. Creo que tenemos la idea de que en las calles está lo negativo; el espacio público como el lugar de peligro, de la sospecha. Y lo contrario es lo que está puertas adentro, como si necesitáramos esa especie de dualidad. En muchas familias, o tal vez en la mayoría, hay un sostén afectivo fundamental. En todo caso, está claro que las familias reproducen las relaciones de poder que se dan en la sociedad; conforman matrices de comportamientos que después se replican en el espacio público. Pero lo que pasa puertas adentro tiene menor visibilidad, o lo conocemos menos. Tal vez sea un gran misterio lo que sucede dentro de nuestras casas.
–¿Siempre le interesó mucho ese adentro, en las casas, como en la novela La limpieza es una mentira provisoria?
–Sí, hay dos elementos que se repiten en mis novelas: las casas y los objetos y los vínculos familiares; el espacio interior como posibilidad de representación simbólica. En La limpieza es una mentira provisoria, la cocina se volvía metáfora de lo que le pasaba a la protagonista. En Siempre será después el espacio, además de metáfora, es la estrategia narrativa que permite desplegar las imposibilidades de Alvaro. La familia es un objeto literario fantástico, ¿no? Uno piensa en las relaciones entre hermanos, entre nietos y abuelos, entre las hijas con las madres adultas. Me parece un territorio único para poder trabajar ciertos elementos de la condición humana.
–La familia como campo minado.
–Sí, como si fuera un espacio privilegiado donde apenas uno pone la lupa estalla la condición humana. Pero no lo pienso antes de escribir las novelas. Me doy cuenta cuando ya estoy adentro de la casa de nuevo. Otra vez me metí ahí... (risas). No hay una voluntad premeditada, pero es evidente que es mi material narrativo. Después de cuatro novelas donde esto pasa, tengo que empezar a ver algunas constantes y pasiones. Yo soy muy curiosa, me da mucha curiosidad el ser humano mal llamado “común y corriente”. Lo que más me interesa no es la excepcionalidad, lo singular, lo específico, sino esa complejidad que tiene la gente mal llamada “común y corriente”. Si uno ve a Alvaro en la esquina de su casa o en el supermercado, es un muchacho más. No hay nada que él demuestre, que él exprese, que carga con lo que carga. No siempre hay señales de las tragedias que vivimos. Lo que impacta es esa apariencia de “normalidad”. No me gusta la palabra normalidad. Lo que impacta es esa apariencia de lo común y cuántas cosas carga cada individuo sin que tenga necesariamente comportamientos extraordinarios. Rechazo ese culto que tenemos en nuestras sociedades a magnificar lo excepcional. Siempre hay un ranking: “Lo más raro de”, “la tragedia más grande de los últimos años”, “el terremoto más grande de la última década”. El que muere en un terremoto que no es el “más” también muere. Me parece que el arte en general puede ser un camino para conocer a esos otros seres humanos que no figuran en los rankings.
Ahora llueve a cántaros. El ímpetu de las gotas que golpean sobre el techo del bar de la librería Eterna Cadencia acapara las miradas. “Sé que es una novela dura, me lo han dicho los lectores uruguayos. En el cine nos pasamos viendo escenas muy violentas, ¿no? Tal vez el hecho de ponerle palabras a lo que le pasa a Alvaro genere esa sensación de angustia, de dureza. También me han dicho que tiene un ritmo que hace que no puedan dejar de leerla. Es una novela en la que trabajé particularmente el ritmo narrativo”, revela.
–Se percibe ese ritmo narrativo en las reiteraciones, como si pusiera la lente sobre una misma escena que se va amplificando gradualmente.
–Ahí hay dos cosas. Por un lado, quise reproducir la estructura de la violencia familiar, que es la reiteración permanente de lo mismo. Entonces, en vez de decir “esto pasó mucho”, preferí volver a narrarlo, porque así lo vive Alvaro como hijo: lo vuelve a vivir. Y el lector vuelve a vivir lo que Alvaro vive. Yo tenía que reproducir en la arquitectura de la novela la estructura de la violencia. Que nunca es un hecho excepcional; es algo gradual, que va sucediendo en una escalada, que empieza por los insultos, por la humillación, por el acoso. Por otro lado, cuando recuerda su niñez, lo violento es una sola escena. En su memoria hay prácticamente una sola escena de violencia. Para un niño es así. En los capítulos donde la novela está narrada en tercera persona, que es donde se da un poco la información de Alvaro cuando es niño, todo está desde el punto de vista de Alvaro. No hay una exploración de lo que le pasa a la pareja. El miedo de la madre, la sensación de parálisis de la madre, la vemos desde Alvaro, que casi le reclama que tome decisiones que no puede tomar. Que termine con lo que está pasando. Toda la novela está desde el punto de vista del hijo. Creo que también por eso resulta dura; pero al estar la lupa en la mirada del niño y del hijo después de la tragedia le da a la violencia familiar una proyección distinta: las consecuencias en quien sobrevive, en los otros de la familia que no son la pareja. El ritmo de la novela intenta traducir la desesperación, la obsesión, lo reiterativo. Me da mucha curiosidad saber cómo van a leer esta novela los lectores argentinos. Cuando uno escribe, no piensa en los lectores.
–¿Y en qué pensaba cuando escribía esta novela?
–Nada más que en Alvaro, que apareció hace muchos años en un borrador de un cuento que escribí y que quedó inconcluso. Y ya entonces era empleado de una inmobiliaria. Sólo pensaba en Alvaro. Como lo muestro con todos los detalles, hay un trabajo muy artesanal; está mirado con lupa, producto de una larga convivencia. Durante el proceso de la escritura, lo otro fundamental fue el lenguaje: qué palabra, qué ritmo. Yo soy muy lenta para escribir, no soy para nada compulsiva. Es distinto a como hablo (risas). Escribo con mucha lentitud, soy más pausada.
–La violencia ocurre dentro de la casa, pero el crimen es en un espacio público. ¿Por qué en una plaza y no en la casa?
–Es difícil responder esta pregunta. Yo no lo tengo claro. Tal vez necesité que fuera en la plaza por los silencios de esos otros que ven de lejos y no pueden hacer nada. Lo único que sucede fuera de la casa es el asesinato, las muertes. Los críticos literarios tendrán que interpretar por qué.
–Hay un refrán que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”. ¿Tal vez sacó el crimen fuera de la casa para refutar esta cuestión del no ver?
–Al escribir esta novela, puse la lupa sobre la violencia; el asesinato en la plaza la convierte en algo más visible, es cierto. Escribir es muy visceral, y aunque uno toma decisiones racionales, hay un conjunto de elementos en el proceso creativo que se escapan, que no controlás. Y uno empieza a reflexionar a partir de que los demás te hacen preguntas como ésta. Por eso, después de la publicación, sigo sumergida en la novela porque tengo que responder y explicitar cosas que yo misma no sé.
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