LITERATURA › ENTREVISTA A ALICIA DUJOVNE ORTIZ
“En el desparramo, necesito agarrarme de los libros”
La escritora explica el sentido de Las perlas rojas, novela en la que recrea sus experiencias personales más íntimas.
Por Silvina Friera
Alicia tiene el rostro de una bailarina clásica: cara redonda, ojos chispeantes y un cabello negro azabache que brilla más que nunca, estirado por un rodete perfecto. “Por los kilos de más, me parezco a una bailarina de flamenco”, bromea Alicia Dujovne Ortiz, en el departamento de la calle Oro que acaba de heredar de su tío Néstor Ortiz Oderigo, en el mismo lugar en donde festejaba la Nochebuena cuando era una niña. Ella, que espiaba por la ventana a los vecinos que tenían un árbol con bolas brillantes y algodón, le preguntó a su madre, la escritora feminista Alicia Ortiz, por qué ellos no tenían árbol de Navidad. “Porque eso es cosa de pequeñoburgués”, le respondió. Mitad judía, mitad cristiana, con alma de zíngara, hija de militantes comunistas desencantados por el stalinismo, la escritora acaba de publicar Las perlas rojas (Alfaguara), novela en la que recrea sus experiencias personales más íntimas: el viaje a Europa a los once; el extrañamiento de esa adolescente que acompaña a su madre a Bolivia para participar del movimiento revolucionario que se inició en aquel país en 1953; el primer amor y la decepción, otra vez el destino europeo, nuevos amores –el más resonante, un importante poeta surrealista argentino, fácil de identificar–, el nacimiento de su hija, su trabajo en el diario La Opinión, el exilio en Francia y muchas mudanzas. En fin, las idas y vueltas de la vida de una mujer que se inventó a sí misma.
“No elegí contar esas historias sino que ellas quisieron ser contadas, por eso no es autobiografía sino autoficción. El solo hecho de elegir ciertas historias y no otras ya convierten al texto en ficción”, aclara Dujovne Ortiz en la entrevista con Página/12. “En este libro tuve más que nunca la impresión de ser contada, de que yo sólo tenía que apretar las teclas –explica la escritora, que ya había puesto en práctica el recurso de la autoficción en El árbol de la gitana–. Surgió con mucha facilidad porque es un postre que me ofrezco a mí misma después de haber trabajado arduamente con biografías de otras personas. A ésta la conocía bien, no tenía que investigar ni necesité hacer trabajo de archivo.”
–¿El apego por los objetos es una manera de aferrarse a algo en medio de mudanzas y el exilio?
–Absolutamente, uno puede pensar o creer que no está apegado a los objetos cuando no se ha ido de su casa o no ha perdido nada. Pero cuando perdés muchos objetos, los tres chirimbolos que te quedan son sagrados. Tengo esos apegos y no estoy libre como aquellos que sostienen que para ellos basta con una valija. En realidad soy muy feliz con una valija y una mesa donde poner la máquina de escribir, pero necesito el olor de mis libros y agarrarme de ellos en medio del desparramo. El primer exilio es el de la escritura. Desde que me fui de la Argentina he tomado las riendas de mi vida de una manera muy voluntarista y planificadora. Soy un verdadero jinete tártaro (risas).
–En la novela aparece con fuerza la figura de su madre y su padre, ambos militantes comunistas. ¿Por qué elude deliberadamente el tema político?
–A los quince años yo quise afiliarme al Partido Comunista, pero mi padre, que había renunciado, fue considerado como un traidor; por eso él vivió totalmente aislado y solo. Como no me podía afiliar porque era hija de un traidor, me volqué a inventar una tierra paradisíaca en la que lo político no entraba. Y esto continuó cuando vinieron los movimientos utopistas de los años ’60 en los que yo no podía creer, había una imposibilidad. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que volví a lo que mamé en mi familia; el feminismo de mi madre, del que también había renegado. Y aunque me alejé de todo lo que tuviera un color político, tardíamente he vuelto al redil. Hoy el tema político me interesa apasionadamente.
–¿Por qué?
–La historia argentina ha hecho que me despertara más ese interés. Pero sigo siendo incapaz de adherir activamente a un proyecto social.
–¿A qué atribuye esa incapacidad de adherir a un proyecto? Su generación tuvo una participación intensa.
–Sí, pero esa gente que adhería se oponía en general a familias tradicionales, tenían algo de lo que liberarse. Yo había nacido con la libertad incorporada, no me tenía que liberar de nada porque la libertad la recibí como un regalo. Pero además, lo atribuyo a la decepción paterna. Mi padre había entregado su vida entera a la causa comunista más o menos con el ardor de los primeros cristianos. Mi padre vivió amargamente la comprobación de lo que era el stalinismo y estuvo dos años en la cárcel; observé en mi casa lo que era la vida de un revolucionario desencantando, y sin duda eso tiene que haber influido en mí. Pero no podría escribir desde un anticomunismo visceral porque a mí todavía me conmueve la bandera roja y la Internacional.
–¿Qué impacto tuvo en usted ese viaje a Bolivia con sólo 14 años?
–Era parte de mi educación. En el libro cuento cuando, a los diez años, estaba en cama por un resfrío y mi padre me trajo el Manifiesto Comunista para que lo leyera. Y lo leí. A lo mejor por todo eso durante tantos años de mi vida salí una especie de poeta pura envuelta en una burbuja. La burbuja se rompió y creo que fue una suerte. Fue demasiada intoxicación junta (risas). Yo escribía poesía revolucionaria con entrañas a los quince años; era la época en la que se usaba todo con vertical, mineral. Y después me convertí en lo que mi padre consideraba una poeta decadente, aunque no me lo decía (risas).