Sábado, 30 de marzo de 2013 | Hoy
LITERATURA › MI VIDA QUERIDA, OTRA JOYA DE LA ESCRITORA ALICE MUNRO
La narradora canadiense, minuciosa en su modo de captar la temperatura ambiente del paisaje de Ontario donde pasó su infancia, huye del sentimentalismo y la melancolía a través de una transparencia engañosa, que sabe hurgar en los estados de ánimo.
Por Silvina Friera
La vida es completamente impredecible. La hilvanadora de historias, una vez más, destila genialidad, una capacidad de asombro intacta para hurgar en los estados de ánimo, los malestares, las inquietudes. A ella, sin duda, le sienta bien el formato cuento. Desde la primera línea que lanza a las pupilas de los lectores, se ingresa en la órbita de la extraña y familiar seducción que despliegan los relatos de Alice Munro. Las vacilaciones que sirve en bandeja el mentado porvenir, las fugas reales o imaginadas, las deserciones, los “pecados de juventud”, apariciones o intrusiones que gestan problemas absurdos, la pobreza que se anhela vencer en un futuro cercano, la orfandad como mancha o sombra persistente, tristezas inusuales y lúgubres legados, todos los sentimientos de sus personajes, que a veces intentan no llamar la atención, son vasos de agua dispuestos en su justa medida. Como quien sabe hasta dónde llenarlos, hasta dónde contar y poner el punto final, la narradora canadiense, minuciosa en su modo de captar la temperatura ambiente del paisaje de Ontario donde pasó su infancia, huye del sentimentalismo, la melancolía, la nostalgia de los tiempos idos, a través de una transparencia engañosa. Leerla es como despertar temprano, cuando el cielo clarea, pero aún no ha salido el sol. Hace tiempo que la “Chéjov canadiense”, eterna candidata al Premio Nobel de Literatura, viene amagando con retirarse. Al menos desde 2009 cuando, luego de publicar La vista desde Castle Rock, anunció que ése sería su último libro. ¿Qué hace un escritor si no escribe? Como no pudo encontrar la respuesta, volvió al ruedo con Demasiada felicidad (2011) y afortunadamente reincidió con Mi vida querida (Lumen), diez cuentos más cuatro piezas excepcionales que forman “una unidad distinta, que es autobiográfica de sentimiento, aunque a veces no llegue a serlo del todo”. Finale es el título que agrupa los cuatro relatos que Munro define como “lo primero y lo último –lo más íntimo– de cuanto tengo que decir de mi propia vida”. ¿Una despedida? Quizá. Pero lo cierto es que estos textos están atravesados, con la distancia del caso, por la presencia avasallante de la madre. En “El ojo” confiesa que no le inspiraba miedo. “No era que mi madre me impusiera realmente lo que tenía que sentir. Era una autoridad sin necesidad de cuestionar nada”, escribe sobre esa maestra “seria” que daba clases en un colegio, que no había conseguido la posición a la que aspiraba ni los amigos que le hubiera gustado tener en el pueblo, que hablaba de un modo que incomodaba a sus propios parientes, y que empezaría a padecer tempranamente, a los cuarenta años, el mal del Parkinson. “Yo siempre descifraba lo que decía, aunque a menudo, a medida que se le entorpeció el habla, otra gente no podía –repasa la narradora canadiense–. Me convertí en su intérprete, y a veces me embargaba la pena cuando, al repetir sus frases intrincadas o lo que ella consideraba bromas, me daba cuenta de que las amables visitas que se paraban a hablar se morían por irse cuanto antes.” Los padres solían llamarla “respondona” a la pequeña Alice. “Mi madre decía que hería sus sentimientos y le iba con el cuento a mi padre, que estaría en el granero y tendría que interrumpir su trabajo para darme unos azotes con la correa. (No era un castigo raro en la época). Cuando terminaba, me iba a llorar a la cama y hacía planes de fuga –revela la escritora en una de las instancias más “confesionales”–. De todos modos esa etapa también pasó, y en la adolescencia me volví más dócil, incluso alegre, y me gané fama por contar anécdotas divertidas de cosas que oía en el pueblo o que pasaban en la escuela.”
Tal vez en esta “declaración” se pueda paladear, en parte, la fascinación que inoculan los cuentos de esta formidable narradora canadiense que nació en 1931, en la zona rural de Wingham (Ontario), criada en el seno de una familia presbiteriana de una ética muy estricta; lectores de la Biblia que nunca profesaron el fanatismo religioso. Munro es una intérprete de primera: ésa es la perspectiva que adopta sin colocarse jamás por encima de sus personajes. No hay afán de burla ni altanería. Si hay algo que rechaza –hasta se podría afirmar que va a contrapelo del énfasis y la jactancia de muchos de sus contemporáneos– es exhibirse como más inteligente y erudita. Que sabe más. Ella, al contrario, está a la par de los titubeos y las tensiones morales que asestan un zarpazo imprevisto en criaturas que distan de cultivar grandes ambiciones. No hay acá, en sus relatos, el imperativo del “sueño americano”. Conviene no confundir influencias explicitadas en las pocas entrevistas que ha concedido –en las que reconoció que admira a narradoras norteamericanas como Eudora Welty, Flannery O’Connor, Katherine Ann Porter y Carson McCullers– con los personajes y el paisaje rural que ella explora. No es lo mismo una granja de Ontario que un pueblo sureño americano.
Digresiones al margen, “Llegar a Japón”, el primer cuento de Mi vida querida, es una obra maestra. Greta, esposa de un ingeniero, acepta una invitación para instalarse junto con su pequeña hija en una casa de Toronto. Durante ese viaje con saltos en el tiempo –el pasado revela una insatisfacción que parece quebrarse cuando emerge el deseo por otro, un columnista de prensa que conoce en una fiesta–, algo sucede: se cruza con un actor. Un atajo en su camino que, no obstante, le suministra la sensación de triunfo, “como un gladiador después de un combate en la arena”. Luego de esa gran victoria, Munro indaga en la sensación de culpa por la pérdida de su hija, los temores y las ideas que la asaltan acerca de todo lo que hubiera podido suceder, si no la encontraba. El final, “a la espera de lo que tuviera que pasar a continuación”, es literalmente perfecto. Después sigue “Amundsen”. Entonces, cabe preguntarse, cómo hace para superarse a sí misma con otro relato que sería algo así como una obra maestra elevada al cuadrado –“es como estar en una novela rusa”, se podría repetir junto con la niña Mary–, probablemente el mejor y el más desgarrador de este volumen, narrado en primera persona por una maestra que llega al “Sanatorio”, para darle clases a niños enfermos de tuberculosis. “Ha hablado en plural –dice esa maestra en el momento que siente que no se casará con el doctor Alister–. Por un instante me aferro a ese ‘noso-tros’ implícito, hasta que me doy cuenta de que es la última vez. La última vez que hablará de mí y de él en plural.” Habrá un reencuentro casual, muchos años después, en Toronto, con los rostros de la pareja que no fueron maltratados por el tiempo; y una revelación escéptica que va más allá de la frase escrita. En el aire queda levitando algo que nunca se dice.
Cuántos hallazgos depara leer a Munro. En “Irse de Maverley” están en el plano del lenguaje y la muerte, en cómo se nombra. “Isabel ya no estaba. Había desaparecido definitivamente, como si nunca hubiera existido –se lee hacia el final del relato–. También Ray obedeció las costumbres, firmó donde dijeron que firmara, para disponer de los restos. Eso le dijeron. Qué excelente palabra: ‘restos’. Como algo que se seca y forma capas mohosas en un armario.” En “Grava” hay una muerte, una pérdida, una tragedia que –a pesar de que se termina aceptando y diluyendo según pasan los años– deja pendiente una explicación que nunca llegará. Algo debe permanecer en una zona inasible. La narradora canadiense sabe que el peor enemigo de un cuento es la explicación. Al inicio de “Dolly”, por ejemplo, un matrimonio decide “irse cuando la cosa todavía va bien”. Pero elegir morir juntos no es tan fácil como parece. Ella, la narradora de setenta y un años, cree que deben escribir una nota para aclarar que se trata de una “decisión lúcida, casi alegre”. Pero Franklin, de ochenta y tres años, plantea que “cualquier explicación se le antojaba un lloriqueo”.
¿Será éste el año en que los académicos de Estocolmo le otorguen por fin el merecidísimo Premio Nobel de Literatura? Quién sabe... A Welty, una de sus narradoras preferidas, los suecos jamás se dignaron darle el premio porque la consideraban demasiado “sureña” y “regional”. No viene mal recordar que hace unos años un crítico trasnochado acusó a Munro de “localista”. La autora de doce colecciones de cuentos –ganadora del premio Man Booker International 2009 por “su escritura prácticamente perfecta, y la profundidad, sabiduría y precisión que aporta a cada una de sus historias”– respondió con esa agilidad que la caracteriza: “Si se me juzga localista como Eudora Welty, entonces no me importa lo más mínimo, lo tomo como un elogio”.
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