Vie 26.04.2013
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LITERATURA › J. M. COETZEE DIO UNA CONFERENCIA MAGISTRAL EN LA PRIMERA JORNADA DE LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO

La censura según un Premio Nobel

El escritor sudafricano abordó el espinoso tema de la censura, ante unas 400 personas. Lejos de los lugares comunes sobre la cuestión, Coetzee contó que fue tratado con “indulgencia” por sus censores porque sólo un mínimo sector de la población lo leería.

› Por Silvina Friera

El escritor J. M. Coetzee dio una conferencia magistral de principio a fin. Para ir directo al grano: la rompió. Qué lujo y placer arrancar esta 39ª edición de la feria con un tópico tan espinoso como la censura, que en manos de otro autor podría haber devenido un aquelarre de sentido común enlatado para la ocasión. Sin nada nuevo bajo el sol. El Premio Nobel de Literatura defiende a ultranza su convicción de que el lugar del escritor no es la mera exhibición, como se exige en estos tiempos, en festivales y encuentros que pululan a lo largo y ancho del mundo. Quizá su reticencia a ser entrevistado, a las apariciones públicas, obedezca a la ecológica determinación de aceptar una invitación cuando tiene “algo que decir”. Cuando puede sembrar una reflexión y demoler ciertos estereotipos. “La verdad es que no existe el progreso cuando se trata de la censura: llevamos el impulso censor en lo más profundo de nosotros. Cuando se nos niega un objeto de deseo, encontramos otro. Cuanto más cambian las cosas, más iguales permanecen”, aseguró el narrador sudafricano al final de su presentación en la sala Victoria Ocampo.

Rebobinemos para comprender las razones del impacto. Los escritores sudafricanos convivieron con la censura hasta 1990, cuando se empezó a desmantelar la legislación creada por el gobierno del apartheid. El Premio Nobel de Literatura recordó que para que un libro se pusiera a la venta “debía contar con la aprobación de un comité anónimo de censores”. ¿Cómo operó el sistema de censura en el caso de Coetzee? En medio de ninguna parte, Esperando a los bárbaros y Vida y época de Michael K, tres de sus libros publicados en las décadas del ’70 y ’80, fueron derivados a los comités de censores. Ninguno fue prohibido. ¿Fin de la historia? Sí, excepto por una nota al pie. En 1994, el poder político pasó a manos de un gobierno elegido por el pueblo. Los archivos de los años del apartheid se fueron abriendo. Un día le llega a Coetzee un correo electrónico de Hermann Wittenberg, un investigador sudafricano que le pregunta si le interesaría ver los informes que los censores escribieron sobre sus libros.

“Si bien se describen relaciones sexuales por sobre la barrera del color, y aunque hay vestigios de versetsliteratuur –escritura de resistencia–, la novela está tan extraordinariamente escrita que en ningún momento se exagera la atención sobre el acto sexual, sino que se lo describe desde un punto de vista funcional”, plantea Fensham en el informe sobre En medio de ninguna parte. “El libro está escrito en un estilo muy intelectual, de manera que será leído y disfrutado sólo por intelectuales. Un libro de este tipo no puede ser descripto como indeseable”, concluye el censor. También fue aprobado Esperando los bárbaros por R. J. Lighton. El libro, en opinión del censor, es “lúgubre, sin ningún detalle que lo aliviane”; los incidentes sexuales no “inducen a la lujuria”. “Si bien tiene un mérito literario considerable, carece de atractivo popular. Probablemente su público se limite en gran medida a la intelectualidad y la minoría entendida. No existe una razón convincente para declarar este libro indeseable.” La censora de Vida y época de Michael K, la señora E. M. Scholtz, dictaminó y aprobó en la misma línea, postulando que “los probables lectores de esta publicación serán sofisticados y entendidos, con interés por la literatura”.

Coetzee conocía a la mayoría de sus censores. Lighton, por ejemplo, había sido profesor de la Universidad del Cabo, especialista en teoría educativa. “Los censores a quienes se les encargaba leer mis libros me declararon inocente del intento de socavar la moral y/o subvertir la seguridad del Estado aduciendo que yo era un ciudadano confiable de la república de las letras”, subrayó el escritor sudafricano acentuando la ironía de esa pertenencia. “El censor típico, en Sudáfrica o en cualquier otra parte, no tiene por qué ser el pequeño burócrata anodino. Por el contrario, pueden ser personas inteligentes con un trabajo en la vida real, que en sus ratos libres se dedican a censurar porque eso les aporta un beneficioso ingreso suplementario; que creen en la censura porque tienen inclinaciones conservadoras y no quieren que el orden sociopolítico en vigencia sea derrocado.” Muchas cabezas asintieron; difícil comprobar si fueron las 400 personas que lo escuchaban. “Mis censores probablemente se hayan considerado buenas personas trabajando en momentos históricos difíciles, sin reconocimiento ni agradecimiento; protegiendo por un lado un orden social frágil y extendiendo, por el otro, un ala rectora y protectora sobre el artista.”

Coetzee fue tratado con “indulgencia” por sus censores porque sólo un mínimo sector de la población lo leería. “Este enfoque lleva implícita una visión de cómo influyen los libros en el devenir de los asuntos humanos que a mí me parece muy errónea –admitió–. Los libros que cambian la historia no necesariamente son comprados apenas aparecen y devorados por las masas, que caen de inmediato bajo su influjo y son incitadas a la acción. Los procesos de la historia son mucho más indirectos y llevan mucho más tiempo. Pero eso es tema para otra charla.”

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