LITERATURA › JULIAN LOPEZ Y LAS HISTORIAS DETRAS DE UNA MUCHACHA MUY BELLA
Hay algo de autobiográfico en el primer libro de López, pero su propia pérdida fue el punto de partida de una novela que conmueve: “Mi desafío era cómo escribir políticamente sobre los ’70, contar una historia que se pueda leer a través de un sistema de velos”.
› Por Silvina Friera
Una luz como nunca creyó que había visto: blanca, brillante y nubosa. Veloz como un leopardo, el chico de siete años ya se soltó de la mano de su vecina Elvira –que lo fue a buscar a la escuela–, cuando vio a un policía parado en la vereda. Ya corrió desaforado, subió por la escalera, recogió un libro rasgado y se enfrentó a la puerta abierta del departamento. El horror es una partícula radiactiva. Los ojos le dolieron de tanto resplandor que entraba por la persiana levantada hasta el cielo, como jamás ni él ni su madre la levantaban. El lector ya sabe. Aprieta esa página con la mirada. Todo estaba en otro sitio, todo estaba revuelto. La casa estaba rota. “No voy a volver a leer, nunca, pensé mientras Elvira me abrazaba desde atrás”, dice el devastado hijo de Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia), primera novela de Julián López, “un libro inolvidable”, como lo define María Moreno en la solapa. Un texto espléndido en su desgarrada tristeza y desesperación por esa intimidad extrema entre la muchacha militante y su hijo, que será inexorablemente arrasada. Una ficción que flirtea con lo autobiográfico para darle una respiración diferente a esa brutal maquinaria de orfandad impuesta por el terrorismo de Estado. Un narrador que reconstruye amorosamente, con una vibración inaudita, los momentos de esa infancia “siempre en las polleras de su madre”, con postales de Holanda en época de tulipanes, tarteletas de frutillas y golosinas entrañables –Jack, Holanda y Topolinos–, paseos por el Jardín Botánico, Titanes en el Ring y una Navidad jugando al Dígalo con mímica.
¿Quién fue esa muchacha bella? El narrador –ahora adulto– arroja la pregunta y deja a los lectores vacilando. “Un día me harté de escuchar eslóganes como ‘nosotros tenemos los mejores muertos’, un día me harté de construir mi propia desaparición”, confiesa hacia el final de la novela. “Me había acostumbrado a pensar que la muchacha bella había sido débil, que había sido fuerte, pero débil para quién, fuerte para quién, ¿quién pensaba esas cosas por mí, cómo se fueron construyendo esos pensamientos?” López, poeta, actor, periodista, autor de los poemas Bienamado y codirector del ciclo de lecturas Carne Argentina, no es un H.I.J.O con puntitos en el medio. Su madre murió en la década del 70. No era militante, no la secuestraron ni la torturaron, pero esa “muerte civil” marcó su vida. “En el principio de la novela, está el recuerdo de un amor muy tórrido. Pero además es el recuerdo generacional, la belleza como un valor también libertario”, cuenta el autor en la entrevista con Página/12. “De hecho, me acuerdo de una canción de (Daniel) Viglietti, ‘La muchacha’, la muchacha de mirada clara... que para mí fue una canción muy importante en mis años mozos porque hablaba de algo que me generaba muchas preguntas: ¿Qué es la militancia? ¿Hasta dónde es la militancia? Estoy hablando básicamente de la opción por las armas y cómo me podía posicionar frente a eso. Y es un tema que nunca termino de saldar. A veces me veo ahí...”
–¿En la opción por las armas?
–...Está mal decir esto porque es una idealización de algo que no viví más que como la generación menor. Hay algo de esa belleza ideal que para mí pervive, con la que no acuerdo plenamente desde lo ideológico. En algún sentido, cualquier libertario o libertaria abraza una forma de la belleza.
–En la novela aparece deliberadamente difuminada la identidad militante de esa muchacha muy bella. Sólo cuando se menciona la “Unidad Viejo Bueno” algunos lectores podrán inscribirla en el ERP, en Monte Chingolo. ¿Fue parte de su estrategia narrativa?
–Sí. Mi desafío era cómo escribir políticamente sobre la década del ’70, cómo contar una historia que se pueda leer a través de un sistema de velos. Por eso me interesaba mucho no decir Monte Chingolo y decir “Unidad Viejo Bueno”, y que a la vez ningún lector se quedara afuera, que pudiera construir igual. La novela está plagada de esos símbolos velados; esos signos de época que no te demandan, creo yo, haber vivido eso. El narrador da cuenta todo el tiempo de un nivel de sucesos que arrasan con su madre, que se lo cargan a él también. Monte Chingolo es como una célula en la que se despliega lo por venir, lo anterior; está toda la contradicción y toda la lucha. Es un mojón importantísimo.
–La madre en un momento susurra un “no me animé”. ¿A qué no se animó?
–Me interesaba poner a esta mujer en lugares alejados del ideal. La maternidad no es lo mejor que le puede pasar. Ese hijo se siente amado, pero a la vez sabe que es una molestia. Que es lo que le pasa a cualquier mujer: de repente es madre y eso la pone en otro lugar del mundo que no es más su soltería libertaria. Quería ponerla fuera de toda idea de valentía. A pesar de que es lo menos verosímil en la novela –según los testimonios, la militancia empujaba a hacer todo, no se podía detener–, esta militante tiene miedo.
–¿Buscó escribir una novela mucho más amplia sobre la orfandad, en el marco de la dictadura?
–Sí, es una novela sobre la orfandad, pero incluso sobre la orfandad que te propone el Estado. Es una novela sobre la orfandad, sobre la ausencia de ley.
–El padre es el gran desaparecido de la novela, nada se sabe de él. Y el narrador es “el hombrecito de la casa”...
–Incluso diría que el narrador está en el lugar del padre. Todo el tiempo está vigilando, mirando, cuidando a la madre. La sabe una mujer frágil y fuerte a la vez. El está puesto en el lugar del cuidador.
“Vivía enfurecido, saturado de ser un hijo perfecto, de participar del murmullo de lo que ni siquiera necesita ser dicho: todo se dirime entre quebrados y leales”, plantea el narrador. “Nunca supe de nada más católico que eso, nunca supe de nada más macho y vaticano. No hay ningún hombre nuevo volviendo de entre los muertos. Ni entonces ni hace dos mil años. Hay una muchacha bella perdida para siempre en el espanto y un quebrado que se ahoga y no puede distinguir cuál es su recuerdo.” López subraya que esta novela no podría haber sido escrita sin la política de derechos humanos que empezó Raúl Alfonsín con el Juicio a las Juntas y sin la derogación de las “Leyes del Perdón” –obediencia debida y punto final– que hace diez años permitió reabrir los juicios y condenar a los responsables de delitos de lesa humanidad. “El reclamo del narrador es al discurso de la memoria y a cómo se fue construyendo la historia”, aclara.
–Algo de ese reclamo parece esquivo en la novela. ¿Hacia dónde va dirigido?
–Es un hombre arrasado por la violencia del Estado, por la reparación del Estado, por todo. Uno vive bajo el amparo vital y letal del Estado. El protagonista necesita saber si hay una vida propia. Es un reproche hacia el discurso de la memoria, en el sentido de que no quiere vivir bajo ese discurso y necesita saber si hay una vida propia.
–La idea que persigue el narrador es tener un legado propio. Pero ni siquiera el rito del té, que él cree que construyó, es propio. ¿Una muchacha muy bella cuestiona la posibilidad de construir un legado?
–Cuestiona el legado como ley única y absoluta. El protagonista sigue amando tanto a esa muchacha bella que no puede amar. El quedó invalidado para construir algo propio. Se rebela a la imposición de un legado que no puede ser revisado. Pero él sigue amando a su madre. Todo el tiempo dice: “Mi madre era una muchacha muy bella”, como un mantra, una endecha. El está abrazado a esa muchacha bella y ése es el legado.
–Sin embargo, pensándolo mejor, el legado está puesto en la lectura. La madre lee, el hijo también, aunque al principio plantea que no va a volver a leer más.
–Para mí ésta es una clave de lectura que no suele aparecer y que a mí me interesa muchísimo. Yo quería que mi novela también hablara de la relación con los libros y qué es la lectura, como un signo clasista y un signo múltiple. Al principio él odia los libros porque los libros se “llevan” a su madre y hay algo que no comprende de ese amor. Me interesa esa clave de lectura que muestra la complejidad de lo que es pertenecer a la clase media.
–Pero el legado de la lectura está en conexión con la memoria en la novela y esa conexión hace que sea mucho más tensa la idea de que leer y escribir es tachar sobre lo escrito. Y que se olvida muy rápidamente lo que se lee. Es una novela que critica las construcciones de la memoria pero que necesita de la memoria como el aire que se respira, ¿no?
–Claro. Algo que no puede ser interpelado está cerrado. Es como una estampita. Incluso los discursos necesitan respirar y estar en contacto con la realidad. La construcción de la memoria histórica de los años recientes es un discurso que necesita vitalidad. Para mí la lectura de Pilar Calveiro –Poder y desaparición– fue absolutamente reveladora, lo mismo que la lectura de Adelaida Gigli –Paralelas y solitarias–, textos a los que llegué por María Moreno. Lo de Gigli es una defensa de su tragedia en términos propios: “Yo no soy la madre de todos los hijos de desaparecidos. Yo soy la madre de mis hijos, lo mío no es social, es privado, íntimo”. Todo es Hamlet, salir de Elsinor. No sé si hay algo que cuestione más seriamente la cultura que Hamlet: ser o no ser. El podría quedarse a vivir dentro del discurso de la memoria confortablemente, pero mira por la ventana y pasan dos nenas de catorce años tirando de un carro. No hay manera de quedarse a vivir en el discurso de la memoria.
–Elvira, la vecina solidaria, ocupa un lugar en la sociedad civil un poco más amable, en términos de que ella representaría pequeñas microrresistencias, ¿no?
–Totalmente. Elvira me ayudaba a contar la resistencia y la solidaridad en medio de la soledad de esta mujer. Que es lo más inverosímil o inventado de la novela, porque una militante no está sola. Yo acuerdo con el reproche y el reclamo que se le hace a la clase media. Pero también me parece que la clase media ilustrada suele reclamar como si fuera parte de otra clase. ¿Qué se podía hacer? Si te mataban, te torturaban y te desaparecían... Por supuesto que el terror es una construcción colectiva, pero fueron los militares al servicio de un poder económico. Me estufa un poco tanto reproche hacia la clase media. ¿De qué clase son los que cuestionan a la clase media? Son de clase media ilustrada; me parece un juego doble medio sadomasoporno. Las comunidades construyen sus discursos y sus disputas entre todos. Pero a la gente la masacraban. ¿Qué le estás demandando? ¿Que todos sean como el chinito de Tiananmen, “el rebelde desconocido”? No es posible.
–¿Por qué la orfandad no suele ser un tema tan trabajado literariamente?
–Me parece que es una idea muy difícil para la cultura. La orfandad parece imperdonable. Cuando murió mi vieja, yo tenía diez años. Recuerdo que cuando veía las propagandas por el Día de la Madre no tenía manera de pararme ante eso. La perversión más absoluta es un Estado que desaparece gente. Las muertes civiles son el horror; para mí y para mi familia fue tremendo lo que sucedió. Imaginate que eso te lo haga el Estado. Mi vieja no fue secuestrada, pero su muerte definió mi vida. La construcción de la memoria es fundamental, sobre todo cuando pensás en las Madres y en cómo se jugaron el pellejo. El Proceso fue una máquina de dejar gente huérfana, de quebrar una trasmisión generacional. ¿Cómo destruir una construcción colectiva? Sacando una generación. Por eso la memoria vuelve a tejer ese entramado quebrado. Y por eso es un discurso que necesita vitalidad.
–¿Se pudo recuperar esa transmisión quebrada?
–Sí, creo que está recuperada. Es lo que dice Calveiro, que no lo voy a saber citar. La memoria no puede ser traer el pasado al presente. La memoria tiene que ser una resignificación para que el presente tenga sentido. No es añorar la revolución que no fue. Por otra parte, la memoria también implica aprender a lidiar con la derrota. Yo necesitaba que en el final de la novela este personaje arrasado por su memoria viera lo que pasa fuera de su departamento. Por eso rechaza la idea de acumulación y dice que “cada frase tacha lo anterior”. El está saturado por el significado, quiere empezar a ver qué es lo que pasa. Hay que interpelar los discursos y la heroicidad de las víctimas. No se puede vivir abrazado a las víctimas per se.
–¿Cómo vive esta etapa de reapertura de los juicios iniciada en 2003?
–Vivo este momento con enorme felicidad. Tiene que haber justicia para que haya reparación. Es la única manera en que un Estado puede plantarse ante sí mismo, es una obligación indelegable. Pero la justicia y la condena son una parte. El discurso de la memoria tiene que ir mucho más allá. La justicia es un ideal pero para nada un fin. Hay un peligro en que solemos caer siempre: la teoría de los dos demonios. Incluso quienes están en contra claramente de la teoría de los demonios incurren en la idea de bandos. Y no hay bandos. El terrorismo de Estado es el terrorismo de Estado. La teoría de los dos demonios es un fantasma que seduce a muchos sin darse cuenta. Definitivamente creo que es nuestro Elsinor.
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