Vie 27.09.2013
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LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR ESTADOUNIDENSE TOBIAS WOLFF

“Uno va editando su propia experiencia”

En Vida de este chico, el narrador que se presentó ayer en el Filba escribió sus memorias. Maestro del cuento, Wolff reconoce la tensión entre ficción y realidad: “Uno se pasa la vida contando historias con respecto al pasado y aprende cómo moldear esa experiencia”.

› Por Silvina Friera

Los ojos de Tobias Wolff podrían alumbrar la noche más oscura y fatal cada vez que los relámpagos de su memoria vuelven a transitar por los paisajes de su infancia. La travesía junto a su madre por las carreteras y pueblos de Estados Unidos, durante la década del ’50, es una autobiografía de una orfebrería que deleita. ¿Cómo consigue templar las cuerdas del verbo en diálogos muchas veces epifánicos y ahondar en los sentimientos más incómodos, sin la mirada compasiva del adulto tentado de enmendar la plana de una vida que podría haber desembocado, de no haber aparecido el cable a tierra de la literatura, en el mundo del delito? “La inocencia de la que me reía comenzó a irritarme –confiesa Toby o Jack, como le gusta llamarse a sí mismo en homenaje a Jack London en Vida de este chico (Alfaguara)–. Era una clase de irritación peculiar. La vi años más tarde en hombres con los que serví en el ejército, y la sentí yo mismo cuando los civiles vietnamitas desarmados a los que trasladábamos en manadas nos replicaban. El poder sólo puede disfrutarse cuando es reconocido y temido. La ausencia de terror en quienes no tienen poder es exasperante para los que lo tienen.”

El escritor norteamericano, que se presentó ayer en la quinta edición del Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), uno de los más grandes cuentistas de su país, traza una nítida frontera entre la escritura biográfica y el tejido que componen sus ficciones, los cuentos de Aquí empieza nuestra historia (2009) o la novela Vieja escuela (2003). “A pesar de que se puede tomar elementos del pasado y de la experiencia, en la ficción estás conscientemente inventando y dándole forma a la narración. Y no importa si sos fiel a esa experiencia, porque en el terreno de la ficción se puede hacer cualquier cosa. Uno puede tener a un extraterrestre viviendo en el garaje, por ejemplo. En cambio, cuando uno escribe una memoria, tiene que comprometerse a decir cosas que pasaron y no decir cosas que sabe que no sucedieron –compara Wolff en la entrevista con Página/12–. Claro que hay mucho trabajo de las formas narrativas dentro de una memoria; a menudo es inconsciente en vez de deliberado. Uno se pasa toda la vida contando historias con respecto al pasado y aprende cómo moldear esa experiencia. Uno edita su propia experiencia, descarta muchos aspectos para enfatizar algo que cree que es significativo. La diferencia tiene que ver con la intención. Si uno sabe lo que está escribiendo, entonces no está escribiendo una memoria. La ficción es muchísimo más libre. Nadie va a culpar a un novelista por hacer que pasen las cosas, ¿no?”

–¿Por qué la mentira emerge como una característica fundamental de muchos de sus personajes?

–El niño que yo era siempre se estaba engañando. Eso lo podía hacer porque mi mamá se mudaba todo el tiempo; llegaba a un nuevo lugar y yo presentaba la imagen del niño que quería ser. La gente pronto descubría que no era así, que no era el atleta tan bueno que decía que era y cosas por el estilo. En realidad, debería estar ansioso o no satisfecho con la persona que era para crear un personaje a partir de mí mismo. Sin embargo, yo no creo que los escritores de ficción sean mentirosos. La escritura de ficción no es una forma elaborada de la mentira.

–En Vida de este chico aparecen todo el tiempo las armas. En un momento, Jack revela que necesitaba un rifle “por la forma en que lo completaba cuando lo sostenía”. ¿Cómo analiza esta obsesión por las armas, algo que se ha extendido desde los pueblos a toda la sociedad norteamericana?

–Es verdad. Cuando escribí el libro no era un tema candente como lo es hoy. Es una faceta de mi educación. Todas las personas con las que me crié, porque crecí en un entorno de clase trabajadora, todos los hombres que conocía, habían servido en alguna guerra. Todos eran cazadores, pescadores. Tenían las cañas de pescar arriba del armero y no hacían una distinción entre las dos cosas. Era natural tener armas, parte del equipo necesario de un hombre. También había muchísimas mujeres que cazaban. Mi madre era una cazadora. Era muy común que un chico creciera en contacto con las armas en el campo; en las ciudades no era así. Lo que ha cambiado es que ahora la gente de las ciudades tiene armas. Y ha sido un desastre. Cuando empecé a madurar, descubrí que es raro crecer en esta situación, que así no es en otras partes del mundo. Que es extraño... y eso me afecta.

–¿En qué sentido lo afecta?

–Hasta el día de hoy tiemblo cuando recuerdo que estuve a punto de matar a mi mejor amigo cuando tenía 13 años...

Habría que verlo ahora mismo atrincherado, con los codos apoyados en sus rodillas y las manos aferradas a un fusil imaginario apuntando en el aire a blancos móviles, como si necesitara de cierta teatralidad en los gestos para transmitir la tensión insoportable de esa escena. “Estábamos cazando patos y disparando; entonces voló un pato y yo lo seguí, lo seguí, lo seguí con el rifle. Y no me di cuenta de que tenía a mi amigo justo enfrente cuando intenté gatillar. Si hubiera disparado, lo habría matado. Ese tipo de cosas pasaban y pasan –dice Wolff con un tono atizado por la emoción–. En los últimos treinta años, el uso de las armas ha crecido. Realmente no sé qué vamos a hacer con respecto a este tema. El problema no es solamente las armas. Lo que se ve es cómo un gobierno puede pertenecer a una industria; las empresas de armas les han dado muchísimo dinero a los políticos y es difícil que haya cambios en lo inmediato. Cuando se quiere discutir sobre la tenencia de armas, ellos sostienen que es un derecho constitucional de los ciudadanos estadounidenses. No sé cómo se va resolver...”

–La escritura, el hecho de ser escritor, ¿le permitió cuestionar algunos aspectos de su propia infancia, como el de las armas, que quizá sin la literatura no hubiera cuestionado?

–Es difícil afirmarlo, es como preguntar qué va primero: si el huevo o la gallina. Pero sí puedo decir que cuanto más uno escribe, más ve.

–La narrativa norteamericana ostenta cierta fluidez para crear diálogos, una habilidad que quizás en otras literaturas no se encuentra tan fácilmente. ¿Qué piensa usted?

–No lo sé... Los grandes artistas del diálogo están vinculados con el teatro: Harold Pinter, Samuel Beckett; y los estadounidenses han aprendido mucho de ellos. David Mamet tiene unos diálogos brillantes. Uno de los aspectos que los escritores han aprendido de estos dramaturgos es cuánto del personaje y de la historia se puede crear a partir del diálogo que está en la superficie. Uno siente la presión en Pinter, esa amenaza, esa agresión. No está diciendo cosas agresivas ni amenazantes, pero está implícito. Realmente es brillante la forma en que lo hace y creo que muchísimos escritores de ficción lo han tomado como ejemplo.

–Vida de este chico tiene muy buenos diálogos entre Jack y su madre, por ejemplo. ¿Usted también aprendió con Pinter o hubo otros autores que tuvieron mayor importancia?

–Me pone muy contento que lo diga, porque trato de oír mucho. Cuando era joven, los adultos se repetían continuamente y eso aún hoy es verdad. Cuando despotrico en casa, puedo apreciar cómo mis hijos se miran los unos a los otros. Ellos podrían escribir un diálogo con eso, desafortunadamente, como si dijeran: “Otra vez...” (risas). Muchas veces eso viene a mi memoria, ese tipo de diálogo. Sin embargo, creo que tuve mayor influencia de los escritores de ficción, porque no conocía a Pinter, ni a Beckett, ni a Mamet –que tiene mi edad– cuando empecé a escribir. A mí me gustan los diálogos de Hemingway, son muy buenos. Los diálogos de Flannery O’Connor me parecen muy verdaderos. No es que uno está haciendo una transcripción de lo que está diciendo la gente, sino que encuentra cierta esencia en lo que dicen. Philip Roth es un genio; su oído es sorprendente.

–En uno de los epígrafes de Vida de este chico cita a Oscar Wilde: “El primer deber en la vida es adoptar una pose. ¿Cuál es el segundo? No lo ha descubierto nadie todavía”. ¿Cómo se relaciona pose y escritura?

–Por supuesto que uno está trabajando con una pose, con una actitud, cuando escribe. Y luego, si todo marcha bien, uno desaparece en esa pose. Podríamos decir que el bailarín desaparece en la danza, aunque no sea consciente de esa separación al principio. Pero luego te conviertes en esa cosa que estás creando.

–¿Por qué Estados Unidos tiene tan buenos cuentistas?

–No lo sé; ha sido una gran tradición en nuestro país desde principio del siglo XX. Había una recompensa económica para aquellos que eran buenos cuentistas y muchas revistas necesitaban publicar cuentos. Eso ayudó muchísimo a crear esta tradición. A medida que fueron desapareciendo estas revistas, quedaron pocas que publican ficción. Pero la tradición es tan profunda y tenemos semejante corpus de obras extraordinarias que atrae a los escritores ambiciosos, no por una cuestión de dinero, sino por la forma artística. El cuento es una forma desafiante que crea el sentido de un mundo en un espacio muy pequeño. Si se hace bien, es una forma poderosísima. Mientras que la novela tiene que generar un efecto a lo largo de un gran arco narrativo. Un buen relato se convierte en algo que forma parte de la propia memoria. Me encantan las novelas tanto como los cuentos; pero las novelas no se convierten en parte de mi memoria.

–¿Cuál fue el primer cuento que se incorporó a su memoria?

–La primera historia que nunca me pude olvidar es de Jack London, “To Build a Fire” (“Encender una hoguera”). Sucede en Alaska, en un día muy frío, durante la fiebre del oro. El personaje está caminando para llegar a la mina de uno de sus hijos y él no conoce esa zona. Le habían avisado que no tenía que salir con un día tan frío. Pero se puso mucha ropa y con su perro empieza a tomar un sendero sin darse cuenta de que es un arroyo congelado. El hielo se quiebra y se hunde en el agua congelada. Aunque lograr salir, está tan empapado que tiene que conseguir hacer fuego para salvar su vida. Entonces junta las ramitas secas; no tiene mucho tiempo porque ya está temblando. Y lo que le pasa es que los fósforos no se prenden. Al final lo logra, intenta calentarse las manos con el fuego que crece y crece; pero como el fuego lo hizo debajo de un árbol que estaba lleno de nieve, la nieve cae sobre el fuego y lo apaga. Ese hombre está sentenciado. Leí este cuento cuando era un chico y fíjese que es el día de hoy que recuerdo cada uno de los movimientos del personaje. Y el perro que se va para salvarse.

–Al leer sus cuentos quizá se podría pensar que hay una fagocitación o parricidio de Chejov, ¿no?

–Me encanta Chejov, aprendí muchísimo de él. Quizá las cosas más importantes que he aprendido de Chejov no las puedo poner en palabras. Cuando somos muy conscientes de que aprendimos algo, corremos el riego de imitarlo y que no pertenezca. Yo edité una antología de cuentos de Chejov en Estados Unidos. Es un gran escritor, uno de los más grandes.

–¿Leyó a Borges?

–Sí. Esta mañana (por el miércoles) conduje una clínica sobre cuento y leí una historia mía que creo que le debe algo a Borges: “Una bala en el cerebro”, de Aquí empieza nuestra historia. No era consciente de que lo estaba imitando; pero años después de haber escrito el cuento estaba releyendo algunos de los textos de Borges y tiene uno que quizá me inspiró sin que me hubiera dado cuenta. Muchísimos nos hemos enamorado de Borges cuando Ficciones se publicó en Estados Unidos. Y hasta lo vi una vez en Inglaterra, en la Universidad de Oxford, en una conferencia que dio. Yo era un estudiante y estaba llena la sala, había gente afuera. Borges era una especie de estrella de rock.

–¿Recuerda algo de lo que dijo Borges en esa conferencia?

–Nada de nada. Fue hace más de cuarenta años. Pero si tuviera que escribir una novela, seguramente sabría qué es lo que diría Borges (risas).

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