Viernes, 11 de octubre de 2013 | Hoy
LITERATURA › ALICE MUNRO FUE LA ELEGIDA POR LA ACADEMIA SUECA
A los 82 años, la autora de Mi vida querida, La vista desde Castle Rock y Demasiada felicidad es considerada una virtuosa del cuento contemporáneo. “Expresa más en 30 páginas que un novelista en 300”, ponderó el portavoz de la Academia.
Por Silvina Friera
La maestra del cuento contemporáneo duerme en su casa de Clinton, pequeño pueblo de Ontario. Quizá ya no le cueste tanto conciliar el sueño, como narró en “Noche”, uno de sus relatos más autobiográficos de Mi vida querida (Lumen). En Estocolmo, en cambio, es mediodía. Peter Englund, el secretario permanente de la Academia Sueca, intenta comunicarse con la escritora. Como nadie atiende, le deja un mensaje en el contestador y se prepara para anunciar que la genial Alice Munro, “la Chéjov canadiense”, es Premio Nobel de Literatura. Los considerandos de la Academia señalan que se trata de “una virtuosa del cuento contemporáneo” y que “es capaz de expresar más en 30 páginas que un novelista contemporáneo”.
La noticia se expande por el mundo mientras una de sus hijas la llama: “Mamá, ¡ganaste!”. A las cuatro de la madrugada, esa bella mujer de 82 años es arrasada por la novedad. “Es la mitad de la noche aquí y me había olvidado de todo esto, por supuesto”, dice la ganadora en una escueta entrevista con la cadena CBC. La obtención de este codiciado y cotizado galardón –ocho millones de coronas suecas, alrededor de 1,3 millón de dólares– ha sido para ella un “castillo en el aire que podría suceder, pero probablemente no sucedería”. La primera escritora canadiense que logra un Nobel agrega que su marido Gerald Fremlin, que murió hace unos meses, hubiera sido “muy feliz”. “Me acabo de enterar hace cinco minutos. Es tan sorprendente, tan maravilloso... Ni siquiera sabía que estuviera en la lista de los finalistas hasta ayer (por el miércoles). Estoy aturdida. Yo sabía que estaba en la carrera, sí, pero nunca pensé que iba a ganar. Necesito que pasen unos días para ser consciente de lo que esto supone, de lo que este premio representa para mí.”
Munro es la decimotercera mujer que obtiene un Nobel, luego de la rumano-alemana Herta Müller, que lo ganó en 2009. “¿Puede ser posible? ¡Es increíble que solo seamos trece mujeres!”, exclama la cuentista canadiense que anhela que este premio sirva para que, a partir de ahora, “se hable más de los escritores canadienses en su conjunto”. Hace tiempo que viene amagando con retirarse. Al menos desde 2009 cuando, luego de publicar La vista desde Castle Rock, anunció que ése sería su último libro. ¿Qué hace un escritor si no escribe? Como no pudo encontrar la respuesta, volvió al ruedo con Demasiada felicidad (2011) y afortunadamente reincidió con Mi vida querida, lo último que publicó acá en marzo de este año, diez cuentos más cuatro piezas excepcionales que forman “una unidad distinta, que es autobiográfica de sentimiento, aunque a veces no llegue a serlo del todo”. “Finale” es el título que agrupa los cuatro relatos que Munro define como “lo primero y lo último –lo más íntimo– de cuanto tengo que decir de mi propia vida”. En junio insistió en una entrevista con el National Post que probablemente no volvería a escribir “nunca más”. ¿El Nobel modificará esta resolución? Munro subraya que no la hará reconsiderar la cuestión porque se está volviendo “más vieja”.
La hilvanadora de potentes ficciones, pionera del realismo canadiense, nació el 10 de julio de 1931, en la zona rural de Wingham (Ontario). La niña Alice Laidlaw –Munro es el apellido que conservó de su primer marido– se crió en la exaltación de la naturaleza y los espacios abiertos, pero también conoció las penurias de la Depresión y los prejuicios y temores de un pueblo que permanecía anclado en el XIX. Su padre, Robert Laidlaw, puso el pecho a la adversidad y trató de sacar adelante un criadero de zorros. Era un hombre humilde que amaba la literatura. Los Laidlaw eran grandes lectores de la Biblia, que escribieron diarios de viaje en los que han repasado la dura vida de los pioneros escoceses, para quienes el trabajo era un fin en sí mismo. Mostrar excesivo interés por el dinero o hacer evidente cualquier ostentación ajena a la vida común era considerado un pecado de vanidad. Tal vez haya sido la primera lección que recibió de esa estricta moral presbiteriana: la escritura sin vanidad; un legado que absorbió Alice, hasta que, muchos años después, les rendiría tributo en La vista desde Castle Rock, un homenaje a sus antepasados que viajaron desde el valle de Ettrick, al sur de Escocia, hasta Canadá. “Hacía algo más cercano a la autobiografía: explorar una vida, mi propia vida, pero no de un modo preciso o riguroso. Me situaba en el centro de ella y escribía sobre esa identidad, de forma tan escrutadora como me era posible”, confiesa la autora en el prólogo de ese libro. Esa niña rara y distinta, que soñaba que sería escritora, comenzaría a escribir en su adolescencia. Su madre, una maestra que luego padecería Parkinson, se empeñó en que su hija estudiase. Gracias a una beca pudo cursar periodismo y filología inglesa en la Universidad de Western (Ontario) por un breve tiempo; todavía era una estudiante cuando publicó su primer cuento, “Las dimensiones de una sombra”, en 1950. Entonces conoció a Michael Munro, se casó un año después, tuvo tres hijas y quedó encerrada por las obligaciones domésticas y el negocio de su marido, nada menos que una librería.
“Me educaron para creer que lo peor que podía hacer era llamar la atención sobre mí, o pensar que era inteligente o brillante. Mi madre fue una excepción, pero esa regla se aplicaba sobre todo a la gente de campo como nosotros –recuerda la escritora en una de las pocas entrevistas que concedió–. Ninguna de las chicas que conocí fueron a la universidad, y muy pocos de los chicos. Yo estuve sólo dos años, y gracias a una beca, aunque entonces conocí a mi primer marido. En ese momento comencé a escribir todo el tiempo –que era lo que había soñado desde niña–, porque éramos muy pobres, pero jamás nos faltaron los libros.” Munro cocinaba cuentos que vendía a revistas o a la radio pública canadiense y cosechaba una modesta reputación literaria como joven escritora. “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos” es el título de un reportaje que le hicieron en el diario The Vancouver Sun, en 1961. En esa entrevista explicaba cómo aprovechaba el tiempo de la siesta de sus niñas para escribir en el mismo cuarto donde planchaba. En Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro, Sheila, una de sus hijas, evoca cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en “el cuarto propio” de su madre, la escritora se apartaba del cuaderno, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de las compras.
La década del 60 fue “maravillosa” para Munro. “Habiendo nacido en 1931 yo era un poco vieja, pero no demasiado. Y después de un par de años, mujeres como yo estábamos usando minifaldas y caminando empavonadas”. Su primer libro de cuentos llegaría justo a fines de esa década liberadora, Dance of the Happy Shades (1968), que tuvo una buena recepción crítica en Canadá y aún permanece inédito en castellano; después fueron saliendo Lives of Girls and Women (1971), traducido al castellano como La vida de las mujeres, la única novela que publicó; Who Do You Think You Are? (1978), The Moons of Jupiter (1982), editado en español como Las lunas de Júpiter (2010); Runaway (2004), traducido como Escapada; The View from Castle Rock (2006), Too Much Happiness (2009) y Dear Life (2012), entre otros títulos; relatos en los que la narradora canadiense no necesita embellecer a sus personajes: “La vida de la gente es suficientemente interesante si consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable”. En 1972 se divorció de su primer marido y volvió a casarse en 1976 con el geógrafo Gerald Fremlin, con quien vivió hasta abril de este año, cuando Fremlin murió. El primer intento de arrojar la toalla y dejar de escribir no resultó. Aunque sinceramente creía, en 2009, que podía lograrlo. “El trabajo me estaba resultando demasiado duro y pensé que me había llegado la hora de llevar la vida de una señora normal. ¡Y lo hice! Por unos seis meses. Salí a almorzar con amigas, me dediqué a la jardinería, a la caridad. Fue horrible. Después me di cuenta de que ya no sirvo para una vida normal: he escrito tantos años que no sé hacer nada más.”
Desde la primera línea que lanza a las pupilas de los lectores, en cualquiera de sus libros, se ingresa en la órbita de la extraña y familiar seducción que despliegan sus textos. Las vacilaciones que sirve en bandeja el mentado porvenir, las fugas reales o imaginadas, las deserciones, los “pecados de juventud”, apariciones o intrusiones que gestan problemas absurdos, la pobreza que se anhela vencer en un futuro cercano, la orfandad como mancha o sombra persistente, tristezas inusuales y lúgubres legados, todos los sentimientos de sus personajes, que a veces intentan no llamar la atención, son vasos de agua dispuestos en su justa medida. Como quien sabe hasta dónde llenarlos, hasta dónde contar y poner el punto final, la narradora canadiense, minuciosa en su modo de captar la temperatura ambiente del paisaje de Ontario donde pasó su infancia, huye del sentimentalismo, la melancolía, la nostalgia de los tiempos idos, a través de una transparencia engañosa. Leerla es como despertar temprano, cuando el cielo clarea, pero aún no ha salido el sol.
No puede afirmar que Chéjov haya influido en sus cuentos porque “es como Shakespeare: ha influido en toda la literatura”. Si tiene que rastrear conexiones personales, prefiere mencionar a Eudora Welty –“debo tener cuidado de no imitarla porque su encanto está atado a un lugar y un tiempo determinados”–, a Katherine Anne Porter y a Katherine Mansfield. Cuando estaba escribiendo el relato “Demasiada felicidad” –título que responde a una frase de Sonia Kovalevski, que murió apenas pasados los 40 años–, pensó si Chéjov se habría enamorado de ella de haberla conocido. “Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper, que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado.” El cuento resultó el formato más cómodo y natural para Munro. “Yo siempre pensé que iba a ser novelista. Me decía que cuando mis chicas fuesen grandes y yo tuviese más tiempo para escribir novelas, iba a hacerlo. El cuento estaba puramente determinado por el largo de las siestas de mis hijas. Pero después resultó que ésa fue la manera en la que aprendí a escribir y ya no pude hacer otra cosa”, revela.
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