Domingo, 24 de noviembre de 2013 | Hoy
LITERATURA › EL LIBRO EL ABRIGO DE PROUST, DE LORENZA FOSCHINI PUBLICADO POR IMPEDIMENTA, VA EN BUSCA DE JACQUES GUéRIN
La narradora y periodista italiana rastrea el itinerario del bibliófilo que consagró su vida a coleccionar originales, anécdotas y objetos del autor francés. A través de este recorrido se encuentra con la historia de incomprensión familiar que acompañó a Marcel Proust.
Por Silvina Friera
Un pedacito de papel minúsculo, ocho palabras escritas con mano trémula: “¿Por qué se escucha el timbre desde aquí?”. Una cama de latón, cubierta de polvo. Un sobretodo de piel de nutria carcomido, inservible. Un escritorio y una biblioteca acaso de gusto dudoso. Hay pertenencias que pueden desatar una devoción inaudita: el culto del fetichista que percibe en esa constelación íntima –descartable y residual para otros– que los objetos vibran con una vida interior y misteriosa, como si flotaran en un espacio fuera del tiempo. Como señala el escritor y traductor Hugo Beccacece en el postfacio de una pesquisa literaria-arqueológica formidable como es El abrigo de Proust de la narradora y periodista italiana Lorenza Foschini (publicado por la editorial Impedimenta), Jacques Guérin, el bibliófilo que consagró su larga existencia a coleccionar los originales, las anécdotas y los preciados objetos de uno de los escritores que más amaba, creó “la ilusión casi perfecta de que la vida de Proust continuaba”. Ese obstinado “salvador” logró evitar la destrucción de los cuadernos de En busca del tiempo perdido, cartas, borradores y varias fotografías del novelista francés que estuvieron a punto de ser quemados por su temerosa cuñada. Y hasta pudo reconstruir la habitación en la que escribió aquella obra monumental, que hoy se exhibe en el Museo Carnavalet.
Foschini entrevistó a Piero Tosi, diseñador de vestuario que trabajó codo a codo durante años con el célebre cineasta Luchino Visconti. La escritora y periodista, que ha traducido diversos inéditos de Proust junto con Daria Galateria, publicados con el título Ritorno a Guermantes, no pudo resistir la tentación de preguntarle por un proyecto que no se pudo concretar: Visconti le había encomendado a Tosi, a comienzos de la década del ’70, que viajara a París para preparar el rodaje de una adaptación de En busca del tiempo perdido. Mientras buscaba locaciones, se ponía en contacto con una sobrina del escritor y con varios aristócratas que habían conocido a los modelos que inspiraron a ciertos personajes de la Recherche, alguien le mencionó el nombre de un coleccionista de manuscritos de Proust, propietario de la fábrica de perfumes D’Orsay. Tosi lo fue a visitar y escuchó la “extraordinaria historia” de cómo una enfermedad que había sufrido, un súbito ataque de apendicitis, permitió que se cruzara en su camino el prestigioso cirujano Robert Proust, hermano del escritor, en 1929. El paciente, ya recuperado, visitaría la casa del médico para contemplar algunos de los cuadernos de su novelista preferido. El fervor por los objetos del genial narrador francés crecería hasta convertirse en una monumental obsesión.
La verdadera pasión de Jacques Guérin (1902-2000) era los libros bellos, los originales preciosos, las cartas manuscritas. Tenía apenas 18 años cuando hizo su primera compra, una rara edición original de L’hérésiarque, de Guillaume Apollinaire. Un día de 1935, curioseando en una librería de anticuario en la que no había reparado antes, el librero, que se llamaba Lefebvre, le comentó que acababa de comprar unos brouillons, una pruebas corregidas a mano, y unas cartas de Proust, escritas de su puño y letra. El hombre que se los había vendido le ofreció también la biblioteca y el escritorio de Proust, pero el anticuario sólo se ocupaba de libros y papeles. Pronto regresaría en busca de su cheque y Guérin, detective agazapado, lo esperaría. Mientras tanto volvería a rememorar aquella primera visita a la casa de Robert, cuando el médico, consciente de la admiración que su paciente sentía por la obra de su hermano, le indicó una pila de cuadernos, amontonados en aparente desorden: nada menos que la obra completa que Proust escribió a lo largo de interminables noches insomnes. Guérin le preguntó si no tenía la primera edición de Por el camino de Swann, editada por Grasset y pagada por el autor porque ningún editor quería publicársela. “No tengo eso que usted me pide”, le contestó levemente fastidiado.
La persistencia con la que buscó cuanta reliquia pudiera ser salvada del fuego y la furia de Marthe Dubois-Amiot, la viuda de Robert, le permitió al coleccionista hallar auténticas joyas, desde diversas cartas dirigidas a Jean Cocteau, versos escritos para uno de sus amores, Reynaldo Hahn, otra carta que había mandado a su abuelo en la que se quejaba amargamente de su fracaso en un burdel, adonde había sido enviado por su padre “para que se le quitaran esas tonterías”, diversas fotografías de él y su hermano cuando eran niños, hasta la anhelada y negada (por Robert) primera edición de Por el camino de Swann, desencuadernada y destrozada. Aunque el ejemplar daba pena, estaba intacta la dedicatoria, escrita con la letra angulosa e irregular de Marcel: “A mi hermanito, en memoria del tiempo perdido, recuperado por un instante cada vez que estamos juntos”.
Foschini reconstruye la pesquisa como si hubiera podido hablar con cada uno de los protagonistas, cuando la principal fuente del libro es el escritor Carlo Jansiti, proustiano como la autora. El coleccionista empecinado consiguió diversos objetos de Proust, entre ellos su cama de latón con su colcha de satén azul en la que había dormido desde los dieciséis años, en la que había escrito la mayor parte de su obra y en la que murió el 18 de noviembre de 1922. También rescató unos candelabros, un retrato al óleo del padre de Proust, un bastón de paseo y el abrigo forrado con piel de nutria que llevó muchos años y que ya estaba más que ajado cuando lo tuvo en sus manos.
Guérin, reputado bibliófilo, pronto devino mecenas. Ayudó a Jean Genet y hasta le dedicó un perfume, Divine, inspirado en la figura y el nombre del travesti de Nuestra Señora de las Flores. Genet retribuyó ese espaldarazo dedicándole su novela Querelle de Brest: “No puedo expresarle mejor mi gratitud que con la alegría que me produce conocer a un lector para el que el fetichismo constituye una religión”. “Son muy diversas las ‘religiones’ del lector y la del coleccionista –subraya Foschini a Página/12–. El lector, como me sucedió a mí leyendo a Proust por primera vez, queda fascinado, captado, transformado por una lectura que puede marcar definitivamente su vida. Paradójicamente, el coleccionista no se preocupa demasiado por lo que está escrito en un libro, sino por el objeto en sí: la encuadernación, la primera edición, las poquísimas copias que hay en circulación, la historia de a quiénes han pertenecido, etcétera. Me inclino a pensar que detrás de cada coleccionista está oculta, como en el caso de Guérin, una historia de abandono y soledad durante la infancia. Y es como si obteniendo y poseyendo esos libros raros, el coleccionista consiguiera también un poco de amor.”
El “personaje” más inquietante y antipático de El abrigo de Proust probablemente sea la cuñada del escritor, que nunca leyó una página de la Recherche y que proclamaba que en sus libros escribía “sólo mentiras”. “Marthe, la cuñada de Proust, representa las características más mezquinas” y restringidas de la mentalidad pequeño-burguesa, como el terror por todo lo que le parece inconveniente, el horror por lo diverso –plantea Foschini–. Siente gran desconfianza por una cultura que abra la mente y proponga nuevos escenarios a los totalmente conocidos. La sola idea de hojear un libro del cuñado debía darle miedo por todo lo escabroso que podría haber escrito, y el miedo es un sentimiento que supera incluso la curiosidad. El punto central de esta desconfianza es la homosexualidad. La homosexualidad de Proust se cierne sobre esta historia familiar como una amenaza a su estatus y a su respetabilidad. Incluso ahora sufro al pensar en lo solo que se sintió este genio al interior de su familia. Los padres de Marcel, tan cultos y dedicados con su hijo, en realidad nunca lo han comprendido y lo han hecho sentir, involuntariamente, un fracasado. Su hermano Robert, por el contrario, representaba la realización de todo lo que un padre puede desear. Ejerció su misma profesión de médico, era un bon vivant que amaba a las mujeres, un buen deportista. Un ‘hombre verdadero’, a su entender.”
Foschini (Nápoles, 1950) es autora de Misteri di fine milenio, por el que obtuvo el premio Scanno. Tenía 18 años cuando descubrió al escritor francés. “Me estaba hospedando en la casa de unos amigos en Nápoles, mi ciudad natal, a la que dejé por seguir a mi familia a Roma. Una noche no me podía dormir y entre los varios libros que había en la habitación de huéspedes encontré una edición de bolsillo con el título Un amor de Swann. Era la segunda parte del primer volumen de la Recherche, Por el camino de Swann. Pasé toda la noche leyéndolo –recuerda–. Es, para mí, la más bella historia de amor jamás escrita, porque allí está todo: los celos, la ternura, la pasión, la incomprensión, el dolor y también, y esto es profundamente proustiano, la idea de que el fin de un amor llega cuando podemos finalmente estar con la persona amada. Para Proust el amor es ‘enamoramiento’, un sentimiento que precede y sustituye al amor y que termina cuando el objeto de nuestro amor no tiene más secretos para nosotros. En ese momento, el encanto del misterio se agota y se rompe el hechizo. Desde entonces, jamás dejé de leer a Proust.”
Ocho años antes de su muerte, uno de los bibliófilos más importantes de Francia, que poseía una de las bibliotecas mejor surtidas de su tiempo, empezó a vender su colección. El 20 de mayo de 1992, en el salón La Paix del hotel George V de París, se subastaron diversos manuscritos y ediciones originales de autores como Baudelaire, Apollinaire, Picasso, Genet, Rimbaud y Proust, entre otros. Se vendieron por cifras exorbitantes cartas, borradores y fotografías que Guérin había rescatado de la probable hoguera y furia de Marthe, la viuda de Robert. “Ese hombre, tan apegado a los propias ‘conquistas’, a los papeles salvados con tanta tenacidad (...) tuvo escondidos durante más de medio siglo sus tesoros, que sólo entonces salieron a la luz”, revela Foschini hacia el final del libro.
“A Guérin no le gustaba ser considerado un coleccionista; prefería definirse como un ‘salvador’ –aclara Foschini–. No tuve la posibilidad de conocerlo, pero creo que la posesión secreta de los tesoros ocultos es una característica de los verdaderos coleccionistas. En una rara entrevista Guérin se comparó con las siete esposas de Barba Azul, a las que mantenía encerradas en el sótano, escondidas. El verdadero amor no se comparte con nadie”, afirma Foschini. Nada se sabe de quiénes custodian hoy los dibujos y los manuscritos proustianos, pagados a precio de oro.
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