LITERATURA › ENTREVISTA AL NARRADOR Y TRADUCTOR COLOMBIANO JUAN CáRDENAS
En Los estratos, el escritor pone la lupa sobre la desigualdad social desde una concepción política y estética enlazada con el Barroco, pero al mismo tiempo orientada a limar las aristas más recargadas del lenguaje.
› Por Silvina Friera
Un hombre cuyo nombre jamás se sabrá, parado delante de una ventana en su casa a oscuras, intenta poner palabras en la penumbra que crece. Le viene a la mente un recuerdo impreciso asociado a la felicidad de la infancia. “Así como el vaquero no entiende al indio, cualquiera que esté rodeado de electricidad es incapaz de comprender el estado de ánimo de alguien que se encuentra a oscuras”, compara este narrador –una voz intervenida y asediada por muchas voces– con un matrimonio en crisis y una empresa al borde de la bancarrota, que pronto emprenderá un viaje en busca de la mujer que lo cuidó de niño. “No sé por qué suena tan serio todo lo que digo si sólo quiero hablar un poco. Me gustaría que esto no sonara así. Me gustaría decirlo de otro modo, pero uno dice las cosas como puede y no como le gustaría. Una vez conocí a un tipo que se pasaba las horas afilando palitos con un cuchillo oxidado. No hacía nada con los palitos, no los escupía. Sólo les iba quitando capas. Las virutas se acumulaban en el suelo. Luego tiraba los palitos. Así me gustaría decir las cosas.” Hay novelas radicales como Los estratos (Periférica), del narrador y traductor colombiano Juan Cárdenas, que ponen la lupa sobre la brutal desigualdad social desde una concepción política y estética enlazada con el Barroco, pero al mismo tiempo orientada a limar astillas recargadas del lenguaje.
“Hay una política del lenguaje, así como hay una ideología del lenguaje que lo está sometiendo a una presión tal que lo convierte en un mero objeto de los actuales poderes que están dividiendo al país en estratos. Parte del desafío consiste en trabajar ese lenguaje, en reconfigurarlo de tal manera que te permita hacer cosas que normalmente no se pueden hacer”, plantea Cárdenas (Popayán, 1978), autor del libro de relatos Carreras delictivas (2008) y de la novela Zumbido (2010), que vivió catorce años en España y ahora regresó a su país y reside en Bogotá. “Un amigo dice que la literatura nos pide prestadas las palabras, pero nunca las devuelve igual. Si las devuelve igual, eso no es literatura, es periodismo, ¿no? Hay una voluntad de trabajar el lenguaje, sobre todo porque en la línea de escritores que considero mis maestros hay una tensión muy curiosa entre una especie de apariencia sobria y un fondo barroco. Hay una dialéctica constante, como un barroquismo que está disimulado. Eso pasa mucho en las novelas de (Antonio) Di Benedetto, uno de mis escritores de cabecera. En Zama se ve perfecto; parece un lenguaje muy pulido, pero cuando te metés dentro de la frase, hay vueltas semánticas casi invisibles, hay desplazamientos, encabalgamientos, hay un juego típicamente barroco, disfrazado con un acabado clásico. Me interesa esa dialéctica porque también es política y refleja una situación paradójica del lenguaje: instrumentador por un lado, emancipador por el otro.”
–Cuando empezó a escribir Los estratos, ¿estaba esta voluntad de trabajar minuciosamente con el lenguaje?
–Sí, el trabajo con el lenguaje está bastante calculado. Es un cálculo extraño porque era someter al lenguaje a una presión muy fuerte, pero con las mismas reglas de esa presión terminaba muchas veces desbocándose. Me interesaba que hubiera una contención muy fuerte y que de repente, en el momento menos pensado, hasta yo mismo me sorprendía de verme en una especie de delirio casi cesarvallejeano en el lenguaje, casi sin solución de continuidad. No te das ni cuenta en qué momento entraste a esa turbulencia de voces.
–En un momento de la novela, el narrador dice que no puede nombrar. El lector no sabe cómo se llama el narrador ni el resto de los personajes. ¿Cómo explica el hecho de suprimir o borrar los nombres?
–Es un juego clásico de extrañamiento como lo entendían los formalistas rusos o el propio (Sigmund) Freud en el texto Das Unheimliche. Ese efecto está buscado a partir de la omisión de nombres. Se trataba de hacer todo fenoménicamente muy reconocible, intensificar el aspecto perceptivo del lenguaje, lograr esa sensorialidad en una especie de desubicación: ¿pero dónde está teniendo lugar esto?, ¿realmente está teniendo lugar?, y generar un territorio innombrado. Esto solamente lo podía lograr si omitía los nombres. También están calculadas las apariciones de determinados topónimos de manera oblicua, justamente para intensificar la desubicación. De repente aparece un nombre como Cali, Buenaventura, Bogotá. Esto de omitir los nombres lo probé en mi anterior novela, pero aquí lo llevo un poco más lejos. Siempre trabajo con material propio, biográfico, pero completamente deslocalizado. Me interesa lograr efectos sensoriales con la escritura. Que las cosas huelan. Que si huelen mal, realmente huelan mal.
–Y que el lector se quede pensando en las brutales diferencias, en la estratificación a la que alude el título, ¿no?
–Sí. El lugar de objetivación de esas diferencias es el propio cuerpo. Y la lengua. La novela es eso: la estratificación está en el cuerpo y está en el lenguaje. La novela te deja asistir a ese corte transversal de niveles de realidad. El narrador tiene la brecha metida dentro de él mismo y ese ejercicio de introspección no es psicología. Yo odio la psicología, me parece horrible. Y en la literatura más. Y justamente de lo que se trataba era de despsicologizar ese viaje interior. Al hacerlo, lo que queda es un relato colectivo. Al final es imposible que las esferas no se toquen y que no haya trasvases de sensibilidades entre unas y otras. Este hombre, a través del hilo de su nana, descubre toda la estratificación. Yo no quería contar la historia de cómo a un tipo se le va la vida al carajo sino cómo un tipo se sana.
–¿Con qué tradiciones artísticas dialoga Los estratos?
–Siempre me han interesado los procedimientos azarosos de John Cage. No solamente el proceso sino el mismo resultado de esas piezas de Cage en las que parece que no está pasando nada. No hay nada especialmente estridente que esté teniendo lugar sino que el tiempo parece suspendido. Cage es una referencia importante para mí. (Antonio) Di Benedetto es un gran maestro. Mi novela dialoga de manera explícita con La vorágine de José Eustasio Rivera, que me parece la mejor novela que se ha escrito en Colombia. Por muchos motivos me interesaba reflotar ese libro, el típico libro que se menciona mucho pero se lee poco. Me interesaba traerlo, resignificarlo y poner el libro de Rivera a cumplir una función dentro del entramado de Los estratos, una función que podemos definir como una especie de “deuda”. La estructura de mi libro es prácticamente calcada de La vorágine, donde hay una fuga y en esa fuga lo que inicialmente es un lenguaje citadino acaba transformado en una especie de gran polifonía de voces. Para mí es importante no perder de vista que la literatura está rota y que dialoga con otras disciplinas.
–¿Por qué se fue de Colombia y por qué regresó?
–Me fui a fines de los años ’90, con la intención de estudiar en Madrid. En ese momento, Colombia me parecía un país irrespirable, necesitaba irme. Terminé quedándome en Madrid catorce años y trabajé en todos los oficios imaginables. Fui camarero, aparcacoches, dependiente en cadenas de almacenes, pinche de cocinas. Y luego, poco a poco, pasé de ser “un obrero de los servicios” a “un obrero de la industria cultural” cuando empecé a trabajar como traductor. De manera paralela fui cultivando el oficio de crítico de arte. Ya llevaba un tiempo con muchas ganas de volver a América latina con mi esposa, que es argentina. Sabíamos que era hora de volver, sobre todo porque nos interesa lo que está pasando aquí. Seguimos con mucho interés el proceso político de la Argentina, de Ecuador, de Bolivia, siempre con una distancia crítica no exenta de entusiasmo. Curiosamente nos hemos ido a un país gobernado por la derecha, pero en Colombia, al mismo tiempo, están pasando cosas muy interesantes a nivel de movimientos sociales y de experiencias políticas puntuales, como la de la alcaldía de Bogotá. América latina es un laboratorio político y estético increíble.
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