Domingo, 5 de enero de 2014 | Hoy
LITERATURA › JUAN SASTURAIN Y EL CONGLOMERADO DE HISTORIAS EN DUDOSO NORIEGA
Su nuevo libro propone un aluvión de historias que arrancan en la Mar del Plata mítica de los ’50 y avanzan en el tiempo, e incluso hacen ingresar al mismísimo Julio Etchenike. “En lugar de velar, preferí, por un mecanismo recurrente en mí, pretender revelar”, dice el autor.
Por Silvina Friera
Genio, figura y misterio. El bañero más famoso de Mar del Plata semblanteaba el mar como los viejos médicos clínicos “que entraban a la pieza y miraban al enfermo desde los pies hasta la cabeza”. Este mito que atraviesa cuatro décadas de la Ciudad Feliz se alimenta con la obstinada y necesaria exageración. Salvador Noriega –dicen– invitaba “a escuchar el mar”. En la década del ’70, antes de su enigmática desaparición, sentenciaba: “El que no sabe oír el mar no debería tocarlo”. Enseñaba a discriminar media docena de tipos de mar dudoso: corto, bajo, oludo, separado, media plancha y media pica. Sabía como nadie leer el mar. Un joven mulato criollo y atorrante, Falucho Burgos –que luego se apellidaría Vargas y lideraría el grupo salsero el Combo Catarata–, se cruzó con Noriega en los años ’50 y también se hizo bañero. La catarata narrativa de Dudoso Noriega (Sudamericana), de Juan Sasturain –490 páginas magníficas–, es una proliferación de relatos, personajes y versiones tan desmesurados como entrañables. La irrupción de Julio Etchenike hacia el final, convocado para investigar qué pasó con Noriega –aparentemente tragado por ese mar que tanto conocía–, es el “momento” policial de esta descomunal novela. Pero el detective apenas puede registrar las huellas que han dejado algunos personajes, especialmente Selva, Esther o Norma Isabel Pérez –uno de los posibles nombres, acaso el verdadero–, quizá variaciones de “La kiosquera de Santa Lucía”, protagonista de una truculenta historia que recorrió a sangre y fuego los titulares de los medios sensacionalistas de mediados de los ’50.
Al principio, hace casi veinte años, Sasturain se propuso escribir La verdadera historia del Combo Catarata. Pero el molesto Salvador Noriega se cruzó en el camino y hubo que barajar y dar de nuevo. El primer fragmento de lo que sería Dudoso Noriega lo publicó en Página/12 en 2001. “Esta novela existe porque me di permisos. Si me hubiera quedado esperando que la historia del Combo Catarata se dejara contar, no hubiera escrito nada. La deriva, en términos de posibilidades narrativas, me sirvió. No deja de ser una buena receta para cierto tipo de narradores”, plantea el escritor.
–Hay en la novela varias líneas: una, la del bañero No-riega, otra, la de Etchenike, que llega tarde y mal a investigar la desaparición del bañero, y Falucho Vargas quizá como factor unitivo entre estas historias. ¿Por qué conviven varias novelas dentro de Dudoso Noriega?
–Es un relato un poco aluvional, me parece a mí. Aluvional por el proceso –por suerte no he pensado la novela ni antes ni durante–, porque hubo primero un relato y después apareció otro relato y otro relato. Es aluvional en el tiempo y en la composición final. Quedan como partes adosadas. A diferencia de otras veces, esta es una novela con las costuras expuestas. Habitualmente, cuando uno construye un relato, el lector participa del resultado final. Todo el proceso queda tácito y a veces aparece alguna huellita. Como veía que no podía diluir las costuras, las subrayé. Algo de eso debe haber. Fijate que incluso los cruces entre lo veraz y lo verosímil, entre lo documental y lo ficticio están cuidadosamente descontrolados. Dejo la resolución de ciertas cuestiones remitidas al acto último de la escritura. Hay un lector de Página/12 que me manda una carta desde Dolores y me tira un par de datos que cerrarían ciertas cosas, ¿no? Pero no me la voy a dar ahora de teórico de la narrativa.
–Dejó que lo aluvional sucediera y no intervino el escritor “consciente” de intentar velar las costuras.
–Exactamente. En lugar de velar, preferí, por un mecanismo que es bastante recurrente en mí, pretender revelar. Pero esto también es una estrategia de construcción del relato, o de valoración de cierto tipo de relatos, ¿no? Incluso en la introducción del apéndice había materiales que tenía ganas de incluir, que podían o no tener una inserción en el flujo narrativo o en el flujo temporal.
–“Los cuadernos de Batán”, por ejemplo, incluidos en el apéndice, podrían haber interferido demasiado sobre el flujo narrativo, ¿no?
–Claro, pero también podía haber sacado todo el episodio de los chicos, “Lito en banda” y mandarlo al apéndice. O podría haber dejado el testimonio de Mojarrita, que tiene que ver con el desenlace, metido entre la novela y no en el apéndice. No sé... ha sido un poco anárquico el asunto.
–En ese proceso aluvional y anárquico hasta se dio el permiso de incluir un falso cuento de Ricardo Piglia.
–Yo vivía en Mar del Plata a fines de los años ’50. Tengo algunos años menos que Ricardo (Piglia). Cuando él era un adolescente, yo era un pibe. Pero esos años, ’56, ’57, ’58, los compartimos. Ahí hay como un desplazamiento de vivencias y de experiencias. Yo me puedo imaginar perfectamente al joven Emilio (Renzi) en el cabarute con el yanqui Steve. Me lo puedo imaginar a Ricardo como ese protonarrador interesado en ese tipo de cosas. A partir de ahí, lo único que hice fue darme permisos. Pensé en un Piglia menos estructurado o menos teórico, en un narrador más suelto. “El fin del viaje” me parece uno de los mejores textos de Ricardo y me encantó volver a pensar en esa situación. He trabajado con la libre asociación porque cada vez que escribo de Mar del Plata lo de Ricardo siempre se cruza. Esa Mar del Plata en invierno es muy fuerte y muy literaria.
–Otro texto apócrifo es atribuido al escritor marplatense Juan Carlos García Reig, un texto fundamental porque siembra la duda de que el mejor bañero de la historia haya muerto ahogado.
–Juan Carlos era muy buen escritor. Yo lo conocí en los ’80 y le prologué un libro. Eso tiene que ver con las atribuciones, con las falsedades, la condición documental. Me gustaba mucho jugar con eso.
–¿Jugó antes con las atribuciones como lo hace en Dudoso Noriega?
–De algún modo sí. En las novelas de Etchenike, el narrador identificado con el autor que firma los prólogos recibe testimonios. “A mí la historia me llega por...”. Cuando termina Manual de Perdedores I, aparece una mina en la redacción y me dice: “Yo trabajo en su novela”; una mina que el narrador dice que parece salida de una historia de (Juan Carlos) Onetti, y me tira la data para terminar. No sé por qué, pero lo he usado varias veces. Uno de los recursos de la construcción de los relatos es recoger data, jugar entre la cosa documental, la cita apócrifa y cosas por el estilo. Además, hay otra cosa. Casi todos los personajes, como Noriega y el viejo Etchenike, son casi siempre tipos copados por algún tipo de obsesión, una obsesión bastante berreta, una obsesión torcida. Algo en que ponen todos los boletos. Son personajes que creen haber encontrado un sentido y ahí se mandan a ver a dónde carajo van a parar. Lo cual no deja de ser un punto de partida interesante. Esta es la manera en cómo las historias se me disparan: alguien que cree en algo. Alguien que cree haber descubierto algún sentido para su vida. Esto es algo muy borgeano. Noriega es un bañero absoluto que encontró en el mar una cierta respuesta a quién sabe qué pregunta. El resultado, casi siempre, es bastante grotesco.
A medida que avanza sobre la década del ’70, Dudoso Noriega se enrarece y acelera, en sintonía con el clima político. Los años ’50 son míticos y tienen un relato mítico. Lo primero que aparece en la novela es esa voz colectiva que cuenta mitos urbanos. Le saqué todas las marcas del emisor y del receptor porque era una voz que me interpelaba a mí: “¿Sabe cómo es la cosa?”. Una voz que me hablaba, que me contaba. Es un registro que dura bastante tiempo y que sirve para pintar el panorama de los ’50, explica Sasturain. “Cuando los personajes salen de la playa y aparecen las mujeres, que podemos llegar a suponer que son variaciones de una misma mujer, cambia el asunto, el tono, el relato. Cuando Noriega sale de la cárcel en los ’70, esa playa es otra playa. El bañero zen tiene poco que ver con lo que pasa a su alrededor. El mundo ha cambiado definitivamente. Lo lindo, lo raro, porque no sabía qué iba a contar, es el hecho de que el Guasta lo vaya a buscar a Etchenike en el ’79, en plena dictadura. Etchenike no entra en la trama, sino que entra en la novela. Los lectores saben más que Etchenike, que participa en la trama como un personaje más, sin los privilegios del detective. Por eso ésta no es una novela de Etchenike, que llega tarde y mal y no alcanza buenos resultados. La aparición de Etchenike me permite contar de nuevo algunos personajes. Después de quince años, esos personajes son otros y se definen de otra manera.”
–Suele tener la necesidad de recoger voces, testimonios, de usar ciertos documentos para hacer más verosímil las historias. En el caso de la construcción de Dudoso Noriega como personaje, ¿investigó sobre bañeros o habló con algunos?
–Nunca he hecho eso para ninguna de las cosas que he escrito. Apelo nada más que a la memoria arbitraria y a la invención absoluta. Yo no sé ni cómo se dispara un arma, ya lo he dicho otras veces y no es coquetería. Y escribo novelas policiales. Trabajo a partir de ciertas intuiciones. En esta novela, a diferencia de otras, hay elementos de mi biografía personal, recuerdos de mi infancia porque viví en Mar del Plata a fines de los ’50. Yo iba al cine Atlantic y mi papá tenía un hotelito. Se llamaba Hotel Coral. Se había llamado antes Hotel Alga, un nombre espantoso (risas). ¡Cómo un hotel se va a llamar Alga! A mi viejo lo rajaron del Banco Provincia en el ’55 por peronista. Entonces fuimos a parar a Mar del Plata. Mi papá no tenía la más puta idea de hotelería, era bancario. Un tío que lo ayudó mucho, un tío que tenía varios hoteles en Mar del Plata, bancó a su sobrino, puso la guita para el hotel. Y mi viejo terminó de hotelero durante unos años. Vivíamos en el hotel; en el invierno, cuando no había nadie, yo apoliyaba una noche en cada pieza. La documentación entorpece; trabajo siempre de memoria. Uno no escribe de lo que ha vivido, sino de lo que ha leído. Son los residuos de las imágenes, de la memoria, de lo que escuchaste. Cuando uno escribe, usa todo. Abra cualquier página de la novela y puedo decir qué asocio con cada cosa porque la novela está saturada de alusiones. Como soy un escritor nac & pop y costumbrista y cosas por el estilo, siempre corro el riesgo de que digan “este es facilongo”. Hay un laburo de la puta madre, un entrecruzamiento continuo.
–Noriega no es un lector de la primera hora, se hace lector en la cárcel. Su primera escuela es el cine. Es muy interesante cómo evoluciona el personaje, ¿no?
–Todos íbamos al cine, el cine era muy poderoso en los ’60. El cine tenía un peso muy grande y era el tipo de ficción al cual tenía acceso la gran mayoría de la gente. Y Noriega se da una biaba de ficción. Si la novela es aluvional, la experiencia en Noriega también es aluvional. Noriega saca conclusiones, se construye una vida y un sentido a partir de lo que le pasa. No hay una conciencia previa que va eligiendo realidades, destinos, vocaciones. Es un poco lo que realmente sucede: somos el resultado no tanto de lo que elegimos, sino de lo que nos pasa. O elegimos a partir de lo que nos pasa. En el caso de Noriega, su experiencia de la ficción es ocasional y arbitraria. Noriega leía como leen los chicos; para él tenía el mismo grado de realidad Meursault que Enrique V que Silvio Astier que Monteagudo. Lee ficción, lee historia, lee ciencia como la primera vez. Hay un elogio a los autodidactas que suelen ser rayados, desparejos, desequilibrados, pero tienen una cierta espontaneidad y sinceridad bastante envidiables. Cazan algunas cosas en su abordaje desordenado y sin jerarquía de la experiencia de lectura.
–En el juego que propone la novela con distintas versiones, se podría pensar que también se pone en cuestión la erudición, ¿no?, algo que de Borges a esta parte interpela a quienes escriben.
–Borges es el modelo para todo este tipo de cuestiones. Era un erudito que jodía con la erudición, por lo tanto se podía burlar de la erudición citando fuentes inexistentes. Hemos aprendido casi todo de Borges. No podemos evitar cuando escribimos dejar de remitirnos a otros textos. No hay forma de no hacerlo. Y eso es absolutamente borgeano. Desde la estrategia de trabajo fue un desafío trasgredir cierta regla tácita que consiste en no hablar de lo que se escribe, no hacer referencia a las cosas que uno está haciendo, como un conjuro para realmente hacerlo. Yo traté de obligarme a mí mismo para que los demás me obligaran a terminar la novela de los bañeros, que hacía como diez años publicaba en pedazos. Y esto también lo hice público. Y tiene que ver con la teoría de las costuras. Se puede confrontar la versión que publiqué en Página/12 con la que aparece en la novela. Me gusta que el proceso de la escritura de la novela haya quedado diseminado a lo largo del tiempo. No sé si es bueno o malo, pero me gusta. Eso es lo lindo de escribir sin red.
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